La historia y las formas que la representan son un permanente campo de conflicto: un laberinto de poderes y contrapoderes, de insurgencias y entronizaciones, de apariencias y espejismos. Abarrotada de arquitecturas de poder y ruinas olvidadas que nos podrían hablar con silencios elocuentes, de monumentos levantados a héroes, pocas heroínas y muchos mártires, de narraciones que ensalzan acontecimientos vinculados a los poderosos pero también de relatos populares que cantan a anónimos protagonistas. La historia es un campo de batalla y a la vez una tregua intermitente que nos regala la posibilidad de una vida en común. Entre la pulsión de vida y muerte transcurre nuestra existencia en la Tierra, entre construir y derruir, entre el afán del interés particular por acumular y la aspiración a cuidar y distribuir.
Los espacios públicos están repletos de huellas que ensalzan y vanaglorian un pasado con muchas sombras y demasiados capítulos de la historia poco dignos de reconocimiento. Signos, símbolos, nomenclaturas o representaciones clasistas, aristocráticas, patriarcales, racistas, militaristas, coloniales o de exaltaciones religiosas. Ahí están para hablarnos de grandezas y miserias. Si, en función de criterios contrapuestos, tuviéramos que derribar todos esos significantes no pararíamos de demoler y tampoco sabríamos establecer los límites concretos de esas acciones destructivas.

En los gobiernos democráticos actuales hay un acuerdo tácito para eliminar todo tipo de símbolos que perpetúen la memoria de regímenes dictatoriales y, en ocasiones, erigir otros reparadores. Por citar algunos, se hizo tras la Segunda Guerra Mundial en Alemania, Italia o Francia, afectados por la dictadura nazi; en los países del este de Europa tras la caída de la Unión Soviética; en Sudáfrica tras el régimen de apartheid o en algunos países latinoamericanos tras las dictaduras de Pinochet o Videla.
En España, por iniciativa de asociaciones privadas y el impulso de algunos ayuntamientos, el proceso de recuperación de la memoria histórica se inició a partir de la constitución de las primeras corporaciones democráticas. Mas fue en el 2007 cuando, durante el gobierno socialista de Zapatero, se aprobó la primera Ley de Memoria Histórica. Recientemente, y el actual gobierno de coalición progresista ha aprobado la Ley de Memoria Democrática, cuya abolición ya ha sido anunciada por el Partido Popular y Vox, en el caso de que llegasen a gobernar.
Hace unas semanas, en aplicación de la primera ley mencionada, en el Valle de los Caídos, ahora denominado de Cuelgamuros, se exhumaron los restos de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange, representante del fascismo español, ensalzado durante la dictadura de Franco, que fue a su vez exhumado en octubre de 2019. Allí siguen enterradas decenas de miles de víctimas de la Guerra Civil, la mayoría del bando sublevado, junto a otros militares y civiles republicanos. El lugar sigue siendo un cementerio, además de monumento franquista y de exaltación del nacional catolicismo.
Ese monumental exponente de glorificación del franquismo fue construido en parte con mano de obra esclava de muchos republicanos represaliados. Es obra de los arquitectos Pedro Muguruza, nacido en Elgoibar y autor también del Sagrado Corazón de Donostia, y Diego Méndez, alumno destacado del primero, con la estrecha colaboración del escultor Juan de Ávalos, autor de numerosos monumentos franquistas y otros de carácter religioso en honor del nacionalcatolicismo. Durante muchas décadas aquel régimen autoritario instauró un poderoso sistema de representación que ocupó las calles y plazas con todo tipo de signos alegóricos, códigos visuales, significantes figurativos y señales emblemáticas. A pesar de la obligación de suprimirlos, muchos siguen intactos;algunos muy significativos como el Arco de la Victoria de Madrid o el Monumento a los caídos de Iruña.
Si dejamos que la memoria se despolitice, los acontecimientos pierden sentido y acaban convertidos en un revoltijo de posverdades, medias verdades o falsificaciones intencionadas que acaban relativizando el dolor de las víctimas y, por tanto, justificando o banalizando el terror infringido por los victimarios. En el fondo, esta es la intención de una parte de la derecha posfranquista y, evidentemente, de la extrema derecha descaradamente partidaria de seguir ensalzando la añorada Dictadura. Veremos que hacen a partir de ahora que han conseguido mucha cota de poder en las instituciones locales. De hecho, como botón de muestra, el ayuntamiento de Madrid, presidido por José Luis Martínez Almeida del PP, ya ha restituido los nombres de algunas calles donde han vuelto a aprarecer nombres vinculados al franquismo como el del general Millán Astray o el crucero Baleares, sustituyendo a la maestra Justa Freire o al del barco Sinaia que trasportó numerosos exiliados republicanos a México. Si por ellos hubiera sido, Franco y Primo de Rivera seguirían enterrados en el Valle de Cuelgamuros y ese monumento siniestro continuaría siendo el emblema supremo de los golpistas que se sublevaron contra la legítima II República (por cierto, este año se celebra el 150 aniversario de la primera, tan poco recordada y, sin embargo, el primer periodo democrático de la historia de España).
El Valle de los Caídos, se mire como se mire, entre todos, es una gran aberración. La mayor anomalía de todas las que se construyeron para ensalzar el régimen de Franco. Únicamente por esta razón y por su grandiosidad provocativa, desde mi punto de vista, el Valle de los Caídos debería ser destruido como ejemplo moral. Y tal vez, para que los acontecimientos no puedan ser cautivos de sus representaciones, una vez exhumados los restos de los cuerpos reclamados, convertir el solar -casi catorce mil hectáreas del valle- en un enorme bosque en recuerdo de lo que nunca debería volver a pasar, sin más señales ni símbolos, tan solo los árboles anónimos, testigos pacíficos de la historia.
[…] Eraso plantea en su blog una idea con la que estoy de acuerdo: dejar que la Naturaleza se apropie del mamotreto franquista del Valle […]