Viví casi nueve años en Sevilla y, por diversas razones, Andalucía forma parte de mi. Allí tengo muchos amigas, amigos y familiares. Sigo yendo muy a menudo. Cada vez que hay elecciones me preocupo tanto como si fuera un andaluz más. Aunque a estas alturas de la campaña electoral ya está casi todo dicho y todo el mundo sabe a que atenerse, no me voy a privar de pensar en voz alta sobre la reaparición de la extrema derecha en Europa y, más en concreto, en España. Es casi seguro que, lamentablemente, los próximos días también en Andalucía nos demos cuenta de su ascenso electoral.
Se que no está de moda la narrativa política explicativa- me dicen que hace falta más proposiciones y menos interpretaciones- pero me he atrevido a escribir estas notas tras mantener una conversación con un joven andaluz allegado, algo desmemoriado, que hace unos días no tuvo ningún reparo en confirmarme que el domingo, sin duda, iba a votar a VOX. Me lo dijo harto de la situación precaria en la que vive y además con sus padres; de trabajar hasta reventar por un “sueldo de mierda” que, si no es compartiéndola, no le permite alquilarse una casa, y mucho menos comprarla; cansado de la retórica vacua del parlamentarismo y de ver cómo los políticos se aferran a sus cargos públicos sin la más mínima autocrítica; cabreado con los independentistas catalanes y vascos, que siempre han sido unos aprovechados, como los emigrantes -los metió en el mismo paquete- o de los pijos intelectuales de izquierdas –deduzco que ahí me incluía – de las feministas que cuestionan su hombría –aunque esto no lo dijo, no había más que ver su expresión para darse cuenta que lo pensaba- o mosqueado del poder rosa de los lobbies gays. En fin, se expresó rabioso porque ve muy oscuro su futuro, y en respuesta a la inoperancia política, por lo menos, se va a desahogar dándole el voto a VOX que, afirmó tranquilamente, le echa “huevos” y además defiende sin tapujos a los españoles.
Intenté convencerle de que, según mi parecer, esa no era la vía para canalizar su malestar, pero se reafirmaba. Traté de argumentar mis razonamientos. Le dije que me preocupa sobremanera su capacidad de olvido o la inexcusable falta de responsabilidad histórica de las personas que en Europa votan, sin ningún reparo, a fuerzas políticas que, de forma explícita –a veces lo proclaman orgullosos- o implícita, son herederas del nazismo, el fascismo y el franquismo. Le recordé que aquellas ideologías dieron origen a formas de gobierno dictatoriales incluso genocidas – antes de que él me lo echase en cara, le añadí que igualmente se podrían sumar los regímenes comunistas totalitarios y otras formas actuales de países autoritarios- que produjeron auténticos estragos en Europa: desde la criminalización, persecución y eliminación física de judíos, gitanos o todo tipo de disidencia política, hasta la imposición de modelos de vida absolutamente disciplinares (tuve la triste sensación de que esta cuestión de la “mano dura” –decía- no le preocupaba demasiado mientras la economía fuera bien). Traté de refrescarle la memoria y le señalé que aquellos gobiernos también perseguían cualquier alteración del “orden moral” que pudiera perturbar su hegemonía ideológica y su control social. De hecho –le recordé- que en el programa electoral de VOX se proponen medidas para terminar con cualquier ley que permita recuperar la memoria histórica y además pretenden eliminar de los libros de texto escolares las referencia negativas o peyorativas sobre el franquismo.

Me inquieta – continué- que por la rabia política, (un malestar muy justificado), no fuera consciente de que, al contrario de lo que creía, el voto a VOX, en el fondo, permitirá aplicar políticas clasistas, porque – le subrayé- no tienen reparo en proclamarse proteccionistas, e incluso obreristas, a la vez que apoyan la liberación y privatización del sector público o proponen el desmantelamiento de la prestaciones sociales y, por supuesto, aunque se proclaman nacionalistas, no dudan en asumir todo el pragmatismo neoliberal de organismos económicos, entidades bancarias y conglomerados empresariales internacionales (aproveché para recordarle que, en esa sumisión a las políticas económicas globales más depredadoras, debía incluir el negacionismo sobre el cambio climático que la extrema derecha enarbola sin ningún rubor. Se lo subrayé porque sabía que era una cuestión sensible para él).
Además, -continué- proclaman una y otra vez que quieren reducir los impuestos y, en consecuencia, a la chita callando, en paralelo apoyan una paulatina privatización de los servicios sociales. Le recordé que la jubilación de sus abuelos, el hospital donde nació y hace unos meses atendieron a su madre de COVID, la escuela y la universidad en la que estudió, el centro cultural y la biblioteca a la que acudía de joven, el conservatorio donde aprendió a tocar el piano o el polideportivo donde sigue practicando la natación con sus amigos se financian con los impuestos que pagamos todos. Es decir –insistí- gracias a ese civismo social y responsabilidad fiscal (contribuir en función de nuestros ingresos) los impuestos se emplean para que los servicios públicos sirvan para distribuir prestaciones sociales entre todo el mundo, sin distinción. Volví a insistirle que, aunque dijesen lo contario o utilizasen subterfugios retóricos de todo tipo -como se le escucha a diario a Isabel Ayuso, una de sus lideres más destacadas-, la derecha más liberal, y a su lado VOX, por la ideología antisocial que comparten, quiere terminar con ese modelo redistributivo y, con el argumento hipócrita de que nos rebajarán las obligaciones fiscales, pretenden que, contratando empresas privadas, al final, terminemos pagando de nuestros bolsillo la escuela, la sanidad o las jubilaciones y, muy pronto, también la seguridad ciudadana. Aprovechó para arremeter contra los abusos de los funcionarios, de la inoperancia administrativa y de la burocratización de los servicios. En fin, se volvió a desahogar y no tuve más remedio que reconocerle cierta razón. Le admití que, efectivamente, era un grave problema y que la administración pública debería intentar resolverlo, pero que era mucho mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer, sobre todo si ese objetivo suponía la privatización o paulatina desaparición de todos los servicios que presta el estado. Mis dos almas, socialdemócrata y anarquista, se encontraban cara a cara en sus propias paradojas.

Entre réplicas y contrarréplicas continuamos con la conversación. Le confesé que me angustia y me da mucho miedo que los votantes de VOX no hayan pensado detenidamente (y si lo hacen entonces ya deberíamos ir preparándonos para lo que pueda llegar) que, culpabilizando de todos sus malestares a los migrantes o refugiadas, su descontento se sienta liberado. Le insistí en que, teniendo en cuanta cuántas personas mueren en el Mediterráneo, son encerradas en auténticos campos de concentración o tienen que sortear muchos impedimentos administrativos para poder vivir, su desahogo era una pataleta muy triste que se agota en sus propias contradicciones, ya que los datos dicen todo lo contario. Tan solo hay que mirar alrededor para comprobar –le añadí- que muchos de los trabajos menos gratificantes, peor remunerados los realizan migrantes y además en condiciones laborales lamentables, razones por las cuales muchos españoles rechazan esos trabajos. En definitiva –le repetí- culpabilizarles de nuestros males, sin duda, es muy fácil porque se ataca al más débil y desprotegido, pero es también una actitud racista intolerable y, además, muy contraproducente para el desarrollo económico, demográfico y sociocultural. Le recordé que esta política, aplicada hasta sus extremos, supondría la exclusión, criminalización y, en consecuencia, la ilegalización y la expulsión de cientos de miles de personas que viven y trabajan con y entre nosotros y que, además, son absolutamente necesarias para que la sociedad no envejezca, prospere y se regenere culturalmente.
Me preocupa -le dije- que los votantes de VOX no sean conscientes de que ese supremacismo –la raza blanca es superior a las demás-, enarbolado con orgullo por la extrema derecha en todo el mundo, suponga la persecución, más o menos violenta (aumentan los casos de agresiones en el espacio público y le recuerdo varios recientes) de todas las personas pobres y más desvalidas que no tienen una piel “blanca”, con todo lo que esto implica (aproveché para comentarle que ese racismo clasista se camufla, de forma hipócrita, en la corrección política cuando no lo aplican con los poderosos árabes o adinerados latinoamericanos por poner dos ejemplos). De esa manera–le insistí-, con la idea de que los emigrantes son enemigos internos, se fomenta la confrontación y, en un delirio patriótico, se proclama la primacía de los españoles, al son del “nosotros primero”. Le recordé que esa supuesta superioridad, que se ensalza desde una supuesta identidad blanca y cristiana –en España, ultra católica- es absolutamente parcial e inventada por mitos y leyendas que, si prestara algo de atención a los expertos más cualificados, con un mínimo de interés por la historia serían fácil de rebatir. Me dijo que no tenía tiempo para historias.
Lo más triste – se lo expuse con pena- es que con esas dinámicas, en las que cualquier mito cuenta más que los datos de la historia, podríamos volver a épocas donde la monarquía absoluta y la iglesia católica perseguían cualquier disidencia religiosa o moral. En este punto, le recordé que para VOX, siguiendo las pautas del catolicismo más rancio y reaccionario, el homosexual, la lesbiana o el transexual – le mencioné a varios de nuestrs amigs que él conoce muy bien – serían otras figuras de la antirraza, porque representarían la encarnación de una moral débil y, además, su mera existencia supondría la decadencia de las “buenas costumbres”. Para la extrema derecha, la homosexualidad sería totalmente contraria a la virilidad masculina, que ellos enarbolan como valor supremo del hombre o, en contraposición, a la feminidad resignada. Me cabrea hasta la irritación -así se lo hice saber, porque en esta cuestión soy especialmente vehemente- que lxs votantes de VOX no sean conscientes de que la extrema derecha, en el fondo de su manera de concebir el mundo, defiende la vuelta al orden patriarcal (sí, le subrayé, el predominio o mayor autoridad del varón en todos los estratos económicos y sociales).
También le comenté que, aunque intenten disimularlo, la complacencia femenina y antifeminista de las mujeres y hombres de VOX defiende una visión machista y jerárquica del mundo, en el que las mujeres tendrían que aceptar su lugar “natural” en la sociedad, secundario al hombre; y, sobre todo, ocuparse, casi exclusivamente, de la reproducción y cuidado de la familia. De paso, le recordé las numerosas iniciativas legislativas que intentan imponer para suprimir el matrimonio entre personas del mismo sexo, abolir el derecho al aborto, suprimir la educación sexual en las escuelas o sustituir las leyes contra la violencia machista, con el subterfugio de defender leyes contra lo que, eufemísticamente, denominan “violencia intrafamiliar”, lo que, en el fondo, supone negar la específica machista, estructural al sistema. Y, claro está, en consecuencia, argumentando que «los otros» pretenderían sustituirnos, intentan fomentar medidas encaminadas a la expansión de la raza blanca (no hay más que verles reunirse enaltecidos en la Plaza de Colón y de los Descubrimientos de Madrid, cada vez que tienen que demostrar su españolidad y reivindicar la histórica grandeza imperial española).
Evidentemente, esa condición subsidiaria de la mujer dejaría el espacio público, es decir el poder, sobre todo para el hombre. Siempre nos dirán, claro está, que hay muchas mujeres entre sus militantes y votantes. Incluso alguna lideresa destacada, como Macarena Olona, candidata a la presidencia en las elecciones andaluzas, a la que él va a votar. Sin embargo, le recuerdo que aunque estas afirmen lo contrario, muy a su pesar, su papel estará siempre supeditado a la superestructura ideológica patriarcal y machista de estas formaciones políticas. También puede haber algún homosexual, incluso personas de color, pero su función será siempre estrictamente residual y tristemente instrumental. Le comenté que, por ese camino de regresión ultraconservadora, podríamos regresar a la oscura época del franquismo, cuando regían leyes contra vagos y maleantes, vagabundos y nómadas, fichajes de extranjeros, rufianes sin oficio y homosexuales. Es decir, un estado controlador y represor de cualquier, según su parecer, anomalía social o cultural.
Me alarma – continué- que al votar a Vox no se diese cuenta del españolismo nacionalista, absolutamente mítico, étnicamente homogéneo y profundamente anti europeísta, que además supone la criminalización de cualquier forma de expresión cultural o lingüística diferenciada de muchos ciudadanos del estado español. Y le pregunté, de forma retórica, ¿cuándo VOX dice que, si gobernase, ilegalizaría las organizaciones nacionalistas vascas o catalanas, qué expresa de verdad?, ¿qué prohibirá a muchos de sus votantes -también a los que no lo somos- hablar en euskera, qué cancelará cualquier programa de aprendizaje en esa lengua, incluido del sistema escolar,?, ¿nos encarcelará a todos o tendremos que exiliarnos?,¿estaría de acuerdo?. Le volví a preguntar: ¿qué quiere darnos a entender VOX?, ¿terminaría con el incipiente federalismo (la gran asignatura pendiente de este país) que supone el estado de las autonomías, Andalucía incluida, y regresaríamos a un estado centralista con todo el poder absoluto- nunca mejor dicho- en un solo gobierno?
En definitiva –le dije, casi concluyendo, me entristece que ls votantes de VOX no perciban que, tras la vuelta al orden que propone la extrema derecha, en realidad, persiguen modelos de gobierno autoritarios que se apoyarían, sobre todo, en la impunidad de las fuerzas de orden público y el abuso judicial. Por supuesto, con el consiguiente menoscabo de nuestros derechos – de por sí bastante mermados- y la militarización de la sociedad en todos los niveles. No sólo porque se aumentaría el poder del ejército y la policía, también porque se permitiría el uso particular de armas (el mejor modelo a seguir de VOX son los EE.UU de Trump y sus amigos del rifle, incapaces de negar el horror de las matanzas constantes en sus calles, los excesos policiales y la peligrosa radicalización del racismo). La impunidad de la policía (las torturas, malos tratos y humillaciones personales de todo tipo) se justificaría siempre con el argumento de la prevención del terrorismo y del mantenimiento del orden social (nuestra libertad, o lo que quede de ella, la pagaríamos con un aumento de todo tipo de medidas de control, censura, vigilancia sin restricciones de ningún tipo y total arbitrariedad ejecutiva a la hora de perseguir la disidencia o la crítica social o política).
Aproveché para comentarle que, sin duda, la sociedad necesita leyes, normas y un sistema de orden público que garantice nuestros derechos y obligaciones, pero le recalqué que debería ser totalmente democrático y absolutamente escrupuloso con los derechos de todos las personas. Le añadí que no me importaría que fuera guardia civil o militar, pero que nunca le perdonaría que se convirtiese en un “matón del orden” o “mercenario”, porque entonces la discrepancia política y la libertad de expresión serían cercenadas y todos tendríamos que comportarnos según los valores de ese nuevo orden. Una dictadura en toda regla.
Casi al final de la conversación, le reconocí su malestar porque tengo claro que el surgimiento de la extrema derecha en todo el mundo tiene causas socioeconómicas, íntimamente ligadas a las nuevas formas de explotación laboral y precarización social, causadas por las estrategias más perversas del capitalismo global y financiero (le mencioné a Nancy Fraser en Saltar de la sartén para caer en las brasas donde afirma que los votos recibidos por la extrema derecha en todo el mundo son el reflejo político subjetivo de la crisis estructural del capitalismo). Sin embargo, me atreví a decirle que su malestar, desde mi punto de vista, no se debería paliar con el odio o, por lo menos, con un tipo de rencor que busca culpables en el lugar equivocado y confunde los objetivos de la rabia (mi joven amigo, en su retahíla de críticas, nunca citó a banqueros especuladores o empresarios defraudadores).
Admito – le dije- que la actual Europa, más que un espacio común y social trasnacional, es una estructura de estados-nación políticamente débil, al servicio de las políticas económicas que han producido el malestar que ahora encuentra consuelo en la demagogia de la extrema derecha. Y le insinué que, desde mi punto de vista, debería canalizar su ira e indignación hacia sus representantes y no hacia los más débiles, como lo hace VOX, aunque aparente camuflar su discurso con un populismo hipócrita (es evidente que gana adeptos con un discurso demagógico que está calando en algunos sectores muy concretos de las clases blancas más desfavorecidas o determinados sectores más afectadas por la crisis).
Para los que pensamos que otra Europa sigue siendo posible – le comenté- aunque las soluciones no sean fáciles, otras formas de politización democrática del malestar son todavía viables. Insistí en que para muchos colectivos sociales la dimensión transnacional y solidaria de otra Europa todavía seguía siendo muy importante porque podría ser un espacio común para nuestras reivindicaciones y derechos. Además le subrayé que estos movimientos que, inspirándose en el espíritu confederal colaborativo y solidario, también actúan en todos los niveles territoriales, desde lo más estrictamente local o nacional hasta llegar a la coordinación internacional.
Con las secuelas de la pandemia a flor de piel y las consecuencia de la guerra de Ucrania a penas iniciadas, en la situación actual, marcada por una síntesis letal de austeridad y sacrificio o incertidumbre de las capas de población más pobres, tan sólo la coordinación de las fuerzas políticas más sensibles a reconstruir el tejido social- y no a destruirlo, como pretende la extrema derecha- hará posible la expansión de políticas más igualitarias y justas, capaces de combatir el clasismo, el racismo y el machismo. El auténtico talismán contra el fascismo -dice Fraser en el citado artículo- es un proyecto que reconduzca la rabia y el dolor de los desposeídos hacia una restructuración profunda de la sociedad y una “revolución” política democrática. En España, el 15M representó, en cierto modo, ese clamor popular que reclama esa regeneración. Tal vez, ahora que se abre un ciclo electoral largo, sea el momento de pensar cómo reorganizar esa potencia sociopolítica perdida, o desgarrada por las “malas formas” de la peor manera de hacer política, y concentrarnos en forjar nuevas alianzas, menos partidistas o sectarias y mucho más colaborativas y solidarias, capaces de proponer alternativas sociales y políticas emancipadores.