La primera Conferencia Mundial contra el Cambio Climático se organizó en Río de Janeiro en 1992, hace casi treinta años. La última acaba de finalizar hace unas semanas en Glasgow. Veinte años antes el Club de Roma ya había emitido en 1972 el primer Informe Sobre los Límites de Crecimiento, donde se indicaban algunas de las medidas urgentes que debíamos tomar para atajar cuanto antes los efectos perjudiciales causados por el desarrollo económico descontrolado: la degradación ambiental del planeta, los problemas demográficos o el aumento exponencial de las brechas sociales y las desigualdades, causadas por una concentración extraordinaria de capitales en muy pocas manos.
En estos cincuenta años hemos sido testigos de la urbanización del mundo. Más de la mitad de la población mundial vivimos en grandes ciudades, con todo lo que conlleva su ilimitado crecimiento y el abandono de la vida rural. Han crecido de forma inusitada las vías de comunicación terrestre, marítima y área, con consecuencias hasta ahora poco previsibles. Si ir más lejos, la reciente crisis del trasporte y de suministros que ha agravado aún más la desarticulación de un sistema de logística global que ya estaba en un proceso crítico con anterioridad, pero nadie se atreve a reestructurar.
Viajamos más que nunca y el flujo de turismo global se multiplica de forma imparable; de hecho es responsable de aproximadamente un ocho por ciento de las emisiones globales de los gases de efecto invernadero que se producen en el mundo. La oferta de vehículos privados a motor de todo tipo se ha diversificado hasta extremos insospechados, mientras las políticas de apoyo al trasporte público siguen sin tener estrategias de crecimiento demasiado clara (los intereses contrapuestos impiden avanzar de forma más coherente).
El sector primario, relacionado con la agricultura y la pesca, no ha parado de industrializarse y deslocalizarse, destrozando los modelos de vida conectados con la economía de cercanía. Los modelos de nutrición, sobre todo en los países más desarrollados, se han modificado substancialmente: hemos aumentado la ingesta de azúcares y grasas, y la oferta de consumo en alimentación, ropa, calzado o productos domésticos y caprichos personales de todo tipo se ha incrementado hasta niveles que rayan lo esperpéntico (no hay más que darse una vuelta por un gran centro comercial para comprobar como cada día aparece una nueva variante de cualquier tipo de producto fabricado además en los lugares más remotos y en las peores condiciones de explotación laboral). También esta última pandemia, a la vista de las incertidumbres que produce y su imprevisible desarrollo, nos obligará a vivir en constante inseguridad y, seguramente, con insospechadas consecuencias en nuestros modelos de vida, relaciones sociales, movilidad y trabajo.
Ahora que se acercan las fiestas de la Navidad la pulsión celebratoria se desparrama: no hay más que fijarse en los contenedores de basura para comprobar los restos de obsequios que todos los años por estas fechas intercambiamos de forma exagerada, incluso absurda, entre niños, adultos y empresas; o darse un paseo estos días por las calles de nuestra ciudades para comprobar el despilfarro en luces, sonidos y fiestas de todo tipo que llevan a cabo las instituciones publicas, sin la menor capacidad de contención y, mucho menos, atisbo de ejemplaridad.


En este panorama, el sistema cultural tampoco está exento de responsabilidad. Al fin y al cabo, en gran parte, también es un espejo del mismo modelo productivo y de consumo. Estas últimas semanas he asistido a varios encuentros sobre la sostenibilidad en la cultura y, en consecuencia, sobre la aplicación de las indicaciones de la Agenda 2030 y sus diecisiete objetivos, los cuales proponen acabar con la pobreza de aquí a la próxima década, promover una prosperidad económica compartida, el desarrollo social y la protección ambiental para todos los países, objetivos todos ellos muy razonables si realmente se aplicaran políticas más consecuentes con los discursos.
Leyendo algunos documentos de esos encuentros y escuchando la mayoría de las intervenciones (con notables excepciones, también) la palabra “sostenible” se repite hasta el hartazgo, una y otra vez de forma insistente, como si al emplearla pudiera adquirir sentido y, sin embargo, paradójicamente, se produce un efecto de desgaste. Además, casi siempre, el término “cultura” se enuncia desde posiciones idealistas, como una especie de abstracción inconcreta donde todo cabe, sin matices sobre cómo se inscribe en la cadena de producción y, por supuesto, sin tener en cuanta las condiciones materiales de los contextos específicos, vida, trabajo– relaciones de propiedad y salario, beneficios y distribución de rentas- o sin valorar la responsabilidad y la implicación con el contexto social donde se inscriben.
La mayoría de las veces, parece como si fuera lo mismo apoyar la red de macro conciertos masivos – también podríamos decir bienales de arte- con su alto coste en huella ecológica o en desplazamientos, que una red de cercanos, pequeños o medianos espacios y escenarios para cincuenta, cien o mil personas; como si la gran industria generadora de la mayoría de los productos audiovisuales que consumimos y pagamos en las diferentes plataformas privadas, fuera igual que la red de bibliotecas o centros cívicos públicos de los barrios y pueblos; o no tuviera la más mínima importancia la diferencia abismal que existe entre las retribuciones desorbitadas del star system cultural y los salarios precarizados de muchos trabajadores; como si diera lo mismo hacer el proceso de transición digital del sistema escolar y universitario dependiendo de las grandes tecnológicas privadas o hacerlo mediante programas de software libre de dominio público; algo parecido se podría decir del tránsito a las energías renovables que ahora mismo está en manos de las grandes empresas del sector eléctrico; como si las políticas culturales de cualquier ciudad que destina casi todos sus recursos públicos de cultura a financiar equipamientos y actividades para fines turísticos- digamos por ejemplo Málaga y sus museos franquicia- fuera semejante al esfuerzo de las pequeñas y medianas empresas, cooperativas, movimientos ciudadanos que sustentan iniciativas fundamentalmente destinadas a los habitantes de la ciudad, mantienen espacios independientes o centros autogestionados, como La Invisible, amenazada otra vez de cierre por ese mismo ayuntamiento; como si financiar festivales de la luz en los centros urbanos o competir para ver quién tiene la iluminación navideña más grande (las cifra que se están gastando algunos ayuntamientos son desorbitadas para los tiempos que vivimos) tuviera el mismo sentido que las actividades culturales y escolares de zonas menos favorecidas, como, por poner un ejemplo, la Cañada de Madrid, donde llevan más de un año sin suministro eléctrico; como si no hubiera ninguna diferencia entre la retórica de la cultura verde de los grandes patrocinadores financieros o empresariales y las actividades promovidas desde la conciencia ecológica de iniciativas que se sustentan con el trabajo militante de las asociaciones de barrio o del activismo más comprometido.


La relación de agravios comparativos vuelve a ser tan larga como la de otros sectores de la economía que he mencionado antes y, sin embargo, en los discursos sobre la sostenibilidad se pasa por alto que la cultura es también un campo dialéctico sobre diferentes modelos de vida y de economía. En cierto sentido, parafraseando a Bruno Latour en Cara a cara con el planeta (Siglo XXI , 2019) podríamos preguntarnos: ¿quién puede pretender hablar de la cultura en general –él se refiere a lo humano- , sin suscitar inmediatamente mil protestas y más si la noción implica formas determinadas de lo que es verdadero o bello?¿quién se atrevería a avergonzar a un obrero por su huella de carbono cuando es obligado a recorrer largos trayectos en su automóvil porque no ha podido encontrar una vivienda a precio asequible cerca de la fábrica donde trabaja o no dispone de una eficiente red de trasportes públicos? Latour, añade, que es más bien el humano – a lo que se podría sumar su cultura idealista- como concepto universal, el que debe descomponerse en territorios en lucha.
No cabe duda que el sistema cultural también tiene que iniciar una transición hacia otros modelos productivos y de consumo como lo hará el resto de los sectores económicos. Es evidente que no va a ser una tarea fácil y las medidas que se vayan tomando se deberán confrontar también con las contradicciones que se generen. En demasiadas ocasiones se emplea el concepto sostenible para evitar el de ecología, término más político y materialista – con lo que implica- enunciado ya hace décadas por los movimiento sociales ecologistas desde una conciencia de decrecimiento, corresponsabilidad ecosistémica o limitación autoconsciente para poner en cuestión el capitalismo, la bicha que casi nadie quiere mentar.


Quizás lo más triste es que, en el fondo, en muchos de esos encuentros y foros de especialistas, como ocurre en las cumbres sobre el cambio climático, se advierte que todo tiende a seguir igual; eso sí, con algo más de estética verde –no hay más que ver como se ha convertido en el color dominante de bancos y corporaciones empresariales del sector energético- algún apaño en la ética del consumo, poca política decisiva y menos medidas económicas estructurales que puedan abordar de raíz los problemas del modelo de crecimiento que nos ha traído hasta aquí y nos permita dejar atrás las formas del capitalismo más depredador e iniciar otra época para que las próximas generaciones no acaben pagando los excesos de las anteriores. Tampoco a las instituciones se les ve muy dispuestas a alterar demasiado las condiciones estructurales de la economía. Con una especie de venda, seguimos hacia adelante con nuestro modos de vida como si una providencia divina o una “proviciencia tecnológica” nos fueran a solucionar los problemas.