El viernes pasado me llegó la noticia del fallecimiento de Iñigo Salaberria. Aunque, por la evolución de su enfermedad, ya sabíamos que pronto podría ocurrir, la verdad es que el subconsciente siempre se niega a admitir que, tarde o temprano, inexorablemente la muerte viene a nuestro encuentro.
Cuando una amiga me lo comunicó, le comenté – no estoy seguro de la razón- que últimamente la memoria se empeña en enredarme los recuerdos. Algunos, que en su momento parecieron importantes, se desdibujan junto a las personas con las que los compartí. Otros, sin embargo, preservan su vitalidad y, en algunos casos, adquieren nuevos relieves inéditos. Los recuerdos que tengo de Iñigo, al que hacía mucho tiempo no veía (hace unos meses pudimos intercambiar algúnos mensajes personales amistosos) pertenecen a esta segunda variante. En una extraña geometría de los afectos, la memoria los ha protegido del olvido. De repente, se me hicieron nítidas las imágenes de la laguna de Bláalonid, en las cercanías de Reykjavik que aperecen en su obra Byrta Mirkur o se multiplicaron los paisajes y los colores de Diario Dogon y La noche navegable realizadas en sus viajes a África. Pero también se hizo visible su deambular por los pasillos de Arteleku, donde estuvo varios años compartiendo espacio y conocimientos.
Sus obras iniciales fueron de las primeras en formar parte de aquella pionera “Videoteca” -su nombre aparece en el tercer tomo del catálogo, ordenado en orden alfabético entre Ulrike Rosenbach y John Sanborn; participó activamente en las tres ocasiones que se celebraron los “Encuentros de videocreación”, entre 1987 y 1989, junto a Eugeni Bonet, Eugenia Balcells o Carles Pujol, entre otros; dirigió un taller de video sobre su obra en 1994; colaboró con la revista Zehar, donde escribió en 1996 Pintura en movimiento; y fue el director del segundo video que realizamos ese mismo año para promover la institución; también uno de los primeros responsables de la pionera digitalización de numerosos materiales audiovisuales del Centro de Documentación, por encargo de su responsable Miren Eraso Iturrioz. Fue, en definitiva, uno de los artistas que más y mejor entendió lo que la institución le ofrecía y, en respuesta, también fue de los que, implicándose personalmente en varios proyectos y comprometiéndose activamente con otras creadoras y compañeros, mejor supo agradecerlo. Además con creces y generosidad, como me lo recordaba el mismo día del fallecimiento Isabel Herguera, otra artista ejemplar de aquella institución con la que colaboró en numerosas ocasiones. Por otro lado, durante bastante años, Salaberria compartió espacio de trabajo con mi hijo Iñigo en Tolosa y nos vimos en alguna ocasión.



Desconozco totalmente la manera en la que la memoria hace sus elecciones y la forma en la que prioriza los recuerdos, pero estos meses, en los que Iñigo ha ido haciendo su transición vital – me cuentan que con una admirable dignidad- una y otra vez, su vida ha estado presente, bien hablando con amigos que convivimos en Arteleku, comentando su trabajo artístico o recordando su trayectoria personal y profesional.
Cada día que pasa, según voy envejeciendo, me resulta más emotivo pensar en la muerte y, aunque sea una paradoja inexplicable, a la vez más reconfortante. De hecho, lo hago muy a menudo porque empiezan a ser numerosas las vidas cercanas que van abandonando este mundo y, como forma de afecto y a modo de reconocimiento, dedico mucho tiempo a pensar sus vidas o nuestras comunes experiencias personales. Seguramente también porque sus existencia -en este caso la de Iñigo- no desaparecerán del todo si en mi memoria viven sus recuerdos y, además, puedo compartirlos con los que aún seguimos aquí. Es decir, como dice Vinciane Despret, si continuo “conversando” con él, pensando en él, porque los muertos, dice la autora de A la salud de los muertos ( La oveja roja, 2022) solo lo están verdaderamente si dejamos de darles conversación. En cierto modo, conservación. Si no los cuidamos – añade- mueren totalmente. De ahí la importancia de los rituales sagrados o paganos –al fin y al cabo son lo mismo- de los gestos terrenales para resguardarlos del olvido, de preservar algunos objetos personales – a veces un simple reloj o un pañuelo usado- de mantener las vigilias rememorativas, de visitar sus restos o acudir al lugar donde en su día los esparcimos, o pasear por los que compartíamos. De hecho, esos lugares nunca son ya los mismos, están afectados por su presencia ausente.
Rememorar la vida de los difuntos es permitir que sigan influyendo en el devenir de los vivos. Cuando los evocamos, los convocamos. Al recordar sus biografías o comentar anécdotas cotidianas, tejemos un telar de emociones que compartimos en la comunidad, en la familia, con amigas y compañeros. Esos relatos nos arropan, nos salvan del miedo a nuestro propio final. Los muertos son también nuestras vidas, ocupan un lugar en nuestro espíritu, tienen sentido, en cierto modo, sensibilidad vital, de alguna manera, como Iñigo Salaberria, siguen entre nosotros si seguimos manteniendo algunos vínculos. Que así sea.