ALTA VELOCIDAD Y BAJA SENSATEZ 

Estos días, las noticias relacionadas con graves alteraciones en nuestros cercanos ecosistemas de vida son una letanía continua: alta contaminación atmosférica y de radiación solar; olas de calor inéditas con un aumento exponencial de muertes por golpes de calor y proliferación de incendios cada vez más difíciles de sofocar; deshielo irreparable de los glaciares pirenaicos; desaparición de humedales o marismas y de las especies animales vinculadas a esos medios naturales; sequía generalizada y alteraciones en el medio agrícola y ganadero; embalses con reservas en mínimos históricos lo que traerá escasez de suministro y avisos alarmantes de próximas restricciones, etc. Incluso fuentes de investigación oficiales, como el último informe “Impacto y vulnerabilidad al cambio climático en Gipuzkoa” elaborado por la Fundación Naturklima, anuncian que las previsiones para las próximas décadas indican un aumento de los riesgos climáticos.

A estos fenómenos locales recientes se suman otros de carácter mundial que también nos afectan: drástica reducción de los casquetes polares; aumento del nivel del mar y aumento de temperatura de sus aguas; acidificación de los océanos; preocupantes niveles de ozono en la troposfera, la capa de la atmósfera más cercana a la Tierra; crecimiento inusitado del anticiclón de las Azores, determinante para la climatología europea; fenómenos meteorológicos extremos en lugares donde no eran habituales hasta ahora; tempestades ciclónicas atípicas y aumento de inundaciones; pérdida de biodiversidad vegetal y animal (por ejemplo, la degradación de la gran Amazonía es alarmante), aumento de enfermedades infecciosas derivadas de las alteraciones en el equilibrio entre los ecosistemas animales y humanos,…

Es imposible separar unos efectos de otros ya que, según investigaciones científicas especializadas y contrastadas, todos obedecen a los niveles extremos a los que están llegando las emisiones de gases de efecto invernadero, principal causa del calentamiento global y de las alteraciones climáticas, producidas por el abuso que los humanos hacemos de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas natural.

Sin embargo, a pesar de todas las evidencias, como dice Emilio Santiago Muiño, autor de Rutas sin mapa. Horizontes de transición ecosocial (Catarata, 2014), la gran paradoja y la triste realidad de nuestro tiempo es que lo ecológicamente necesario, es decir, la reducción drástica de emisiones de CO2, es casi políticamente imposible. El mismo día que el diputado foral de Medio Ambiente de Gipuzkoa presentaba el informe de Naturklima, el presidente del Gobierno de España  asistía en Burgos a la inauguración del primer tramo concluido del nuevo AVE Madrid-Irún. Con esta obra el tiempo del viaje, en la actualidad, se acorta en veinte minutos y, cuando esté finalizado en su totalidad, permitirá realizar el recorrido completo en una hora y media menos de lo que se tarda en la actualidad. Para la construcción de esta descomunal infraestructura viaria, se está creando un trazado nuevo, destruyendo cualquier obstáculo geofísico, atravesando montañas, sobrepasando valles y ríos que impidan la aceleración temporal del viaje. Solo en los 175 kilómetros que atraviesan el País Vasco se están construyendo setenta y un viaductos y ochenta túneles.

Al día siguiente cogí el tren en Tolosa para regresar a Madrid. Tardé cinco horas y media en realizar al viaje. Vi una película, me dormí, leí un buen rato, consulté información en las redes sociales, conversé brevemente con la persona que ocupaba el asiento contiguo, me tomé un aperitivo, observé el paisaje en numerosas ocasiones, hablé por teléfono, y al final del trayecto me pregunté qué habría ganado mi vida si hubiese llegado a Madrid una hora y media antes, incluso dos, y quiénes salían más beneficiados con este despilfarro económico.

Todo esto sin insistir en la premisa de Einstein de que la velocidad es una percepción subjetiva, pero también – aunque él no lo señalara de forma explícita- una manera de activar determinadas maneras de producción y consumo y nuestros modos de vida aceleradas. Hace bastantes años que en Velocidad y política el filósofo Paul Virilio nos advirtió que vivimos atrapados en una subjetividad de la aceleración, inculcada por diferentes estructuras de poder, que él denomina “dromopolítica” -la velocidad del dominio político- que se desplegaría en una especie de intersección de disciplinas: la ciencia militar, la economía, la física, el diseño, la arquitectura, el urbanismo, etc.

Nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad de deseos ilimitados. Hemos olvidado que nuestras necesidades básicas son mucho menores de lo que nos creemos y estamos empecinados en vincular determinadas formas de progreso con calidad de vida. En esta cultura de la desmesura en la que vivimos se rechaza la desaceleración, no queremos frenar (no hay más que comprobar como están estos días los aeropuertos del mundo), tenemos miedo a asumir con placer la suficiencia y siempre queremos más. Si embargo eso es justamente lo que deberíamos hacer, aceptar los límites, volver a sentir la satisfacción de la autocontención.

El ejemplo de los trenes de alta velocidad es tan solo uno entre otros muchos que evidencian la dificultad que tiene el modelo de economía capitalista que domina nuestras vidas para conciliar ecología y política. A un lado están las políticas que impulsan la acumulación de capital y los desorbitados beneficios empresariales, los derechos de propiedad inalienables, con todo el poder de sus inercias y su fuerza coercitiva. Al otro, el derecho a la vida y al futuro de un planeta habitable.

Tampoco debemos olvidar que bajar la velocidad en nuestra vida, debe ir acompañada de políticas distributivas en la economía del trabajo, de la producción y del consumo. No se trata de convertir la desaceleración en un nuevo capricho “slow” para privilegiados, sino de hacer posible que, activando las medidas necesarias, todas podamos hacerlo a la vez para que, parafraseando a la investigadora Olivia Muñoz-Rojas, algunos no lo hagamos bajo la comodidad del aire acondicionado y otros a golpe de penalidades. 

Es evidente que la cadena de acontecimientos que estamos padeciendo han agudizado los malestares y nos han situado ante el espejo de nuestra vulnerabilidad como especie humana. Contra  cualquier pesimismo apocalíptico, que casi siempre nos conduce a futuros distópicos paralizantes, o frente a fantasías tecnocientíficas que nos prometen un mundo feliz sin preocupación, tan sólo me queda especular sobre la posibilidad utópica ― cierta esperanza sin optimismo, diría Terry Eagleton― de que, dejando atrás la individualización acelerada en la que nos encontramos, algún día nos paremos pararnos a pensar y actuar juntos con más cordura, prudencia y, sobre todo, con mucha mayor imaginación política.  

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