Mi acercamiento a la economía siempre ha tenido que ver con el interés por su historia y por la relación que necesariamente establece con otros conocimientos, como la sociología, la antropología, la filosofía, la cultura y el arte. Así que comienzo este texto, publicado recientemente en la revista «Galde«, asumiendo las limitaciones analíticas de mis opiniones y, como es habitual de mis escritos, casi siempre “recitados”. Por tanto, dejándome llevar por la erudición de otros especialistas.
Hace unos meses terminé de leer Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen (Catarata y FUHEM ecosocial, 2022) una excelente recopilación de textos de este autor, editados por Luis Arenas, José Manuel Naredo y Jorge Riechmann. Este heterodoxo matemático, estadístico y también economista publicó en 1971 La ley de la entropía y el proceso económico, probablemente su obra más conocida que, pasados los años, ha sido reconocida como uno de los estudios más importantes de la ciencia de los últimas décadas. Como señalan los editores, aquella publicación ponía las bases de una revolución en la teoría económica moderna y, según ellos, debería haber marcado un punto de inflexión en el análisis de los fenómenos económicos.


El autor, nacido en 1906 en Rumanía y exiliado a EE.UU donde murió en 1994, en su empeño por corregir la desconexión que los saberes contemporáneos establecen entre disciplinas científicas, naturales, sociales o humanistas, llamó “bioeconomía” a la forma de abordar sus estudios, que luego se han conocido como “economía ecológica”. Parafraseando a Luis Arenas, se oponía a la lógica de la exclusiva especialización de los saberes que domina la ciencia contemporánea y dejaba a la vista las implicaciones económicas que también tienen otros campos del conocimiento como la demografía, la política, la ética y la ecología.
Tanto fue así que una parte de sus conclusiones se empleó para redactar Los límites del crecimiento, el célebre informe encargado por el Club de Roma al MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts) que se publicó hace cincuenta años y donde, por primera vez de forma oficial, se advertía que, si seguía aumentando el incremento de población, la industrialización, la producción de alimentos, la explotación de recursos naturales y la contaminación, alcanzaríamos en el siglo actual los límites absolutos de crecimiento posible. Ya han transcurrido cincuenta años y todavía hoy el sistema productivo sigue desarrollándose sin alterar substancialmente sus premisas materiales y, en consecuencia, tal y como se predijo, nuestros ecosistemas de vida están siendo modificados en un sentido imprevisible.
Cuando Georgescu-Roegen desplegó sus estudios sobre los principios de la termodinámica en relación con la economía, vino a decir que, como afirma el primero de los principios, la energía ni se crea ni se destruye, solo se trasforma y, según el segundo, con esa transformación, la energía pierde calidad y se degrada, disminuyendo así sus posibilidades para el aprovechamiento humano. Por tanto, toda producción económica sería, al mismo tiempo, la creación de un conjunto de bienes y servicios, pero también de males y perjuicios que siempre deberíamos tener en cuenta para valorar mejor los límites razonables de cada proceso productivo.
De acuerdo con el economista Mauro Bonaiuti, uno de los promotores de la Red Italiana de Economía Solidaria, esta afirmación sobre los principios de la termodinámica y los límites del crecimiento nos llevaría a tres conclusiones importantes. La primera es que la habitual representación circular del proceso económico -un flujo interminable de dinero- debe ser sustituida por otra evolutiva que tenga en cuenta la interacción con el entorno, porque todo proceso económico es irreversible y además disipador, es decir produce alteraciones que hacen desaparecer cualquier cosa por disgregación. La segunda conclusión se refiere a que esos límites del crecimiento siempre están vinculados a la naturaleza entrópica del proceso económico: toda actividad de producción, movimiento, calefacción, refrigeración, iluminación, implica la degradación irreversible de una cierta cantidad de energía que ya no puede utilizarse al final del proceso dado que la bioesfera es esencialmente una reserva finita de recursos. Y la tercera consecuencia es la disipación, es decir, el crecimiento económico conduce inevitablemente a una progresiva escasez de materia primas y, en consecuencia, a nuevos conflictos por su extracción y apropiación. Por tanto, acelerar el proceso económico es reducir a la misma velocidad la energía y los recursos disponibles en el futuro; consumir sin límites y transformar recursos de todo tipo en satisfacción de necesidades y producción de deshechos implica en términos termodinámicos acelerar la entropía del sistema.
El propio Bonaiuti, cofundador de la Asociación italiana de Decrecimiento, reconoce que Georgescu-Roegen fue precursor del término decrecimiento y, al mismo tiempo, muy crítico con el concepto de desarrollo sostenible. Habiendo nacido en Rumanía, creía que, en esencia, la ciencia económica debía tener una finalidad ética para mejorar las condiciones de vida de los mas pobres, respetando siempre los límites impuestos por la naturaleza. Según él, el objetivo era liberar a la ciencia económica de su camisa de fuerza matemática y mecanicista para poder reconstruirla sobre la base de una epistemología fundada en la termodinámica y la biología e interpretadas a la luz de otros saberes humanistas.
José Manuel Naredo, desde que escribió en 1987 La economía en evolución, siempre ha insistido que, desde que en el siglo XVIII la economía nació como disciplina académica desvinculándose de la ética, el concepto “producción” es la pieza clave de la ideología del modelo económico imperante. Ese paradigma dominante se blindó usando categorías supuestamente racionales, objetivas y universales que todos hemos asumido sin rechistar porque toda posible crítica al modelo es neutralizada por su carácter “acientífico”.
Sin embargo, el mismo Naredo indica que frente a esas premisas, en teoría incontestables, en la práctica van emergiendo otras que se podrían agrupar en torno a lo que él mismo llama paradigma ecointegrador. En primer lugar –dice- integración del conocimiento que trascienda los enfoques parcelarios habituales y, sobre todo, el sonado divorcio entre economía y ecología. En segundo lugar, integración de la especie humana y de la naturaleza, recordando que la simbiosis es la clave del enriquecimiento de la vida en la tierra, lo cual induce a desplazar el actual antropocentrismo hacia un nuevo geocentrismo. Y en tercer lugar, integrando el individuo y la sociedad, lo que implica la reconstrucción profunda de identidades y la recreación de la propia sociedad civil. Por tanto, ¿puede un argumento económico imponerse como ley por encima de la supervivencia de distintas formas de vida y ecosistemas?
La ciencia económica, incluido el propio Carlos Marx en su celebre El capital, siempre ignoró la dimensión ética de los cuidados porque lo que consideraba relevante era solo el trabajo productivo, descuidando las condiciones de la vida reproductiva, es decir, las labores de atención necesarias para el bienestar físico, mental y social, en los aspectos relativos a los afectos, la sexualidad, la vida comunitaria y el cuidado mutuo en todas las etapas de la vida. Sin embargo, la idea de producción también evoca engendrar, criar o procrear. Georgescu-Roegen nunca se cansó de señalar que la economía convencional se concebía exenta respecto a responsabilidades sociales y negando la importancia de los factores culturales en las decisiones de producción, distribución y consumo. “El máximo de cantidad de vida –decía- exige una tasa mínima de agotamiento de los recursos naturales, porque todo exceso para satisfacer necesidades no vitales lleva consigo una menor cantidad de vida en el futuro”.
El debate en relación a la aplicación de la bioeconomía es inseparable de la discusión respecto el impacto económico del sobreconsumo de lujos innecesarios y en relación a la modulación cultural – modelos de existencia- de una posible vida buena y justa para todos. La vida humana no puede desligarse del conflicto intergeneracional que exige elegir entre excesos presentes y vidas futuras. Emilio Santiago Muiño lo llama el placer de vivir a escala humana o la lujosa pobreza y nos recuerda que Georgescu-Roegen, frente a los estilos materiales de vida de las élites, siempre fue partidario de una economía popular que redistribuyera lo suficiente como para asegurar a todos los seres humanos vivos la cobertura de sus necesidades básicas sin tener que renunciar al principio democrático de la organización social y sin incurrir en derivas autoritarias. Es decir, el justo medio entre la autorregulación y la normativización institucional necesaria. En cierto sentido, proponía modificar los marcos culturales que definen el placer de vivir en lo que respecta a nuestro consumo mas cualitativo que cuantitativo, al ocio inmaterial y al trabajo más estimulante y menos ligado al productivismo innecesario.
No hace mucho, la activista brasileña Marcia Tiburi afirmaba que es necesario activar, con la práctica, otras formas de pensar la economía porque, en definitiva, no es más que una manera de relacionarnos entre nosotr+s, una suma de intercambios entre los seres del mundo vivo. En este sentido, es muy importante escuchar las teorías que el eco-feminismo ha avanzado sobre las diferentes teorías relacionadas con los cuidados, cuando proponen pensarlos como el centro de toda actividad económica y no solamente un sector específico relacionado con los trabajos sin remunerar, casi siempre desempeñados todavía por mujeres. Es decir, el cuidado en el sentido mas amplio de la atención escrupulosa que debemos prestar al mundo, en su dimensión natural, social y cultural.
Cuando este verano terminé de leer Bioeconomía para el siglo XXI estaba sentado en una playa mientras contemplaba la gente disfrutar en tiempo de descanso. Era una de esas imágenes populares de las que se podría deducir que podemos vivir juntos y además compartir cierto grado de felicidad. En el trasfondo del paisaje se vislumbraban, por fortuna, muchas formas de vida, costumbres y rituales diferentes, como un espejo de nuestra existencia. En este sentido, me llamó mucho la atención la gran diferencia que había entre un padre y una niña que disfrutaban jugando con una simple cometa, y el estruendoso exhibicionismo de algunos motoristas – hubiera jurado que todos eran hombres- que alardeaban haciendo piruetas en al agua y, mediante, la exaltación del movimiento, como intensificaban la agresividad de la escena. La misma diferencia que se percibía entre algunos veleros, incluso con motor por si fuera necesario, pero navegando con el impulso del viento, y los ostentosos yates de recreo, consumiendo constantemente gasóleo. Dos modos opuestos de entender el ocio que podrían servir para reflejar las teorías sobre la entropía de Georgescu-Roegen.


Esos mismos días, se produjo también una anécdota periodística que, más allá de su relevancia, ilustraba también dos maneras diferentes de abordar el sentido de la responsabilidad de los diferentes modos de vivir. Christophe Galtier, entrenador del PSG de Paris, uno de los equipos de futbol más ricos del mundo y el jugador Kylian Mbappe, con uno de los contratos más elevado de la historia de ese deporte, se reían a carcajadas cuando un periodista les preguntó porqué habían viajado en un avión privado para hacer un trayecto que en el tren les hubiera costado menos de dos horas. Además de la risotada sardónica, el entrenador añadió un cínico comentario cuando le contestó que esa misma mañana habían hablado con la sociedad que organizaba sus desplazamientos para ver si podían ir en carro a vela.
El mismo día que el Museo Guggenheim de Bilbao celebraba el 25 aniversario de su fundación el 18 de Octubre de 1997, un crucero transatlántico de lujo con 645 privilegiados turistas zarpaba desde Getxo a Miami. Esa metáfora de gran navío de titanio que tantas veces se ha empleado como imaginario de ese museo, se convierte en pesadilla cuando la realidad de ese otro palacio flotante para privilegiados nos pone ante el espejo de la cultura del despilfarro. Ambas representaciones del poder económico podría configurar uno de los relatos que han configurado el inconsciente cultural de la modernidad capitalista. Para el artista Robert Smithson en Entropía y los nuevos monumentos, escrito en 1969, el “desagüe de energía” al que damos el nombre de “entropía” materializa –según Jaime Vindel– una suerte de inversión temporal por las cual lo obsoleto no proviene del pasado, sino del futuro. Las ruinas ya no serían el residuo desolado de la historia que, utilizando la figura del “Angelus Novus” del pintor Paul Klee, Walter Benjamin describió en su Tesis sobre la filosofía de la historia, sino la fría normalidad del porvenir. Siguiendo a Vindel, de esa forma, Smithson retomaba los argumentos de Goergescu-Reegen en torno a la relación entre entropía, valor y placer de vivir para subrayar una tendencia ineluctable en el desarrollo económico: el modo en que la satisfacción creciente de necesidades humanas genera también externalidades crecientes sobre el medioambiente. La montaña de residuos entrópicos que se acumulaba en los paisajes naturales era la consecuencia-lógica-de la proliferación del despilfarro y del lujo.


Entre el exceso compulsivo, basado en una concepción de la libertad caprichosa y la restricción máxima, puede estar el justo medio, la moderación de lo suficiente. Yayo Herrero en Ausencias y extravíos (Agora ctxt, 2022) también nos recuerda que necesitamos sumar y multiplicar, pero en un mundo con límites hay que reivindicar, sobre todo, la precaución de restar y el imperativo político de dividir. No es posible confundir el valor del pan y de las armas, porque sigamos pensando que la destrucción y la riqueza son lo mismo. En una cultura de la desmesura del crecimiento se siente repugnancia al pensar en la desaceleración, el freno, el descenso, la suficiencia, pero eso es justamente lo que debemos hacer, añade Herrero. Introducir la ecología en la cultura implica hacerse cargo de los conceptos de límite y renuncia. Es decir, restricciones y racionamientos (razón y ración) que respondan a acuerdos establecidos con criterios democráticos y que compaginen las necesidades y obligaciones comunes con las individuales.
Aprender a dividir entre los que somos ayuda a pensar en qué vida puede ser esa en la que quepamos todas y no dejemos a nadie atrás. Cuánto queda y a cuánto tocamos son preguntas políticas centrales. Por eso es imprescindible echar bien las cuentas –dice Herrero – porque no nos salen si seguimos con los mismos criterios de explotación. Únicamente salen las cuentas, si se miden como cuenta de resultados, si los beneficios en forma de dinero, luz o combustible alcanzan solo a unos a unos pocos y “se olvida” –subraya- que hay que dividirlos entre miles de millones de seres humanos, un enorme denominador que obliga a repensar los conceptos de abundancia y escasez.
Aunque la igualdad sea una utopía, no por eso vamos a renunciar a un mundo donde las diferencias económicas y sociales no sean tan grandes como con las que ahora existen y, por tanto, podemos exigir y también ser consecuentes para que la distribución de los bienes y recursos sea más justa. Hoy –concluye Herrero- la rebelión contra los límites es el peor de los extravíos. Y restar y dividir, un ejercicio de amor.
Puedo tener acceso al libro en digital o donde lo puedo adquirir en Ecuador ? Gracias