Durante el mes de abril de año 2021 pudimos ver Los papeles de Sísifo en el Teatro María Guerrero de Madrid. Esta obra escrita por Harkaitz Cano y dirigida por Fernando Bernués, está inspirada libremente en la historia del cierre por orden judicial del periódico Egunkaria en el año 2003 y se presenta como un homenaje al periodismo independiente y a los medios de comunicación clausurados injustamente. Es un gesto artístico más en favor de la libertad de expresión, el derecho a la verdad y a la responsabilidad de cualquier estado democrático en esclarecerlas siempre. Como dice el autor de la obra, en boca de unos de los personajes: «un periódico es como un Guerra y paz en pequeñito”. Una novela interminable que caduca cada día. Mientras en la redacción del diario combaten la precariedad y el desengaño y luchan contra el reloj por la precisión y la veracidad, el poder mueve los hilos para intentar controlar la información. Es labor del periodista indagar y preguntar, pero ¿qué sucedería si cambiasen las tornas y el interrogado fuese el periodista?. Sobre el mismo caso, hace unas semanas, también se pudo ver en ETB, la televisión autonómica vasca, el documental Paperezko Hegoak (Alas de papel), realizado a partir de testimonios de algunas personas implicadas que vivieron y sufrieron el cierre de ese diario y sus lamentables consecuencias.


Excepto el breve experimento que supuso el diario Eguna promovido por el Gobierno Vasco en tiempos de la guerra civil española y otra publicación periódica Uscal Herrico Gasetaen en el País Vasco francés a finales del siglo XIX, Euskaldunon Egunkaria fue el primer y único diario que entre 1990 y el 2003 editaba todos sus contenidos en euskera. El proyecto comenzó a gestarse a finales de los años ochenta cuando, tras el intento de golpe de estado militar de 1982, se consolidó la recién estrenada democracia parlamentaria y, en consecuencia, la pluralidad cultural y lingüística del Estado comenzó a manifestarse con libertad – no siempre con igual fortuna- y garantías legales de existencia –a veces con muchas dificultades. Egunkaria fue el resultado de un gran esfuerzo social e institucional, apoyado económicamente por muchas personas de todo el espectro ideológico euskaldun que tan solo querían y quieren vivir en euskera y, por tanto, tener medios y garantíais institucionales para poder hacerlo sin verse obligados a utilizar el castellano. Por entonces las ikastolas –centros de enseñanza en euskera- habían consolidado su implantación social e incluso en la universidad se podían recibir enseñanzas impartidas íntegramente en esa lengua. También se llevó a cabo un gran esfuerzo por normalizar el uso del euskera entre adultos, a través de organizaciones independientes de la sociedad civil como AEK, Coordinadora de Euskaldunización y Alfabetización, que ya funcionaba desde los años setenta (en una de sus célebres gau eskola –escuela nocturna- aprendí el euskera que ahora utilizo de vez en cuando) y gubernamentales como HABE, el Instituto para la Euskaldunización y Alfabetización de Adultos promovido por el Gobierno Vasco que, a su vez, normalizó y extendió el servicio de radio y televisión en euskera a través de la empresa pública EITB.
Fueron años de renacimiento de la diversidad cultural y del asentamiento definitivo de una potente red de iniciativas públicas y privadas relacionadas con la música, la literatura, el teatro, el cine y otras formas de expresión en euskera. A pesar de ese clima de normalidad, la tensión social y política estaba muy presente en nuestras vidas. Las décadas de 1980 y 1990 fueron las más sangrienta en la actividad armada y asesina de ETA y los años en los que, de forma igual de cruel, actuaron los GAL, otro grupo terrorista, en este caso vinculado a algunos cargos políticos y de las fuerzas de seguridad del Estado, con el fin de promover una guerra sucia parapolicial contra ETA y su entramado político. Aquella situación de confrontación también se manifestó durante los sucesivos gobiernos y sus decisiones políticas, en los parlamentos central y autonómico con sus medidas legislativas, en el poder judicial y su responsabilidad en interpretar las leyes, y en las fuerza de orden pública, garantes de ejecutar las órdenes, con desigual fortuna.


El pasado 20 de febrero se cumplieron 18 años del cierre temporal del periódico y del embargo preventivo de todos sus bienes. Diez directivos, incluido el director Martxelo Otamendi, actual responsable del diario en euskera Berria, fueron detenidos, acusados de formar parte del conglomerado empresarial de ETA, y según varios testimonios fidedignos, maltratados en diversos grados. Unos meses más tarde, otros tantos trabajadores fueron llamados a declarar acusados de diversos delitos económicos. Toda la operación se llevó a cabo por orden del juez Juan del Olmo, a instancias de una investigaciones de la guardia civil, con pruebas que años después se revelaron falsas, como lo expresó la propia sentencia emitida por la Audiencia Nacional. La causa judicial contra el diario se prolongó durante once años. Todos los encausados fueron absueltos y declarados inocentes pero nunca desagraviados, ni indemnizados. Oficialmente nadie se disculpó. Los medios de comunicación, que tanto ruido mediático provocaron cuando se produjeron los hechos, guardaron un discreto silencio al conocerse el dictamen definitivo (qué gran trabajo democrático podrían hacer si dedicaran el mismo tiempo a esclarecer y propagar la verdad en lugar de seguir el juego de las mentiras y las manipulaciones, como tristemente es cada vez más habitual; de hecho, uno de los ejes principales del relato dramático de la obra de teatro trata precisamente de poner en valor la ética profesional del periodista empeñado, contra viento y marea, en ser fiel a la verdad).



También se demostró que aquella operación fue un gran montaje encaminado a desprestigiar, incluso criminalizar, casi todo lo que se pudiera relacionar con la cultura euskaldun y, de paso, todo lo que tuviera algún sesgo nacionalista. La campaña contra Egunkaria tuvo otro antecedente en 1998 cuando se cerró el diario Egin, un periódico bilingüe, mayoritariamente en castellano, vinculado a la izquierda independentista. Aquella operación continuó durante más de veinte años con numerosos procesos judiciales amparados en aquella tristemente famosa tesis, que impulsó el juez Baltasar Garzón, bajo la doctrina del «todo es ETA» y con el argumento, a todas luces desmedido, de que el terrorismo estaba infiltrado en muchas organizaciones de la sociedad civil vasca. Es muy cierto que fueron años trágicos en los que murieron decenas de víctimas vilmente asesinadas por ETA y que una parte de la sociedad vasca aplaudía esa estrategia de terror. Sin embargo, mientras unos miraban hacia otro lado, la mayoría de la población reclamábamos el cese definitivo de aquella violencia inútil y socialmente contraproducente. La situación era muy tensa porque, a la vez, también requeríamos al Estado que actuara con la mayor diligencia democrática y exigíamos el pleno respeto a los derechos humanos. Es posible que, con la aleatoria persecución a los causantes de tanto dolor, aquella estrategia de “matar moscas a cañonazos” tuviera algún resultado policial y se consiguiera encarcelar a muchos culpables, pero las secuelas sociales y los perjuicios causados a inocentes fueron, sin duda, tanto o más nocivos que los éxitos.
Jamás he estado, ni por asomo, cerca de ETA, ni siquiera de la izquierda abertzale –diría más, ni del nacionalismo moderado- pero en esos años muchos llegamos a pensar que, por cualquier delirio interpretativo de algún fiscal o policía, podríamos haber sido acusados de simpatía o complicidad con ETA por el simple hecho de solidarizarnos con alguna causa humanitaria o apoyar personalmente a alguno de los implicados. Como ilustración de las tensiones padecidas, puedo contar que en el año 2004 el periódico ABC publicó que Arteleku, el centro de arte y cultura contemporánea de Donostia/San Sebastián que dirigí durante dos décadas, era el punto neurálgico de las relaciones entre musulmanes y radicales vascos. La cabecera de la notica decía: islamistas y abertzales juntos en San Sebastián. Semejante desajuste informativo – con las tensiones institucionales y personales añadidas- ocurrió porque cierto periodista se atrevió a señalar que algún participante o conferenciante de los seminarios y talleres que aquellos años estamos organizando sobre migraciones africanas o sobre las representaciones árabes contemporáneas, era dirigente abertzale o islamista radical. Una vez más, aquello quedó en nada, pero la duda y la incertidumbre ya estaban sembradas.



Todavía hoy tengo la sensación de que, en cierto modo, todas aquellas campañas formaban parte de determinadas políticas patrióticas (también islamófobas) empeñadas en que España se piense de una sola forma o que, en su reverso, algunos nacionalistas independentistas hagan lo mismo, pero pensando a la inversa (siempre hay latente una especie de belicismo de confrontación que nunca termina de desaparecer o cierto síndrome de dualismo trágico irresoluble). En definitiva, visiones esencialistas contrapuestas y excluyentes que no permiten, ni de un lado ni de otro, dibujar otras geografías culturales y mapas políticos posibles, otras cartografías variables donde pudieran caber todo tipo de disidencias identitarias con voces diversas, sin que unas se impongan a las otras, sin que nadie tenga que matar por ellas, ni padecer las formas menos democráticas o más tenebrosas y tortuosas del poder.
Tal vez, como dice Santiago Alba Rico en su libro, titulado precisamente España (Lengua de Trapo 2021) es que vivimos en una nación mal montada, vestida con restos del pasado, que no acaba –no acaba, repite- de existir. Somos – añade- una “simultaneidad conflictiva”, lo que implica que cada uno posee algo que todos los demás quieren disputar; y si no ocurre eso, es que estamos siempre al borde de la guerra civil, que es su contrario: aquello que pasa cuando cada uno busca fanáticamente la unidad, cuya condición es la eliminación -no la disputa democrática- del otro.
Ya sabemos que no hay democracia perfecta y que el idealismo sobre el parlamentarismo liberal o, en concreto, sobre el constitucionalismo español contemporáneo, inaugurado en 1978, se construye con mimbres políticas muy poco sólidas. En nuestro caso, la Constitución se escribió con un consenso de equilibrios muy frágil, y se aprobó en referéndum con amplio respaldo, pero con un alto índice de abstención e incluso, en algunos lugares como el País Vasco, con un visible rechazo, pero a pesar de todo, más allá de su in/estabilidad, una gran mayoría hemos aceptado vivir en este régimen y, nos guste más o menos, acatado su mandato.


Sin embargo, esa aceptación de la realidad no nos puede impedir pensar críticamente. Es evidente que la historia de España se ha ido consolidando a lo largo de los siglos excluyendo a una gran parte de la población que no pudo y tampoco ahora podemos comulgar con su única sustancia nacional, fundamentalmente castellana y católica (muchos podríamos convivir con ambas, pero a condición de que nos respetaran en la diversidad y asumieran también la posibilidad de que el Estado se pudiera convertir en una organización política capaz de incluir las contraposiciones a una identidad exclusiva y unívoca, incluso la independencia política de algún territorio que democráticamente lo pudiera reclamar). A pesar de todo, como Alba Rico señala, aunque la democracia que surgió de las entrañas de esa historia y de la transición ha sido incompleta, oligárquica, parcialmente liberticida, incapaz de resolver el problema de la memoria y el problema territorial, por lo menos –que ya es bastante- podemos afirmar y reconocer que no ha sido trágica. Hemos vivido más de cuarenta años con muchas tensiones políticas, pero en paz. Una paz sustentada en equilibrios y consensos muy frágiles y con algunas heridas históricas todavía sin sanar.
Ahora bien, lo cierto es que este ciclo político reformista parece estar otra vez a punto de entrar en crisis. La realidad que estamos viviendo con el resurgir de la ultraderecha y la posición cada vez más extrema de la más moderada nos retrotrae a la enésima amenaza de involución y restauración del orden “español” de nuestro pasado bélico que siempre regurgita, dice Alba Rico: “en un contexto de desdemocratización global y en plena recesión económica, parece que se restablece un paisaje político muy inquietante. El liberalismo conservador del PP regresa a su entraña más ideológica y menos democrática; el moderado PSOE es incapaz de satisfacer las demandas sociales de sus propios votantes; la izquierda de Podemos tiende cada vez más a recuperar el lugar simbólicamente pugnaz y discursivamente exaltado de sus ancestros comunistas. La monarquía otra vez se descascarilla; las élites, como siempre, se radicalizan o se esconden. En cuanto al pueblo -el elemento más razonable y más transformador en los últimos años-, una parte no desdeñable del mismo se inclina pendiente abajo y está dejando atrás el momento «reformista popular» del 15M y el primer Podemos para recular a posiciones destropopulistas e identitarias, tanto en el centro españolista como en la periferia catalanista”.
Hemos tenido más de cuatro décadas para construir un pasado democrático común a través de las instituciones, escribe Alba Rico casi al final del libro, pero se pregunta ¿qué recuerdos institucionales hemos acumulado? , y cita de memoria, premeditadamente, los más inquietantes: los GAL, la ley Corcuera, la doctrina Garzón, la ley de Partidos de 2002, las torturas de la GuardiaCivil, los cierres de periódicos, la ley de Seguridad Ciudadana, la policía política de Rajoy, la ley del silencio en torno a la figura del rey, la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto catalán de 2006, la ley de Seguridad Ciudadana de 2015, la reforma del Código Penal del mismo año, la persecución de blasfemos y raperos, el enjuiciamiento y encarcelamiento por rebelión de políticos desobedientes catalanes, el monopolio partidista del CGPJ; todos “recordaban” vestigios del franquismo e imponían e imponen, a su vez, repeticiones automáticas en el mismo cauce memorístico, dejando a los ciudadanos desarmados frente a unas instituciones de las que puede decirse que, aunque halagüeñas, eran insuficientemente democráticas en 1979, pero que, desde entonces, por esa pendiente abajo, se han dedicado a des-democratizar, y no a re-democratizar, España y sus reliquias”.
Y en el último párrafo, poco antes de que el libro se extienda en una amplia bibliografía comentada, su autor concluye: “en la historia reciente, hemos tenido alguna oportunidad de salir de esa España de las reliquias. La cuestión no concierne a las tópicas e inmortales «dos Españas», dejemos de intentar la unidad, por favor. Necesitamos al menos dos Españas, pero no precisamente estas. No se trata, pues, de unirlas sino de sustituirlas por otras dos – o tres o cinco-. Siempre harán falta más de una, porque una nación es al mismo tiempo lo que une y lo que desune; y es imperativo construir, por tanto, una que una y desuna de otra manera. Eso incluye asimismo otra forma de pensar contra España o de oponerse a ella. Mientras los tópicos no cambien nada ha cambiado, decía. Han cambiado bastante. Mientras las instituciones no cambien, nada ha cambiado. No han cambiado lo suficiente. Mientras el “antiespañolismo” no cambie-añado ahora- nada habrá cambiado. Otro “antiespañolismo”, sí, debe ser posible como premisa para la construcción de una nueva memoria institucional basada en una “reforma desde abajo”. Algún día, quizás, tendremos otras dos Españas ¿Cómo lo notaremos? Porque en los inevitables momentos de crisis, ni a las instituciones ni a los políticos se les ocurrirá ponerse a «recordar» activamente el largo siglo XIX; porque la próxima pandemia iluminará una geografía, más o menos igualitaria, de viviendas dignas y cuidados públicos; porque se encontrará placer y consuelo en Cervantes y Galdós; y porque, en medio del miedo y del dolor, todo el mundo sacará a la calle banales banderines de colores y no banderas afiladas, excluyentes y ceñudas. Por el momento no”.