CON EL FALO EN EL CEREBRO

Este verano están proliferando las noticias sobre pinchazos realizados por hombres contra mujeres con el deleznable objetivo de adormecerlas, hacerles perder la consciencia y, de ese modo, reducir la capacidad de control sobre sus cuerpos y, aunque no se haya podido demostrar, quizás para agredirlas sexualmente o robarles. En cualquier caso, con la intención de someter su voluntad para sojuzgarlas, restringir su autonomía y libertad de movimiento. Esta forma reciente de dominación se suma a otras como la sumisión química, la presión intimidatoria o la premeditada organización de grupos –las tristemente famosas “manadas”- para cometer todo tipo agresiones sexuales. Detrás de esas formas de dominación se esconde una maquinaria de control –sofisticadas tecnologías de género- sobre el cuerpo de las mujeres en el espacio público que, de manera retorcida, propone una vuelta al puritanismo para adscribirlas a una concepción pasiva y sumisa de la sexualidad y así perpetuar el rol activo dominante del hombre macho.

Cuando leo este tipo de información siempre me pregunto qué tendrán estos tipejos en el cerebro. Tan solo se me ocurre pensar que en lugar de cierta inteligencia razonable -presupuesta a cualquier ser humano- tienen un enorme y enfermizo falo que, para su desgracia, les impide pensar más allá de su impotencia. ¿Cómo es posible que todavía existan hombres que, como auténticos depredadores, salgan a las calles a hostigar a las mujeres -o a otros cuerpos- para convertirlas en meros trofeos de su pulsión sexual primaria?. Lamentablemente, para estos energúmenos la mujer se convierte en un simple objeto deshumanizado y su placer es una forma depravada de autosatisfacción en la que el cuerpo poseído pierde cualquier cualidad humana.

Según la Agencia de Derechos Humanos Fundamentales de la Unión Europea, nada menos que el 45% de mujeres europeas mayores de quince años han sufrido formas de intimidación psicológica, han sido insultadas o ridiculizadas por su pareja, aisladas de sus amistades y controladas o han sido presionadas para realizar actividades sexuales no deseadas; y el 23% han sufrido también agresiones físicas y sexuales. Cualquiera hombre que se precie, con un mínimo de inteligencia y empatía social, nunca debería olvidar estos datos. Al contrario, tendría que llevarlos incrustados en el cerebro como si fuera un señal de alarma capaz de inhibir su pulsión violenta.

Esa “desafortunada clase masculina”, como llamaba el ácrata zamorano Agustín García Calvo a los aristócratas libertinos protagonistas de La filosofía en el tocador del Marqués de Sade, identifica su hombría con un falo que nunca puede desfallecer, con el deseo del “Hombre” con el órgano sexual siempre erecto, siempre está dispuesto a joder, a joder de nuevo, a joder más profundamente a la naturaleza, y afirmarse así más profundamente, como nos lo recuerda Jordi Carmona en el capítulo “Teoría y práctica de la jodienda” del reciente Cómo matar a la muerte. Agustín García Calvo y la filosofía de la cultura (Laovejaroja, 2022)

Según Carmona el filósofo lee a Sade a contrapié, no como faro de la contracultura, como a veces hemos pensado, sino como síntoma de la “Cultura”, con mayúscula, de la dominación masculina patriarcal. El deseo de ese Hombre, también con mayúscula, es en realidad un deber, el deber de ser falo. Ese hombre falo-logo-céntrico que siempre se pone a sí mismo y a su propio discurso en el centro de todo, como en su célebre Espéculo. De la otra mujer lo describió Luce Irigaray, una de las teóricas fundacionales del feminismo de la diferencia.  

En el sentido más reaccionario y machista, aquellas hazañas sexuales podrían ser el espejo invertido donde se miran estos machos acosadores que salen a las calles dispuestos a satisfacer su deseos incontinentes con el único objetivo de afirmarse profundamente a sí mismos, sin la más mínima capacidad para entender el placer como una de las mejoras maneras para compartir libremente los cuerpos. Porque cuuando el deseo se abre a los demás se produce una fusión que nos permite liberarnos de la soberanía individual, incluso de nuestra condición masculina, femenina o cualquier otra y así perdernos y disolvernos en la orgía de otros cuerpos; pero a su vez –y esto es fundamental, dice García Calvo – gozar de una aventura de conocimiento mutuo que, en la tradición del mejor feminismo inclusivo y no identitario, arrastre a la masculinidad consigo para poner en marcha otras formas de deseo que no pertenezcan a la historia de la sexualidad patriarcal. Se trataría de deseo y sexo consentido, que nunca debería ser  ahogado por la hegemonía de un machismo limitadamente fálico.

Como dice la filosofa Clara Serra, coordinadora de Alianzas Rebeldes. Un feminismo más allá de la identidad (Bellaterra.,2011) el deseo de las mujeres ha sido especialmente penalizado, censurado y estigmatizado por una sociedad machista que ha querido hacer sentir a las mujeres culpables por sus deseos, tan complejos, variados e insondables como los de los hombres. Por tanto, nuestro deber como hombres deseantes es abandonar definitivamente esa prepotencia y aceptar que cualquier deseo, en todas sus formas y entre todo tipo de cuerpos, únicamente se puede materializar en relaciones consentidas, acordadas o decididas sin coerción de ningún tipo. Parafraseando En torno al consentimiento: mujeres que dicen sí y que dicen no (Viento Sur, 2019) de la historiadora Julia Cámara, para que los deseos se desparramen en igualdad, con plena libertad, y para que se acaben todas las agresiones, el feminismo nos ha dado la mejor y más poderosa arma: el cuidado mutuo y el acompañamiento colectivo. Sigamos su ejemplo.

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