He leído El Prado inadvertido (Anagrama, 2022), el último libro de Estrella de Diego, desde el reconocimiento que me merece su trayectoria profesional y por el merecido respeto a sus pioneras investigaciones en España sobre las relaciones entre historia del arte y género. También escribo esta reseña desde el afecto personal. La conocí en Arteleku en 1994, cuando nuestro común amigo Francisco Jarauta la invitó al III Seminario Internacional de tendencias. Nuevas fronteras, nuevos territorios precisamente junto a Mar Villaespesa y Catherine David, otras dos figuras destacadas del arte contemporáneo y adelantadas de la crítica institucional. Aquellas jornadas de estudio se completaron con la asistencia de Remo Guidieri, Gianni Vattimo, Jean Huber Martin, Agnes Magnin o Remo Bodei.



Cuando De Diego estuvo en Arteleku ya había publicado El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género (Machado Libros 1992). También conocíamos La mujer y la pintura en la España del siglo XIX (Cátedra, 1987), en cuyas páginas desplegó gran parte de la tesis con la que se doctoró en la Universidad Complutense de Madrid y donde, como Catedrática de Arte Contemporáneo, sigue impartiendo clases. Después, a lo largo de estos años, además de coincidir los últimos con ella en el Patronato de la Academia de España en Roma, he asistido a algunas de las exposiciones que ha comisariado, como las de Sophie Taueber-Arp en el Museo Picasso de Mága o Liliana Porter en Artium de Vitoria/Gasteiz, leído algunas de sus textos para otro catálogos, además de los artículos que periódicamente publica en El País.
Puede decirse que El Prado inadvertido continua la misma genealogía de sus anteriores investigaciones. Gran parte del libro son reflexiones sobre las transformaciones que, a partir de las relecturas de la historia del feminismo, los estudios de género, la teoría queer o la decolonial, los museos deberían atreverse a proponer en los modos de presentar y mirar las obras de arte.
Seguramente esta fue una de las razones por la que ya en 1993 Mar Villaespesa y Luisa López Moreno, entonces directora del que fuera Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, la invitaran a que escribiera Ver, mirar, olvidarse, reconstruirse texto para el catálogo de la exposición 100%, la primera exclusivamente de mujeres que se celebró en España. Además aquella histórica muestra de artistas andaluzas, como señala De Diego, hacía hincapié en las mismas cuestiones que el feminismo estaba planteando en la sociedad. Por tanto, también fue un radical gesto político, ya que planteó por primera vez una interpelación feminista a los modos de hacer y al poder hegemónico del sistema del arte.
Aquella conferencia que impartió en Arteleku llevaba por título Perder la historia como quien pierde un par de guantes. Los guantes a los que se refería eran los de la inigualable Josephine Baker, célebre bailarina y cantante, militante por los derechos civiles de afrodescendientes y resistente antinazi, pero también negra, erotizada, exotizada y objetualizada por los hombres blancos occidentales. Incluidos los representantes de las vanguardias artísticas, como la propia De Diego subrayó, cuando en la conferencia habló de la exposición Primitivismo en el arte del siglo XX: afinidad de lo tribal y lo moderno que el MOMA presentó en 1984 y en la que Las señoritas de Avignon de Pablo Picasso ocupó un lugar central y, en cierto modo, fundamentó la posterior ordenación del este museo de Nueva York. Algunas voces críticas, subraya De Diego, indicaron que aquella maniobra entre lo “tribal” y lo “moderno” no hacía sino enfatizar su intención desesperada de desactivar la “otredad”, lo disonante. En cierto modo, se naturalizaba un determinado paradigma de contemporaneidad, donde las mujeres representadas en el cuadro son –añade- como Beker, victimizadas por un doble pecado: ser cuerpos sexuados y algo primitivos. Ya estaban ahí señaladas dos de las principales preocupaciones de De Diego sobre la mirada patriarcal y colonial, que en este libro también están muy presentes.
Evidentemente, como el título del libro indica, De Diego hace especial hincapié en el Museo del Prado y para ello nos presenta numerosos ejemplos que analiza con conocimiento y erudición. En el catálogo de Invitadas, la primera exposición que en el año 2020 el Museo de Prado dedicó a las artistas mujeres de sus fondos patrimoniales y también a las formas en las que han sido representadas, –cuestión fundamental para entender muchas de las razones por las que han sido excluidas sistemáticamente de la historia- De Diego escribió En torno al concepto de calidad y otras falsedades del discurso impuesto. En el texto, desde aquella primera muestra internacional Women Artists, 1550-1950 inaugurada en 1976 en el Museo del Condado de Los Ángeles y comisariada por Ann Sutherland Harris y Linda Nochlin, De Diego recorre la genealogía de algunas de las mejores exposiciones de mujeres y señala a numerosas artistas, historiadoras, críticas y teóricas más destacadas de los estudios de genero y las artes visuales. También insiste en que, además de presentar obras de artistas mujeres, lo importante es abordar su trabajo desde el punto de vista de los estudios de género y no únicamente desde su condición femenina, donde se cambia el sujeto de estudio pero no la mirada desde donde se mira. Hay que estar dispuestos a dejarse rasgar la mirada para empezar a ver más, concluía al final del texto.


Para subrayar ese ejercicio de cuestionamiento que todo museo debería tener entre sus principales objetivos, De Diego también describe el cambio de sentido que se produjo en el MOMA- junto al Prado, su museo más querido- cuando, al lado del mencionado Las señoritas de Avignon se colocó American People #20:Die de Faith Ringgold, pintora afroamericana, muy crítica con la violencia y especialmente sensible a las cuestiones raciales. Este gesto, en apariencia sencillo, pero casi siempre difícil de llevar acabo por lo que supone de autocrítica, modificó y dislocó la posición prevalente de algunas obras consideradas “maestras” por el poder institucional, como el mismo cuadro de Picasso y, en consecuencia, también la del hombre blanco y genio incontestable.

Esa modificación de los modos de mirar, en cierto sentido y extendiendo lo que se entiende por arte, también nos permitiría incluir en la colección del museo las formas “populares” de expresión que representó el mundo de Josephine Baker, a la vez que nos ayudaría también a seguir haciéndonos preguntas sobre la función política de los museos y la estética de sus obras.
Al fin y al cabo, como dice De Diego, citando a su maestro Ernst Gombrich, se trata de mirar todo sindistinción, incluir lo supuestamente feo y de mal gusto, lo irrelevante, lo que otros se resisten a mirar. Como ejemplo de que la historia se organiza través de lo que se excluye, lo que se pierde o se desecha, el autor de la célebre Historia del arte cita como ejemplo Atlas Mnemosyne, el ingente proyecto-recopilación de más de dos mil imágenes de todo tipo que llevó a cabo su admirado maestro Aby Warburg. Parafraseando a Georges Didi-Huberman, cuando en La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (Abada, 2013) también interpreta la ingente obra de este autor inclasiflicable, podríamos afirmar que la historia del arte y, por extensión su principal institución, el museo, siempre vuelve a comenzar o, mejor dicho, vuelve a comenzar cada vez, dice el autor de Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes (Adriana Hidalgo, 2011)


“Y es que –escribe De Diego- de cada obra hay al menos dos lecturas que, lejos de contradecirse, se complementan: una es el tiempo de la obra misma y corresponde al las mentalidades de su época; y la otra se relaciona con los intereses y las preguntas posteriores, con una mirada que «relee» a partir de esas nuevas opciones que se van incorporando al relato. Por eso las colecciones en los museos son una historia abierta que cambia incesante los significados interpretados desde los sucesivos pasados y presentes” (….) Si los modos de mirar cambian , ¿cómo no van a cambiar los modos de ver?. Descubrir esas capas, llegar hasta el fondo de la nuevas lecturas, exige estar dispuestos a no tener miedo”. De hecho, De Diego, como loable ejercicio de relectura crítica, menciona también La mirada del otro. Escenarios para la diferencia, un recorrido especial por las salas del museo del Prado para señalar los imaginarios homeróticos de algunas obras claves de la colección, que fue coordinado por Álvaro Perdices y Carlos G. Navarro, con ocasión de la celebración en el año 2017 del Word Pride en Madrid,.
Tanto es así- continua la autora- que los museos, como las palabras y las historias, van cambiando a cada paso; aparecen narrativas diferentes y nuevas, sobre todo las que persiguen transformaciones en conceptos tan determinantes como “calidad” o “belleza”, convenciones con las que el poder establece e instaura los cánones. Porque sabemos que el gusto se hace y se nos inculca. Al fin y al cabo la cultura son las formas, los conocimientos e ideas en las que, consciente o inconscientemente, nos reconocemos, pero también las que nos permiten revisarlas o ponerlas en cuestión, porque gracias a las prácticas artísticas más arriesgadas, menos complacientes y más innovadoras los gustos cambian y, con ellos, las interpretaciones de las obras de arte. Precisamente, como paradigma enigmático y desafiante, en varios momentos del libro, De Diego cita Las meninas de Velázquez, que sigue visitando una y otra vez, desde que, siendo todavía una niña, acudió por primera vez al museo acompañada de su madre (son entrañables los recuerdos que dedica a su familia, así como el respeto que muestra por el actual director del Museo, Miguel Falomir, y el anterior, Miguel Zugaza, a quienes dedica el libro)
De Diego se refiere a ese constante intercambio de miradas, también descritos por Michel Foucault en Las palabras y las cosas que, como al mismo filósofo francés, nos permite volver a preguntar a Las Meninas, no dar por hecho su extraordinaria y compleja narrativa que sigue siendo, cinco siglos después, imposible de descifrar hasta las últimas consecuencias. No es extraño, por tanto, que el autor de La arqueología del saber tome ese cuadro como punto de partida desde donde ensaya otra forma muy diferente de contar la historia al uso, esa cuyo modelo de producción surge de otro dialécticamente, como lo describió Hegel en Fenomenología del espíritu. Se trata de volver a escribir la narrativa –subraya De Diego- liberarse de los estereotipos que puedan surgir de una lectura anticuada.
Es innegable que el museo histórico tradicional, por su propia condición, tiende a consolidar el conocimiento y, en cierto modo, construyendo relatos, propende a dogmatizar sobre la verdad. Por tanto, como la Baker, siempre habrá artistas excluidas, olvidados pintores y artesanos de las colonias, simplemente por ser imitadores de los grandes artistas de las metrópolis, estilos denostados, géneros menores – como lo fueron los bodegones o las pinturas de caza y pesca- en definitiva, obras de arte que esperan ser rescatadas de las traseras de los almacenes.
Del mismo modo que los museos han ido aprendiendo que sus categorías podían ser revisadas para que se incluyesen mujeres, también deberían asumir el reto de replantear sus propios relatos nacionales y, de ese modo, revisar la concepción colonial del patrimonio, resultado de largos procesos de acumulación, apropiación, extractivismo económico y desmemoria histórica. ¿Dónde están África y América en el Museo del Prado?, se pregunta De Diego. Están ausentes o exiliadas en el Museo de América–dice ella-, pero también en el Museo de Antropología o dispersas en otros, pero siempre marcadas por su propia historia colonial, por su condición periférica o por las epistemologías que las han estudiado.
En cualquier caso, también es necesario señalar los loables esfuerzos que, cada vez con más asiduidad, se hacen con las relecturas que, dando voz a otras narraciones y sumando otras imágenes, permiten ciertas exposiciones temporales. Sin embargo, más allá de estos ejercicios puntuales, ¿se ha pensado alguna vez reordenar, traspasar, mezclar, renovar todos esos fondos para intentar leer la historia desde otros paradigmas?. Ya no hablo de restituir legado, porque sería harto complicado desvelar los “derechos de propiedad” a la luz y a las sombras de la legislación actual de los estados correspondientes, pero, como mínimo sería factible reconocer, colaborar o compartir. Deduzco que no es tarea fácil y, más aún, cuando a veces se escuchan opiniones estentóreas como aquella que Isabel Ayuso, Presidenta de la Comunidad de Madrid, exclamó sin que se le cayera la cara de vergüenza: “el indigenismo es el nuevo comunismo”). Soy plenamente consciente de que es una osadía plantear modificaciones “revolucionarias” en las museografías de las correspondientes instituciones que albergan el patrimonio nacional, pero me planteo si no es posible llevar a cabo más riesgos renovadores, gestos que se atrevan, incluso desde el error, a abrir caminos diferentes hacia la posibilidad de contar el mundo desde teorías del conocimiento y prácticas decoloniales. He aquí otras potencias museográficas in/nombrables que se podrían explorar.
Linda Nochlin no estaba sola en el año 1971 –escribe De Diego-cuando en ¿Porqué no ha habido grandes mujeres artistas esta historiadora, desde el feminismo, ponía en cuestión el sistema del arte. Además –añade De Diego- en aquellos años, desde otras propuestas filosóficas, de lo que se ha venido en llamar “posestructuralismo”, el sujeto occidental jerarquizado y de mirada única, aquel que se había heredado de la Ilustración y que desde entonces gobernaba los destinos de Occidente y su pensamiento colonial, era puesto en tela de juicio por un nuevo un acercamiento a la realidad. Frente a un sistema cerrado, de estructuras – continua De Diego- esa filosofía configuraba una propuesta quebrada y sin jerarquías con textos de pensadores cuya influencia también ha sido esencial para la historia del arte: Hetène Cixous, Jacques Derrida, Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan…. todos ellos analizaban la clausura de los grandes relatos o, dicho de otro modo, revisaban el relato único, aquel en el cual se conforma la historia canónica, y lo confrontaban con algo que se podría llamar “relatos particulares”, los que priorizaban la entrada del “otro”, entendiendo por tal lo que está fuera en los bordes del sistema establecido”.
Lejos de las narrativas hegemónicas, la historia ya no se puede escribir desde la totalidad sino desde los múltiples centros que configuran el mundo, puesto que no hay uno solo desde donde se pueda imponer una sola concepción. Ni siquiera desde la filosofía ilustrada que durante tantos años ha regulado nuestros ideales occidentales y blancas. A no ser, como dice Marina Garcés en Nueva ilustración radical (Anagrama, 2017) que asumamos también sus contradicciones leyendo otras voces, incorporando otros saberes, experiencias y formas artísticas, aunque su cualidad formal o material no responda a los parámetros de los cánones canónicos. “Acaso es necesario volver a nombrar el mundo completo. Volver a nombrarse con el mundo”, dice De Diego, pero sin nuevas exclusiones, como parece temer la autora cuando duda de la eficacia de determinadas posiciones radicales –según ella- carentes de eficacia política, polarizadas y solipsistas.
Así pues, el museo debería elaborar nuevas cartografías estéticas, otros mapas laterales que nos permitiesen entrar en las narraciones desde cualquier lugar, sin que nadie quede excluido. El Museo del Prado lo intentó en Tornaviaje. Arte iberoamericano en España, pero desde mi punto de vista tan solo apuntó algunas potencias narrativas y evitó ir más allá de las convenciones de un museo nacional. Digamos que por corrección política, la otra cara de la impotencia, se quedó corto. En la práctica nos volvió a mostrar un conjunto de imágenes que reproducían las formas de representación herederas de los mismos repertorios iconográficos y maneras de hacer de la metrópoli. A veces olvidamos que la reciprocidad cultural se llevó a cabo más en beneficio de unos y en detrimento de otros, como ha ocurrido en todos los procesos de conquista territorial y colonización imperial. En este sentido, como otra forma de dominación, fueron los europeos colonizadores recién llegados quienes se arrogaban en exclusividad el derecho a representarse y a hacerlo igualmente con los indígenas, de acuerdo a sus criterios y formas, en muchas ocasiones invisibilizando la presencia de la abrumadora mayoría.



Martin Jay, experto en el análisis del predominio de la visualidad en la modernidad, señala que la memoria es creada y recreada, por tanto, también construida y, en cierto modo, es ideológica, selectiva y discutida. Para el autor de Campos de fuerza. Entre la historia intelectual y la crítica cultural (Paidos, 2003) uno de los grandes desafíos de los museos es evitar las narraciones tradicionales que en el siglo XIX determinaron una visión nacional o patrimonial de la historia y subrayaron una narrativa historicista del arte. En el mismo sentido se podría citar a Mieke Bal, experta en la historia del arte feminista y de los estudios culturales –citada también por Diego- que en su libro Narratología: el estudio de los elementos fundamentales en la narración recuerda que todavía hoy la organización de los relatos expositivos tiende a legitimar la voz del “narrador nacional”. En sus escritos reclama la diversificación narrativa para posibilitar otros relatos inusitados.
De Diego insiste, de igual modo, en que “cuando pensábamos que todos y todas estaban dentro, nos damos cuenta de que siempre hay alguien fuera, por tanto, hay cada vez otra pregunta más que es posible hacer…otro lugar por donde fracturar el discurso”. La autora habla en varias ocasiones sobre la necesidad de superar la vinculación del concepto de extranjero con el de enemigo, seguramente porque, como apuntaba Derrida, son los que nos hacen las preguntas más incómodas. Cuando una sociedad comienza a confundir a su vecino con un enemigo, o bien al extranjero con el peligro, cuando sus instituciones se ponen a la defensiva, entonces podemos decir que está perdiendo su cultura, su capacidad de civilización.
Precisamente por esa razón, para interpelar a la Historia e intentar responder al futuro, añadiendo exclusiones, deberíamos volver a nombrar el mundo. De Diego insiste: “Es más necesario que nunca reconocer que la colonialidad y la poscolonialidad fueron hace tiempo contestadas desde América Latina y tomaron forma de decolonialidad”. Incluso propone que algunos materiales del Museo de América pudieran llegar al Prado para actuar como guerrilleros en sus salas “limpias y blancas”. Sería –añade- un modo de interrumpir la calma tensa sobre las relaciones coloniales del XVI y XVII. También podrían convocarse más voces situadas que, desde otra consciencia histórica, nos recuerden que nuestros imaginarios nacionales pueden reinterpretarse desde otros parámetros.
De Diego reivindica la hospitalidad como la más eficaz estrategia contra el miedo y, de ese modo, poder desactivar las diferencia y buscar nuevas categorías epistemológicas con nuevos textos, como los de Yuderkys Espinosa, Silvia Rivera Cusicanqui o Aníbal Quijano – añadiría imágenes- fuera de los impuestos por el discurso al uso, añade De Diego.
La lista para pensar otros relatos sobre el mundo es interminable: el transnacionalismo literario que practica la filósofa india Gayatri Spivak; el mural agrietado de las experiencias culturales en tránsito que rastrea Homi Bhaba; la “negritud” de Aimé Cesaire; el pensamiento-mundo que invoca el filósofo africano Achille Mbembe; el cosmopolitismo crítico de Arjun Appadurai, Dipesh Chakrabarty o Walter Mignolo; la mujer que no es «uno» de Luce Irigaray; ls cíborg o la testigo modesta de Donna Haraway; la nueva Medusa de Helene Cixous; la artivista de Chela Sandoval y Guisella de la Torre; la nueva mestiza de Gloria Anzaldúa; la indígena de Rita Segato; la sujeto nómada de Rosi Braidotti; las chicas malas de las Riot Grrrls; la punk women de las Pussy Riot; las extranjeros de sí mismas de Júlia Kristeva o la precaria de Judith Butler. Porque pensar a contrapelo, como diría Walter Benjamin, supone desplazar el sentido, remover las convicciones pensando desde otros tiempos, lugares y voces, muchas de ellas conocidas y otras tanta silenciadas, pero que, interpelando nuestra supremacía, reclaman su derecho a la palabra.
Por tanto, parafraseando a Jacques Derrida y su Mal de archivo. Una impresión freudiana, la cuestión del archivo no es una cuestión de pasado sino asunto de futuro. Podríamos también referirnos a la colección de un museo. Construir una colección sería también una cuestión política para pensar el patrimonio como bien común. No es posible hablar de patrimonio sin entender que este se halla inmerso en una estructura de poder determinada, que puede ser causa de desigualdad y opresión de unos grupos sociales por parte otros.
En una época como la actual, de enorme volatilidad y privatización del patrimonio público y del derecho a la información, es más necesario que nunca pensar el patrimonio como contenedor de la memoria colectiva, a la vez que situada, y preocuparnos de incluir los saberes y prácticas de las clases dominadas y de los grupos subalternos; reflexionar sobre cómo los archivos que alimentan el patrimonio, la experiencia y la identidad colectivas pueden ser construidos, gestionados, conservados y puestos a disposición de toda la ciudadanía, como ejercicio de cultura cívica y democrática, con independencia de criterios de adscripción nacional o de disponibilidad de recursos económicos para su consulta, uso o disfrute.