Las últimas semanas los talibanes han estado en boca de todos. El concepto “talibán”, además de su acepción concreta relacionada con el movimiento y organización militar del islamismo fundamentalista, se suele utilizar de forma inadecuada para referirse a fanáticos intransigentes o alguna ideología que defiende de forma extrema sus creencias y determina la acción política, policial y militar a partir de técnicas totalitarias y excluyentes.
La historia nos ha mostrado muchas veces que el par amigo-enemigo, sobre el que Carl Schmitt teorizó en El concepto de lo político (1932) y que se utilizó también para justificar el nazismo, puede hacer que cualquiera, en un momento dado, sea capaz de usar la violencia o tomar las armas para defender razones, ideas, religiones, naciones, razas o privilegios de clase, incluso su equipo de futbol. Así, señalar un enemigo nos define en lo que somos y en lo que podríamos llegar a ser, incluso lo que seríamos capaces de hacer para desembarazarnos de él si desplegáramos un odio fanático sin limitaciones. Sigmund Freud en De guerra y de muerte. Temas de actualidad, publicado en plena Primera Guerra Mundial, nos señaló que la violencia no es exterior a la vida sino esencial a ella. El amor y el odio son intrínsecas a la realidad psíquica y determinan las relaciones con nuestros semejantes. La civilización podría ser entendida, según el autor de El malestar en la cultura, como un sistema de protección de la vida o, por el contrario, como la capacidad para aniquilarla. Lacan le replicaría unos años más adelante con la afirmación: “Ya somos de sobra una civilización del odio”.
Esta es una de las grandes paradojas con las que el ser humano se ha enfrentado a lo largo de los tiempos. La “pulsión de vida”, de auto-conservación y cuidado mutuo y, a su lado, la “pulsión de muerte” (concepto propuesto por primera vez en 1912 por la psicoanalista rusa Sabina Spielrein en La destrucción como causa del devenir), de autodestrucción y confrontaciones bélicas. Tal vez por esa condición ambivalente, la violencia alberga siempre arbitrariedad, pero también determinación para poder regular de manera constructiva nuestras reacciones. Todos los días nos enteramos de personas que son apaleadas por cualquier banda de descerebrados al grito de maricón o por su condición racial; y en las redes sociales comprobamos que continúan las noticias sobre la situación de los refugiados y exiliadas afganas que huyen de la guerra o de emigrantes empobrecidos que abandonan sus países de origen por la situación económica e intentan surcar los mares para llegar a Europa en busca de una vida mejor etc.
Cualquier día salimos de casa y nos podemos encontrar en medio de un conflicto y, sin ser plenamente conscientes, no vemos atrapados en hechos violentos. Nada hay mas inesperado, incluso fatal, que el capricho de la casualidad. Es la buena o la mala suerte, la “Fortuna”, que Hanna Arendt menciona en el prólogo de su Sobre la violencia (Alianza 2005) la que determina el destino de una vida. Puede ser el más inocuo de los gestos, como el de un prepotente conductor que, para facilitarle las maniobras a su cuatro por cuatro, gritando desde su mastodonte, te dice que, según él, no tienes debidamente aparcado tu coche utilitario; sin esperarlo, nos podemos ver enzarzados en una bronca en el autobús donde cualquiera nos puede insultar porque, sin ninguna razón aparente, le hemos molestado. La mayoría de la gente, con el fin de evitar el conflicto, se calla y, entre indignados por el gesto abusivo y la tristeza de la situación creada, sigue adelante como si nada hubiera pasado con tal de generar un problema innecesario. Pero cierta zozobra te atraviesa y te preguntas ¿qué lleva a esas personas a pensar que tienen derecho a increparte –formas de odio- cuando además has cumplido con las normas establecidas?.
La última película de Thomas Jensen, Jinetes de la justicia , nos cuenta cómo, a partir de un equívoco que modifica de manera radical la relación de los protagonistas con la realidad, la violencia asume el protagonismo central de este brillante y surrealista relato cinematográfico. Un simple acontecimiento, en apariencia intrascendente, altera el curso de las cosas hasta extremos insospechados y todos los personajes acaban envueltos, casi sin querer, en una espiral de violencia descontrolada. Una cadena de errores les conduce a un callejón sin salida que únicamente se resolverá gracias a una onírica escena navideña, como si el autor de la obra nos quisiera recordar que todos vivimos, en cierto modo, encerrados en una narración que casi siempre se escribe a nuestro pesar. Sin embargo la película también nos señala que cualquier decisión en sentido contrario hubiera podido modificar el devenir de todos los acontecimientos. En cierto modo, una alteración en el montaje de los hechos conduciría a ls protagonistas a otro relato. Una simple modificación de conducta, cualquier cambio de criterio en relación a las decisiones trastocaría el trascurrir de la historia.
Siempre es necesaria una acción, tenemos que vivir actuando porque, aunque quisiéramos detener el tiempo, no somos seres pasivos y, aunque nos cueste, como decía Albert Camus la vida es la suma de todas nuestras decisiones. Tenemos una responsabilidad personal y un compromiso social para asumir nuestra condición ética en el rechazo o el empleo de la violencia. Ambos contratos, el particular y el social, según mi punto de vista, deberían estar estrechamente ligados al deseo de una vida digna– también al de la propia muerte cuando implica una expiación definitiva-, pero también a una justa vida juntos. Judith Butler en La fuerza de la no violencia. La ética en lo político (Paidos, 2021)nos recuerda que una ética de la no violencia no se puede fundar en el individualismo porque, en una serie de relaciones que pueden ser tanto destructivas como beneficiosas, estamos siempre implicados en la vida de los otros. De hecho –dice- cuando el mundo se presenta como un campo de fuerza de violencia, la tarea de la no violencia consiste en hallar maneras de vivir y actuar en ese mundo de tal manera que esa violencia se controle, se reduzca o cambie de dirección, precisamente en los momentos en que parece saturar el mundo y parece no existir ninguna salida inminente.
Parafraseando Para una crítica de la violencia de Walter Benjamin la tarea de una crítica de la violencia se circunscribe a la descripción de la relación de ésta respecto al derecho y a la justicia, al individuo y al Estado. En lo que concierne a la violencia – dice este autor- en su sentido más conciso, sólo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto ético. Y se pregunta: “¿es acaso posible la resolución no violenta de conflictos? Sin duda lo es. Las relaciones entre personas privadas ofrecen abundantes ejemplos de ello. Dondequiera que la cultura del corazón haya hecho accesibles medios limpios de acuerdo, se registra conformidad inviolenta. Y es que a los medios legítimos e ilegítimos de todo tipo, que siempre expresan violencia puede oponerse los no violentos, los medios limpios. Sus precondiciones subjetivas son cortesía sincera, afinidad, amor a la paz, confianza y todo aquello que en este contexto se deje nombrar”.
La relación con la violencia y de ésta con nuestro sujeto político y social determina nuestra existencia y las del resto de las personas con las que vivimos, cerca o lejos, en la tierra que aleatoriamente nos ve nacer o en la que moriremos, en la que amamos o desconocemos, incluso despreciamos, pero tal vez algún día nos acoja. La misma Butler en Violencia de Estado, guerra , resistencia. Por una nueva política de izquierda (Katz/CCCB 2011), apoyándose en el concepto de “obligación moral” de Emmanuel Lévinas afirma. “Tenemos la obligación de proteger las vidas de otras personas, pero, a la vez, se pregunta ¿de qué personas? ¿Las más cercanas? ¿Las que puedo reconocer? ¿Las que tienen la misma nacionalidad o la misma religión? ¿Por qué circunscribir las vidas que estoy obligado a proteger basándome en la nacionalidad o en la religión? Creo –concluye- que tenemos que plantearnos esta pregunta, dado que nos ayuda a explicar por qué nos indignamos cuando resultan heridas o asesinadas en la que guerra las personas con las que nos identificamos más fácilmente, mientras que apenas sentimos dolor por aquellos con quienes no nos identificamos”.
Es una cuestión muy compleja. Incluso las revoluciones y movimientos de liberación y emancipación que, en procesos de guerras y destrucción emplean la violencia defensiva para garantizar su supervivencia y su derecho a existir, pueden llegar a convertirse en instrumentos de dominación y opresión. Achile Mbembe, conocido por desarrollar la noción de “necropolítica” –heredera de biopolítica o tanatopolítica empleadas, entre otrs, por Michael Foucault, Roberto Esposito, Giorgio Agamben, la propia Judith Butler o Paul B. Preciado-, en Políticas de la enemistad, reinterpreta los análisis del colonialismo y el esclavismo de Frantz Fanon mencionando que en lo esencial la historia es una sucesión de homicidios de pueblos a pueblos. Y nos dice que podría ser que nuestras democracias hayan sido solo comunidades de semejantes, es decir círculos de separación; que podría ser que la democracia universal liberal siempre haya tenido esclavos, ese conjunto de personas que, de una u otra manera, siempre son percibidas como parte del extranjero, poblaciones excedentes, indeseables, de las que uno sueña con librarse y, por esa razón, total o parcialmente son privados de derechos. Por el momento -añade- baste con repetirlo: nuestra época es de la separación, de los movimientos de odio, de la hostilidad y sobre todo, de la lucha contra el enemigo.
También bell hooks (Gloria Jean Watkins) en “Una revolución de los valores”, publicado en Enseñar a trasgredir. La educación como práctica de la libertad (traducido y prologado por Marta Malo), escribe que hoy en día vivimos en una civilización que se tambalea. Vivimos en el caos, la incertidumbre sobre la posibilidad de construir y sostener una comunidad. El mayor compromiso de los personajes públicos que más nos hablan del retorno a valores antiguos es con el mantenimiento de sistemas de dominación: el racismo, el sexismo, la explotación de clases (…) que nos hacen creer que la dominación es “natural”, que está bien que los fuertes se impongan sobre los débiles, los poderosos sobre los que no tienen poder”. Aunque la autora lo escribiera en 1993, sus palabras suenan como si nos estuviera hablando hoy, precisamente cuando las fuerzas más reacionarias vuelevn a ocupar el espacio político de una manera alarmante. Lo que más le asombra a esta autora es “que tanta gente diga no aceptar estos valores, cuando nuestro rechazo colectivo de los mismos no puede ser completo si prevalecen en nuestra vidas cotidianas».
Martin Luther King, que se negó a alistarse en el ejército y en la década de 1970 criticó con dureza la intervención de EE.UU. en la guerra de Vietnam (si no lo hubieran asesinado con seguridad lo habría hecho en las sucesivas invasiones de Somalia, Afganistán e Irak), nos enseñó a entender que “si queremos paz en la tierra”, nuestras lealtades deben trascender nuestra raza, nuestro clan o religión, nuestra clase o nación.
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