CRISIS O MUTACIÓN

No hay duda de que las ciencias han desempeñado un importante papel en la historia de la evolución del mundo. Aun así, no deberíamos olvidar que en realidad son indisociables del resto de saberes y, por ello, para desentrañar el sentido de lo que está ocurriendo con el cambio climático nos convendría prestar más atención a las humanidades.

Todos los días nos despertamos con datos científicos preocupantes sobre el ascenso del nivel del mar, la acidificación de los océanos, la destrucción acelerada de los bancos de hielo, la esterilización de los suelos, la desaparición de miles de especies, el aumento de CO2 en la atmósfera ―tenemos la tasa más alta desde hace más de dos millones de años―, el aumento de las temperaturas, la proliferación anómala de catástrofes naturales, la repentina irrupción de pandemias globales, impensables hace tan solo unos años, guerras interfronterizas por el control de los territorios y sus fuentes de energía, pero también sus relatos históricos (sin ir más lejos, lamentablemente, la actual emprendida por Rusia contra Ucrania, argumentando la defensa de sus intereses nacionales ante el afán expansivo de la OTAN, con lo que implica para el resto del mundo). Se podría decir que vivimos atravesados constantemente por la incertidumbre y con la sensación de que, como ocurrió el 11S o con la gran crisis financiera-inmobiliaria del 2007-14 o la pandemia actual, la historia nos recuerda, una vez y otra, nuestra fragilidad.      

Muchos profesionales, relacionados con estas cuestiones, opinan que nos encontramos en un largo periodo de crisis ambiental y de inseguridad planetaria. Tras siete años de trabajo, el IPCC (Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático) acaba de publicar la segunda parte del Sexto Informe de Evaluación donde se detallan los impactos y la vulnerabilidad del planeta, y nos alerta de la urgencia en la necesidad de una reducción de emisiones mayor y más rápida, y de la brutal pérdida de biodiversidad global que estamos viviendo.

Sin embargo, el filósofo y antropólogo Bruno Latour, en Cara a cara con el planeta (Siglo XXI, 2018) se pregunta: “¿Entonces, si las evidencias son tan indudables y las consecuencias tan evidentes, por qué recibimos esas noticias con una especie de incrédula calma asombrosa?”. Al contrario de lo que cabría prever ―se lamenta― es incomprensible que la humanidad, en una especie de paradójico estoicismo, se mantenga impertérrita ante los hechos. Es sorprendente que cuando se trata de cuidar de nosotros mismos o del bienestar de nuestros seres queridos tendamos a aplicar el principio de precaución y, por el contrario, en lo que concierne a esta gran crisis mundial muy pocos nos lanzamos con determinación a la acción para intentar frenar el desastre climático y medio ambiental que les espera a las próximas generaciones.

Para este reputado pensador, no es ninguna casualidad que esa actitud impasible aumente en paralelo al fomento del negacionismo que determinados grupos de presión, sobre todo vinculados a políticas de la derecha neoliberal y la extrema derecha más reaccionaria, tratan de imponer contra la veracidad de los datos científicos y los análisis de muchísimos intelectuales. Estos grupos se posicionan sobre todo contra los defensores del ecologismo que, según ellos, pretenden obligarnos a llevar a cabo una revolución cultural e imponer un sistema social-comunista, ya que proponen medidas de contención y autolimitación en el sistema de producción y consumo. Tanto es así, que para estos escépticos los climatólogos son un grupo de fanáticos científicos que intentan dominar el planeta, y la ideología ecologista un ataque a la libertad, al indiscutible derecho de la humanidad a modernizarse y a seguir progresando a cualquier precio.

Sabemos que esos adeptos a la teoría del complot se han movilizado desde hace décadas para sembrar dudas sobre los mínimos acuerdos internacionales que hasta ahora se han tomado, y tanto cuesta aplicar, a la vez que han invertido muchos recursos en poner en cuestión el consenso científico y ridiculizar los estudios académicos que ratifican el origen humano de los cambios climáticos (aunque tal vez haya que hacer una puntualización concreta a la generalización  de esa afirmación universalista ya que, por ejemplo, voces indignadas en el corazón de la selva amazónica se elevarían, con razón, para decir que no se consideran de ninguna manera responsables de las acciones contra el calentamiento global; ni tampoco los pobres de las villas de emergencia de Bombay, cuyo único sueño es tener una huella de carbono más importante que la que deja el hollín en sus fogones improvisados, dice irónicamente Latour; ni el obrero obligado a recorrer largos trayectos en auto porque no ha podido encontrar una vivienda a precio asequible cerca de la fábrica donde trabaja; ¿quién de nosotros se atrevería a avergonzarles por su huella de carbono?).   

Latour, autor también del más reciente ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta (Taurus, 2021) escrito en plena pandemia, afirma que si hubiéramos asumido que no estamos ante una crisis más, que se superará sin apenas modificar nuestros hábitos, sino que nos encontramos ante una profunda mutación (en este libro se inspira en La metamorfosis de Franz Kafka y las transformaciones de su protagonista Gregor Samsa), hace al menos treinta años hubiéramos comenzado a modificar de arriba abajo las bases culturales de nuestra existencia (la primera Conferencia Mundial contra el Cambio Climático se organizó en Río de Janeiro en 1992): haríamos lo imposible para vivir en paz; reduciríamos las políticas armamentistas, de prevención nuclear o amenaza biológica; hubiéramos iniciado una transición radical hacia energías renovables (ahora no dependeríamos tanto del gas y del petróleo); transformado nuestras ciudades, los medios de transporte y reducido el exceso de movilidad; cambiado nuestro sistema de alimentación tan dependiente de los trasportes internacionales e industrias globales; modificado las técnicas de cultivo y de la ganadería, en beneficio de una producción cada vez más local. En definitiva, hubiéramos intentado cambiar nuestros modos de producción y consumo, mediante una reconversión integral de los modelos de vida y, sobre todo, del sistema económico en el que se sustentan.

Parafraseando a Yayo Herrero en su reciente Ausencias y extravíos (Escritos Contextarios y Ecologistas en Acción, 2022) en lugar de avanzar hacia lo infinito y, por ejemplo, pretender descubrir nuevos mundos en otros planetas, deberíamos aprender a retroceder y pensar más en los valores fraternales que nos permitan cuidar mejor el planeta finito que nos acoge, para poder recomponer los equilibrios con el resto de los seres humanos y no humanos.

Pero, ante la inmovilidad que nos paraliza ―dice Latour―, lo que habría podido ser una crisis pasajera se ha convertido en una profunda alteración de nuestra relación con el mundo y el planeta. Nuestro mirar hacia otro lado ha conseguido el triunfo de formas sutiles de resignación social, como si las consecuencias no fueran con nosotros. “Las alarmas han sonado y hemos desconectado una por una. Hemos abierto los ojos, hemos visto, hemos sabido: ¡volvimos a cerrar los ojos bien apretados!”. 

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