Según la opinión de una gran parte de la comunidad científica, uno de los efectos del cambio climático son las olas de calor cada vez más intensas y frecuentes. Ahí están los datos de la Agencia Estatal de Meteorología para corroborarlo. Aunque la península ibérica disfruta de un clima atlántico y mediterráneo bastante benévolo y moderado, desde hace unos años tenemos la sensación de que los veranos son más largos y calurosos, y los inviernos más cortos y menos fríos.
Aunque sea obvio que la situación geográfica es una condición para estar más o menos afectados por la subida de las temperaturas, no hay que olvidar que sus peores consecuencias se dan en los países, cuidades, barrios y personas con menos capacidad económica para hacer frente a sus efectos (es evidente que las más preocupantes las padecen las regiones más afectadas del sur empobrecido y, como consecuencia, las que también originan el mayor índice de migrantes climáticos).
En nuestro país, según las últimas cifras del Instituto de Salud Carlos III (principal organismo público de investigación en salud en España) desde que se inició la primera ola de calor de este verano, se han estimado más de dos mil muertes por efecto directo -golpes de calor- o consecuencias indirectas causadas por las altas temperaturas en los cuerpos más débiles o desprotegidos. Cifra que va en aumento, y más en grandes ciudades, como Barcelona o Madrid.
Julen Rekondo, Premio Nacional de Medio Ambiente 1998, en la categoría de medios de comunicación y Premio Periodismo Ambiental del País Vasco 2019, de manera reiterada, ha insistido en que estos episodios de calor extremo serían más llevaderos si, además de otras medidas estructurales contra el cambio climático, también se aplicaran en las ciudades otras estrategias urbanísticas de ordenación territorial distintas a las actuales que, en términos generales, tienden a obviar las medidas estructurales a largo plazo, mucho menos rentables electoralmente.
Entre otras -por citar algunas- controlar la especulación sobre el suelo vivo y favorecer su protección que, lamentablemente, cada vez se elimina más y, pero aún, se sustituye por pavimentaciones artificiales, sin ningún tipo de protección solar, ni siquiera bancos para sentarse; panificar el crecimiento de las ciudades, equilibrando construcción con mantenimiento de zonas verdes y azules, es decir, cuidado y regeneración de estanques, ríos, lagos y sistemas de evacuación de aguas pluviales; incentivar políticas urbanísticas rehabilitadoras con coberturas sociales para los núcleos urbanos y territorios menos favorecidos que, además, contribuyan a la adaptación de los edificios y las viviendas a las altas temperaturas con disposiciones adecuadas para la eficiencia energética; crear más zonas con bosques urbanos, arbolado y áreas sombreadas en los espacios públicos. Este mismo verano, el más caluroso de la historia según los registros, hemos podido comprobar el efecto refrescante que siempre supone caminar por parques o aceras con árboles.


Entre esas medidas atenuantes, también se encuentran los denominados refugios climáticos que, genéricamente, son espacios donde protegerse del calor durante el verano y del frío durante el invierno. Este año, en diferentes medios de comunicación, se ha hablado de ellos, seguramente porque algunas instituciones también han sido sensibles y porque se han hecho eco de que tendremos cada más necesidad de espacios de estas características. Sin duda, el Refugio climático del Círculo de Bellas Artes de Madrid ha sido el que ha tenido mayor repercusión mediática. Durante estos dos meses de verano, su emblemático salón de columnas -el espacio más grande de la institución- bajo la dirección creativa de los colectivos “Basurama” y “Germinando iniciativas socioambientales”, ha sido ajardinado y acondicionado especialmente para convertirlo en un particular y agradable lugar de acogida, recreo y encuentro social, además de guardería para plantas.
Sin embargo, más allá de iniciativas ejemplares, pero puntuales y excepcionales (esperemos que cunda el modelo), Elvira Jiménez de Green Peace, explicita que los refugios climáticos deben ser equipamientos claramente identificados y anunciados, que además garanticen el acceso gratuito y fácil para cualquiera; tendrían que ser cercanos a la vida cotidiana de las personas, es decir, distribuidos por todos los barrios; confortables y disponibles todos los días y con un amplio horario para poder ser utilizados en los momentos más críticos, muchas veces también las horas vespertinas del final de las tardes y comienzo de las noches.


Por el contrario -según Jiménez- si tomamos como ejemplo infraestructuras del sistema cultural, un cine, un museo o un teatro en los que se cobre por entrar no tendrían esta condición (por cierto, hablando de Madrid, es bastante desolador seguir viendo a cientos de personas en las puertas del Museo del Prado o del Reina Sofia -los dos de titularidad estatal de mayor afluencia- esperando en la calle y expuestos a temperaturas extremas para poder entrar en las dos únicas horas que, en los días laborables, esas instituciones son gratuitas. Alguna vez me he preguntado si nunca se le ha ocurrido a ningún responsable aplicar en ocasiones la excepción climática, como se hace con otros casos que, como los jubilados, tenemos libre acceso por nuestra situación.)
En una conversación entre trabajadors de la cultura que asistimos a la inauguración del Refugio climático del CBA, además de elogiar el proyecto, comentamos que para hablar con mayor propiedad de refugios climáticos, ahí estaban desde siempre, las bibliotecas, los centros culturales, sociales y deportivos municipales – hablamos incluso de los centros escolares- distribuidos por todos los barrios que, por su condición pública, siempre han tenido vocación de “refugio”, en el sentido más amplio de la palabra. También convenimos en que estas instituciones “silenciosas” y “discretas”, pero fundamentales para la calidad de vida de las poblaciones con menos recursos económicos, lamentablemente están cada vez menos atendidas. Coincidimos también en que aún podrían ser más acogedores si se les dotara de medios para adaptarlas mejor al cambio climático (reformas arquitectónicas bioclimáticas, aislamientos, protecciones térmicas, energía solar, ventiladores eficientes, al mismo tiempo que se hiciera un uso sensato y ponderado de los aparatos de aire acondicionado) y si se ampliaran los horarios de apertura, incluidos los días festivos o si se mejoraran los servicios y prestaciones que, lamentablemente, cada vez son más costosas para los usuarios, debido a las limitaciones de los presupuestos y a los procesos de externalización y privatización de las actividades. Por supuesto, hablamos de que sería más accesibles si se democratizaran las normativas de acceso y uso etc. En definitiva, concluimos que, si se invirtiera más y mejor en todas esas redes de servicios públicos, aumentarían también, sin duda, los derechos culturales de cualquiera y no tendríamos que hablar de “refugios climáticos” como excepción institucional o mediática, sino como normalidad democrática y social.





















