Más allá de nuestras propias convicciones, creencias o dudas sobre la existencia de algún dios concreto, la tradición cristiana forma parte substancial de las complejas identidades europeas. Para los que vivimos en el marco de esa identidad religiosa, seamos creyentes, agnósticos o ateos, su herencia simbólica, legado artístico, presencia social e influencia institucional configuran en nosotros lo que el filósofo Alain Badiou llama “cristianismo latente” que, de una manera u otra, también se inscribe en nuestro subconsciente cultural.
“Amarás al prójimo como a ti mismo” es uno de los preceptos que mejor resume el espíritu de la Navidad y, por tanto, la alegría por el nacimiento de Cristo, la llegada del “Redentor” que treinta tres años después moriría en la cruz para salvar a la humanidad. En Epístola a los romanos San Pablo abunda más en ese mandato fraternal y subraya que la única deuda con los demás es la del amor mutuo: “El que ama al prójimo ya cumple toda la Ley de Dios”, insiste el converso de Tarso, conocido también como “apóstol de los gentiles”, es decir, de todos aquellos que no pertenecían al pueblo elegido y que en su sentido bíblico se refería exclusivamente a los judíos.

A lo largo de la historia, esa originaria concepción sagrada de “pueblo elegido” se ha hecho consubstancial a otras religiones. Esto es evidente en el caso de Israel con el judaísmo, pero también en Gran Bretaña con la concordancia de la corona y la iglesia anglicana; el sintoísmo con el emperador de Japón; el Dalai Lama con el budismo tibetano; el propio Vaticano con los católicos o las repúblicas y monarquías islámicas, por citar algunos ejemplos.
En el caso español –mejor dicho, de los reinos de Aragón y Castilla-, la primera vinculación histórica entre catolicismo, pueblo y nación se inició entre finales del siglo XV, cuando en 1492 la naciente e incipiente monarquía hispánica de los Reyes Católicos, a la vez que instauró la Santa Inquisición, expulsó a los judíos, y principios del XVII en 1606, cuando Felipe III lo hizo con los moriscos, últimos herederos conversos de los musulmanes que, tras enfrentarse con los visigodos a principios del sigo VIII, habitaron gran parte de las tierras ibéricas durante los ochos siglos posteriores. Al mismo tiempo que se avanzaba en la unificación cristiana, en paralelo, se desarrolló la expansión colonial y religiosa por tierras amerindias; es decir, el largo proceso de hispanización de las poblaciones indígenas mediante la transmisión/imposición/ adquisición de la lengua y cultura castellanas. Las misiones evangelizadoras acompañaban siempre a los ejércitos y empresas comerciales.
Más a allá de algunas leyendas, elevadas a mitos históricos de exaltación nacionalista, como la figura de Santiago el Mayor (según algunos relatos poco fidedignos primer apóstol predicador del cristianismo en la Hispania Romana) o la del primer monarca del Reino de Asturias, Don Pelayo (de discutido origen y presunto iniciador de la denominada “reconquista” contra los musulmanes) es sobre todo a partir de la unificación de los reinos de Castilla y Aragón y el comienzo de la expansión colonial e imperial, cuando el nacional-catolicismo hispánico comienza a tomar cuerpo ideológico. Entonces, el generoso “amaos los unos a los otros como yo os he amado” pronunciado por el «buen Jesús» (conteniendo ahí la comunidad universal de los más pobres y vulnerables de la que, siguiendo la tradición mendicante, asistencial y humanitaria de una parte significativa de la Iglesia ecuménica, también habla muy a menudo el actual Papa Francisco) empieza a convertirse en amarás a los tuyos por encima de todo. Es así como ese “otros” universal, esa “comunidad fraternal” se transforma en un «nosotros» defensivo, fuertemente ligado a una concepción tradicional de familia heteropatriarcal, circunscrito a una identidad nacional territorial concreta, una condición racial determinada y unas formas culturas específicas, incluidas las costumbres religiosas.
Cuando hace unas semanas aumentó la llegada de inmigrantes a las Islas Canarias, Santiago Abascal, líder de VOX, (partido que se autodefine como católico, y algunos de cuyos miembros más destacados son simpatizantes de lobbies de ultraderecha, como la Asociación Española de Abogados Cristianos, el Centro de Estudios Jurídicos Tomás Moro, Hazte oír y otros colectivos lgtb fóbicos o antiabortistas), se presentó en Arrecife para arremeter contra los inmigrantes y las inmigrantes africanas que, huyendo de la situación política, las guerras, la pobreza y el hambre pretendían llegar a las costas canarias para intentar conseguir mejores condiciones económicas de vida. Ni corto ni perezoso, rodeado de abundantes enseñas y símbolos nacionales, les acusó de invasores. Lanzó esas arengas racistas haciendo caso omiso de la propia historia de España que, durante siglos, ha sido una de las empresas coloniales más importantes de la historia moderna y, por tanto, también invasora y explotadora de parte de África. Cómo no, aprovechó la ocasión para denominar social comunistas a todos los que apoyamos políticas internacionales más responsables con la justicia social, los derechos humanos, probablemente mucho más acordes con el espíritu cristiano. La ultraderecha religiosa de aquí y allá – no hay más que ver las alianzas de la iglesia evangelista con algunos lideres latinoamericanos- ha convertido, por desdicha, el primigenio espíritu religioso de la navidad en amenazante retórica identitaria, privada de cualquier contenido fraternal. El símbolo del sufrimiento redentor de la cruz de cristo se convierte así en sus manos en un arma mortal, como lo fue en las cruzadas medievales o, en el siglo pasado, enarbolado por las tropas golpistas y una parte sustancial del clero contra la legítima República, o la cruz gamada en los ejércitos nazis, con la medida y conveniente neutralidad de las autoridades eclesiásticas.

Cuando estos días de excesos lumínicos callejeros y parafernalia consumista leo las noticias de la muerte de varios inmigrantes en el incendio de una nave industrial abandonada en la periferia de Badalona, me viene a la memoria la historia del Portal de Belén. Aunque Jesús naciera en Nazaret, las representaciones que las leyendas, relatos y la historia del arte nos han legado del nacimiento del denominado “Hijo de Dios” se localizan siempre en un pesebre de pobre condición -como la misma lonja incendiada- a las afueras de un pueblo llamado Belén. Allí, el “Niño Jesús” con su madre María y su esposo José, el padre putativo, escapando de la ira y la furia del rey Herodes que quería a toda costa eliminar al nuevo “rey de los judíos”, hicieron un alto en el camino para descansar en su huida hacia el exilio en Egipto. Todos los textos cuentan que fue un viajeen solitario y que implicaba cruzar desiertos, tierras desconocidas y vivir expuestos a todo tipo de peligros, algo parecido a la experiencia de muchos inmigrantes actuales.
Los fallecidos en Badalona y sus más de cien compañeros supervivientes, obligados por la dignidad robada a la que son sometidos por el sistema, “habitaban” la lonja como último refugio posible en una especie de trágico tránsito de supervivencia. Pues bien, el máximo mandatario de esa ciudad catalana, Xabier García Albiol, conocido dirigente del Partido Popular –otro partido que se reconoce en la tradición católica-, en parecida actitud a la que tuvo Herodes, el rey romano de Judea, culpabilizó de nuevo a los inmigrantes (no es ninguna novedad en sus discursos) de las causas del incendio y, por tanto, del fallecimiento de sus compañeros. Como estos desdichados, Jesús, María y José, con el buen burro que palió las penas de su exilio, entraron y ocuparon el establo para guarecerse al calor animal sin permiso de las autoridades o de la policía ni autorización judicial como, refiriéndose a los “okupas” subsaharianos, denunciaba el insigne alcalde.
La huida a Egipto de la Sagrada Familia es una de las muchas metáforas sobre la diáspora que se repiten por doquier cuando la condición de pobre va unida a la de paria. Es decir, cuando la clase social a la que se pertenece impide viajar en primera o comprar una casa y, en consecuencia, la pobreza obliga a hacerlo en patera y a vivir perseguido porque no se tienen recursos suficientes para acceder a un trabajo y vivienda dignos; cuando hay que hacer lo que sea para sobrevivir, aunque, a su pesar, se conviertan en seres “ilegales” privados de cualquier derecho. De esta manera, son obligados a una existencia que el filósofo Giorgio Agamben, en su Homo Sacer: el poder soberano y la nuda vida (Ed. Pre-Textos 2006) denomina “nuda vida”, o la condición biopolítica por la cual cualquier ser humano puede ser exterminado impunemente, sin que su muerte implique homicidio. Un concepto-límite que pone en crisis al sistema de derechos y obligaciones, así como a las categorías jurídicas y políticas de la noción de ciudadano y, en consecuencia, a la vieja idea de nación. Parafraseando a la filósofa Judith Butler en Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy (Ed. Taurus, 2020) las poblaciones se dividen demasiado a menudo entre aquellas cuyas vidas son dignas de protegerse a cualquier precio y aquellas cuyas vidas se consideran prescindibles. Si las diferencias de clase, raza o género se inmiscuyen en el criterio con que juzgamos qué vidas tienen derecho a ser vividas, se hace evidente que la desigualdad social desempeña un papel muy importante en nuestro modo de abordar la cuestión de qué vidas merecen ser lloradas. No me cabe duda que, si fuéramos fieles a los preceptos cristianos, esas vidas perdidas en el mar canario o abrasadas en Badalona deberían haber tenido la oportunidad de aspirar a una vida vivible que no fuera un continuo sufrimiento, desplazamiento o muerte, como fue la de Jesús de Nazaret.