El pasado cinco de junio se celebró el «Día Mundial del Medio Ambiente«. Los movimientos ecologistas, apoyándose en datos científicos y realidades cada día más manifiestas, llevan décadas avisándonos sobre el cambio climático, la degradación del planeta y las graves consecuencias que sus efectos causarán entre sus moradores. Hace unos días Yayo Herrero en la revista CTXT recordaba que el próximo año se cumple el 50 aniversario de la publicación del informe sobre los límites del crecimiento que auspició el Club de Roma. La antropóloga y reconocida ecofeminista decía que ya entonces conocíamos con certeza la inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos y se alertaba de que, en un mundo físicamente limitado, el aumento de la extracción de materiales, de la contaminación de aguas, tierra y aire, de la degradación de los ecosistemas, así como del incremento demográfico, no era posible.

Tras años de escepticismo, parece que también la política institucional ha comenzado a preocuparse. En tonos muy diferentes, afortunadamente, se escuchan cada vez más discursos sobre la sostenibilidad y el medio ambiente. Sin embargo, cierto negacionismo, incentivado durante décadas por sectores interesados, el carpe diem del individualismo más ciego que grita libertad y niega la fraternidad y el tecnoptimismo que cree con fe ciega en la ciencia salvadora, siguen siendo subjetivamente imperantes en la sociedad. Entre unos y otros, no parece que nos lo estemos tomando demasiado en serio.
No hubo más que leer los suplementos especiales que los medios de comunicación más poderosos dedicaron al tema durante aquel fin de semana- con su correspondiente publicidad empresarial- para darse cuenta de que la palabra verde y el prefijo eco han sido engullidos por la retórica publicitaria, en muchos casos, descaradamente hipócrita. Está claro que, en lugar de plantear políticas desde la raíz de los problemas, hablar sobre políticas de medio ambiente sale barato, de modo que las palabras van por un lado y los hechos por el opuesto.
En muchas de las instituciones que nos gobiernan y las grandes empresas que presionan sobre ellas, las contradicciones entre el decir y el hacer son flagrantes y, aunque nadie está libre de responsabilidad, se ponen más de manifiesto en las políticas oficiales sobre la denominada transición ecológica (en lo que me concierne, tengo que reconocer que el proyecto de Capital Europea de la Cultura 2016 también planteó un programa que pusiera en el centro esas cuestiones, pero a pesar de que evitamos reproducir las lógicas monumentales y turísticas de otras capitales, en cierto modo, fracasamos porque pocas huellas quedaron en la ciudad de todas aquellas propuestas).
El concepto de “sostenibilidad” se ha visto sometido a una imparable degradación semántica y política. Entidades financieras que abren nuevas líneas de crédito verdes, mientras siguen especulando con la economía; compañías eléctricas que nos venden energías renovables, mientras suben las tarifas de la luz y menosprecian a los usuarios; empresas del sector energético que dicen apostar por bajas emisiones, mientras continúan con sus políticas extractivistas de explotación de recursos naturales; grandes constructoras que te prometen urbanizaciones sostenibles, mientras siguen con la especulación inmobiliaria; industrias del trasporte que promueven todo tipo de vehículos eléctricos o de hidrógeno, mientras incentivan la movilidad privada; operadores de telecomunicación que nos venden la inmaterialidad como si fuera inocua y etérea, mientras son en realidad las empresas –y nosotros con todos nuestros accesorios- que más energía consumen; la industria del turismo que también se autoproclama sostenible, mientras está exigiendo que se incentiven todas las medidas necesarias para regresar a los mismos parámetros de crecimiento exponencial anterior a la pandemia, absolutamente insostenible. La lista es más larga y en muchas páginas corporativas el verde ya es el color dominante pero, si leemos entre líneas, casi todas sus promesas parecen fraudulentas, engañosas o, simplemente, pura propaganda en una sociedad donde el marketing coloreado con tonalidades ambientalistas nos contamina por entero.
Lo más triste es que las instituciones públicas, que deberían ser ejemplares y servir de modelo social, también están seducidas por esos cantos de sirena y, en consecuencia, sus políticas siguen reproduciendo muchos de los mismos males y vicios que nos han traído hasta aquí. Sin ir más lejos, estos días hemos leído que la Fundación Guggeheim Bilbao pretende sacar de los cajones el proyecto de ampliación del museo con la construcción de otro en la reserva de la bioesfera de Urdabai, a escasos 40 kms del actual. El plan se ha presentado, de nuevo, muy bien aderezado de retórica medioambientalista (incluidos trenes eléctricos que llevarán a miles de turistas). Tras la crisis financiera-inmobiliaria global del 2008 -imagino que aterrorizados por la que entonces se avecinaba- las instituciones aparcaron provisionalmente el proyecto. Pero al parecer ya se les ha pasado el susto y, ahora, en plena crisis pandémica, sin el menor rubor y además aprovechando los fondos europeos, han decido rescatar el proyecto para hacernos creer que contribuirá a la renovación urbanística, la revitalización social del entorno y la regeneración económica de la región (cuando es evidente que las artistas y los creadores no necesitan más infraestructuras sino que las instituciones cuiden mejor las que ya existen y se distribuyan dignamente los recursos entre las personas que les proveen de contenidos; en ese dirección deberían emplearse los fondos europeos y no en seguir construyendo más museos innecesarios). Aunque una parte del sector profesional del arte y las instituciones que han financiado y apoyado la operación me tilden de derrotista y aguafiestas -ya estoy bastante acostumbrado- me atrevería a decir que en la misma retórica medioambientalista se inscribe también la intervención-re/deconstrucción que la artista Cristina Iglesias ha llevado a cabo en el faro de la Isla de Santa Clara en Donostia/San Sebastián, sobre la que se podrían escribir ríos de tinta.

Parafraseando la Crítica de la moral afirmativa.Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de la vida (Gedisa, 2014) del filósofo argentino, residente en Brasil Julio Cabrera, en estos momentos de la historia, tal vez más que nunca, el núcleo formal de la inmoralidad humana consistiría en que continuáramos con un permanente movimiento expansivo incapaz de autolimitarnos.
Es muy desolador comprobar, una y otra vez, que la transición ecológica, absolutamente urgente, se pretenda hacer con los mismos principios económicos que nos han traído hasta aquí. También es verdad que, seguramente, tampoco sería posible llevarla cabo sin la participación de todos los actores económicos implicados, pero es imposible un cambio de modelo energético sin inquietar a los intereses de las eléctricas; avanzar en la movilidad sostenible sin molestar a las automovilísticas; hacer planes para la rehabilitación de viviendas sin afectar a las constructoras o proponer la regulación de alquileres sin hacerlo con al capital financiero; jamás tendremos una alimentación saludable sin disminuir la ingesta de carnes, azucares, la producción de las industrias del sector alimentario (en este debate que los últimos días ha surgido en torno a la ingesta de carne, me ha venido a la memoria aquella lúcida reflexión que Simone Weil hizo en plena Segunda Guerra Mundial: “Pero, tal como se presenta la situación general y permanente de la humanidad en este mundo, quizá sea un fraude comer hasta hartarse (lo he hecho muchas veces”, decía ella y me temo que yo mismo también, así que el asunto también pasa por poner algo de nuestra parte porque, como nos recuerda Jorge Riechman en su reciente Informe a la Subcomisión de Cuaternario (Ardora 2021) la condición para evitar el desastre también sería que lográsemos activar una racionalidad social de autolimitación y autocontención que, en cualquier caso, dependería de la existencia de seres humanos adultos y ampliamente conscientes; si disminuyéramos el consumo dos terceras partes, en términos materiales, nada nos impediría seguir viviendo bien, pero estamos haciendo todo lo contrario).
No hace falta enumerar la amplia lista de efectos que está causando el cambio climático pero solo por señalar algunos, el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de la ONU sugirió en su informe de 2014 que nos quedan unos escasos doce años para reducir considerablemente las emisiones con el fin de evitar un calentamiento global de 1,5ºC de temperatura media en el mundo. Acaba de filtrarse el último, pendiente de aprobación, con más de dos mil páginas en las que han llegado a conclusiones todavía mucho más sombrías y alarmantes que el último. Otros estudios muestran que los cambios de los patrones de lluvias amenazarán severamente la producción agrícola en los próximos años e indican que a partir del 2070, quinientos millones de personas vivirán olas de calor húmedo que producirán víctimas incontables, mucha mayor pobreza y, en consecuencia, grandes migraciones climáticas.
Más allá de las buenas palabras, trenecitos turísticos eléctricos que nos paseen por nuevos museos sostenibles o eco-barcos que nos transporten a la magia poética de paradisíacas islas con esculturas poéticamente verdes, el dilema de la crisis climática exige una auténtica confrontación con los sectores del capital más poderosos que apenas están representados por unas 100 grandes empresas responsables del 71% de las emisiones y que no se quedarán de brazos cruzados ni permitirán cambios que reconviertan sus modelos de negocio sin que hayan presiones sociales.
No parece plausible que la misma maquinaria que hace la guerra, sea la que garantice la paz y la fraternidad. Tampoco es muy creíble que el sistema económico que ha explotado la tierra hasta su extenuación, y de paso a demasiados seres humanos y especies animales, sea quien la pueda salvar
Frederic Jamenson, el reconocido crítico de cultura contemporánea, decía que nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo. Por tanto, resolver la crisis ecológica en la que ya estamos plenamente inmersos y que, según múltiples informes científicos se agudizará mucho más si no actuamos con rapidez, requiere movimientos sociales, capaces de movilizar sensibilidades ecológicamente consecuentes, e instituciones más valientes para hacer frente a ese entramado de poderes económicos y desmontar las falacias retóricas del capitalismo verde con programas estructurales mucho más radicales, que vayan a la raíz de los problemas. Es evidente que para hacer una transición ecológica justa es necesario iniciar un camino hacia otro tiempo postcapitalista, que ponga en el centro de sus prioridades todas las vidas de este planeta.