REFUGIOS CLIMÁTICOS DE LA CULTURA

Según la opinión de una gran parte de la comunidad científica, uno de los efectos del cambio climático son las olas de calor cada vez más intensas y frecuentes. Ahí están los datos de la Agencia Estatal de Meteorología para corroborarlo. Aunque la península ibérica disfruta de un clima atlántico y mediterráneo bastante benévolo y moderado, desde hace unos años tenemos la sensación de que los veranos son más largos y calurosos, y los inviernos más cortos y menos fríos.

Aunque sea obvio que la situación geográfica es una condición para estar más o menos afectados por la subida de las temperaturas, no hay que olvidar que sus peores consecuencias se dan en los países, cuidades, barrios y personas con menos capacidad económica para hacer frente a sus efectos (es evidente que las más preocupantes las padecen las regiones más afectadas del sur empobrecido y, como consecuencia, las que también originan el mayor índice de migrantes climáticos).

En nuestro país, según las últimas cifras del Instituto de Salud Carlos III (principal organismo público de investigación en salud en España) desde que se inició la primera ola de calor de este verano, se han estimado más de dos mil muertes por efecto directo -golpes de calor- o consecuencias indirectas causadas por las altas temperaturas en los cuerpos más débiles o desprotegidos. Cifra que va en aumento, y más en grandes ciudades, como Barcelona o Madrid.

Julen Rekondo, Premio Nacional de Medio Ambiente 1998, en la categoría de medios de comunicación y Premio Periodismo Ambiental del País Vasco 2019, de manera reiterada, ha insistido en que estos episodios de calor extremo serían más llevaderos si, además de otras medidas estructurales contra el cambio climático, también se aplicaran en las ciudades otras estrategias urbanísticas de ordenación territorial distintas a las actuales que, en términos generales, tienden a obviar las medidas estructurales a largo plazo, mucho menos rentables electoralmente.     

Entre otras -por citar algunas- controlar la especulación sobre el suelo vivo y favorecer su protección que, lamentablemente, cada vez se elimina más y, pero aún, se sustituye por pavimentaciones artificiales, sin ningún tipo de  protección solar, ni siquiera bancos para sentarse; panificar el crecimiento de las ciudades, equilibrando construcción con mantenimiento de zonas verdes y azules, es decir, cuidado y regeneración de estanques, ríos, lagos y sistemas de evacuación de aguas pluviales; incentivar políticas urbanísticas rehabilitadoras con coberturas sociales para los núcleos urbanos y territorios menos favorecidos que, además, contribuyan a la adaptación de los edificios y las viviendas a las altas temperaturas con disposiciones adecuadas para la eficiencia energética; crear más zonas con bosques urbanos, arbolado y áreas sombreadas en los espacios públicos. Este mismo verano, el más caluroso de la historia según los registros, hemos podido comprobar el efecto refrescante que siempre supone caminar por parques o aceras con árboles.

Entre esas medidas atenuantes, también se encuentran los denominados refugios climáticos que, genéricamente, son espacios donde protegerse del calor durante el verano y del frío durante el invierno. Este año, en diferentes medios de comunicación, se ha hablado de ellos, seguramente porque algunas instituciones también han sido sensibles y porque se han hecho eco de que tendremos cada más necesidad de espacios de estas características. Sin duda, el Refugio climático del Círculo de Bellas Artes de Madrid ha sido el que ha tenido mayor repercusión mediática. Durante estos dos meses de verano, su emblemático salón de columnas -el espacio más grande de la institución- bajo la dirección creativa de los colectivos “Basurama” y “Germinando iniciativas socioambientales”, ha sido ajardinado y acondicionado especialmente para convertirlo en un particular y agradable lugar de acogida, recreo y encuentro social, además de guardería para plantas.

Sin embargo, más allá de iniciativas ejemplares, pero puntuales y excepcionales (esperemos que cunda el modelo), Elvira Jiménez de Green Peace, explicita que los refugios climáticos deben ser equipamientos claramente identificados y anunciados, que además garanticen el acceso gratuito y fácil para cualquiera; tendrían que ser cercanos a la vida cotidiana de las personas, es decir, distribuidos por todos los barrios; confortables y disponibles todos los días y con un amplio horario para poder ser utilizados en los momentos más críticos, muchas veces también las horas vespertinas del final de las tardes y comienzo de las noches.

Por el contrario -según Jiménez- si tomamos como ejemplo infraestructuras del sistema cultural, un cine, un museo o un teatro en los que se cobre por entrar no tendrían esta condición (por cierto, hablando de Madrid, es bastante desolador seguir viendo a cientos de personas en las puertas del Museo del Prado o del Reina Sofia -los dos de titularidad estatal de  mayor afluencia- esperando en la calle y expuestos a temperaturas extremas para poder entrar en las dos únicas horas que, en los días laborables, esas instituciones son gratuitas. Alguna vez me he preguntado si nunca se le ha ocurrido a ningún responsable aplicar en ocasiones la excepción climática, como se hace con otros casos que, como los jubilados, tenemos libre acceso por nuestra situación.) 

En una conversación entre trabajadors de la cultura que asistimos a la inauguración del Refugio climático del CBA, además de elogiar el proyecto, comentamos que para hablar con mayor propiedad de refugios climáticos, ahí estaban desde siempre, las bibliotecas, los centros culturales, sociales y deportivos municipales – hablamos incluso de los centros escolares-  distribuidos por todos los barrios que, por su condición pública, siempre han tenido vocación de “refugio”, en el sentido más amplio de la palabra. También convenimos en que estas instituciones “silenciosas” y “discretas”, pero fundamentales para la calidad de vida de las poblaciones con menos recursos económicos, lamentablemente están cada vez menos atendidas. Coincidimos también en que aún podrían ser más acogedores si se les dotara de medios para adaptarlas mejor al cambio climático (reformas arquitectónicas bioclimáticas, aislamientos, protecciones térmicas, energía solar, ventiladores eficientes, al mismo tiempo que se hiciera un uso sensato y ponderado de los aparatos de aire acondicionado) y si se ampliaran los horarios de apertura, incluidos los días festivos o si se mejoraran los servicios y prestaciones que, lamentablemente, cada vez son más costosas para los usuarios, debido a las limitaciones de los  presupuestos y a los procesos de externalización y privatización de las actividades. Por supuesto, hablamos de que sería más accesibles si se democratizaran las normativas de acceso y uso etc. En definitiva, concluimos que, si se invirtiera más y mejor en todas esas redes de servicios públicos, aumentarían también, sin duda, los derechos culturales de cualquiera y no tendríamos que hablar de “refugios climáticos” como excepción institucional o mediática, sino como normalidad democrática y social.  

NO HAY DERECHOS CULTURALES SIN JUSTICIA SOCIAL

Nota: texto publicado también en ctxt.es el 4 de septiembre.

Desde que a mediados de los años setenta fui responsable de la biblioteca pública municipal de mi pueblo, Tolosa, y unos años después primer director de la Casa de Cultura Antonio Maria Labaien Kultur Etxea hasta la reciente presentación del Plan de Derechos Culturales, promovido por el actual Ministerio de Cultura, la cuestión del acceso y democratización de la cultura es el tema y la preocupación más recurrente entre las personas que nos dedicamos a la gestión cultural.

Es cierto que se ha avanzado mucho en la ampliación de derechos, pero seguimos constatando que aún falta mucho por hacer. ¿Por qué, a pesar de todos los esfuerzos institucionales, planes estratégicos, congresos, laboratorios, etc., hay tanta gente que se queda al margen de lo que entendemos por cultura? ¿No será que cuando afirmamos el derecho a la cultura, con demasiada frecuencia, olvidamos enunciarlo junto a la exigencia de otras políticas económicas que amplíen la justicia social? ¿No será que seguimos pensando esos derechos como si el sistema cultural fuera autónomo e inmune a la economía capitalista en la que se inscribe y desdeñamos que reproduce los mismos mecanismos de desigualdad y genera las mismas lógicas de segregación y exclusión, incluidas las propiamente culturales?

Las instituciones culturales -sean las que sean en su extensa diversidad y condición económica- no son entidades separadas de la vida, más bien son campos dialécticos donde se dirimen formas opuestas de concebirla. Aunque cierto idealismo nos haga pensar lo contrario, no están aisladas de la realidad, de su dinamismo y composición social, sus problemas humanos, tensiones políticas y encrucijadas culturales. Si la pretensión es ensanchar los derechos culturales, abrir más las instituciones, hacerlas más permeables, escuchar mejor todo lo que las circunda, deberíamos aceptar, de partida, la condición expuesta de cualquier experiencia cultural y asumir que siempre están afectadas por el contexto social y económico en las que se inscriben para, de ese modo, poder aplicar políticas de redistribución más justas y equitativas.

Soy consciente de que ni el Ministerio de Cultura, ni los departamentos culturales de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos, y mucho menos las instituciones culturales que de ellos dependen, tienen potestad para modificar el sistema económico y aplicar otras políticas de redistribución de las rentas del capital y del trabajo o derogar la ley de extranjería -por poner dos ejemplos de discriminación social. Sin embargo, sí tienen responsabilidad a la hora de exigir a los gobiernos correspondientes otras políticas que puedan atenuar las dificultades que numerosas personas tienen para participar o ser activas en la “vida cultural”, por lo menos como la entendemos desde las convenciones del sistema (dicho sea de paso, la diversidad de formas culturales existe más allá de las instituciones y se manifiestan a través de sus propias dinámicas, muchas veces alejadas o, al margen, de las propuestas hegemónicas).

Políticas que, como está tratando de implementar con muchas dificultades el actual gobierno, impliquen contratos dignos y salarios justos, cumplimiento de las leyes vigentes sobre duración de las jornadas laborales, reducción del tiempo de trabajo, ampliación de rentas sociales (mejora de las pensiones y del ingreso mínimo vital o, yendo más allá, la puesta en marcha de la renta básica universal), para poder reducir la pobreza, mejorar las condiciones de vida y, de ese modo, ensanchar las potencias de la subjetividad creativa. Políticas económicas que, del mismo modo, acompañen a políticas fiscales que deberían favorecer a los más débiles de la cadena productiva y exigir más a los que más acumulan o concentran capital y recursos.

Me refiero a políticas que defiendan a los sectores más frágiles y desprotegidos del tejido social y creativo. Políticas que incentiven más las iniciativas pequeñas y distribuidas en el territorio, con el apoyo a asociaciones, cooperativas, colectivos o pequeñas empresas, eventos y festivales, etc. y menos a los macro eventos centralizados. Alguna vez he comentado que más valen diez mil actividades para cien o mil personas que cien macro eventos para cien mil.

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EL MALESTAR EN LA TURISTIFICACIÓN

Este texto fue publicado el mes de junio en la revista Galde.

En las primeras líneas de El malestar en la turistificación. Pensamiento crítico para una transformación del turismo (Icaria, 2023) -recopilación de textos coordinada por Ernest Cañada, Clément Marie dit Chirot e Ivan Murray─,  se explica con claridad que la turistificación consiste en un proceso de transformación socioespacial como consecuencia del crecimiento de las actividades turísticas a las que, desplazando otras necesidades y usos del espacio urbano, queda subordinada gran parte de la vida económica y social de los territorios.

Cuando se afirma que la economía española depende en gran medida de la industria del turismo y de la construcción, no se desvela nada nuevo. Desde la década de 1960, y de forma más acelerada desde los años noventa, hemos sido testigos de cómo las costas de nuestro país, sobre todo la mediterránea, se han ido abarrotando de urbanizaciones y hoteles, y han ido surgiendo nuevos ramales de carreteras, autovías y autopistas. También hemos visto como los centros de muchas ciudades del interior se han convertido en espacios abigarrados, uniformes y previsibles, con todo tipo de establecimientos comerciales franquiciados, cadenas de hoteles o residencias habitacionales temporales y desarraigadas. 

Más de la mitad de los turistas llegan de otros lugares del mundo, lo cual implica también una alta incidencia en las actividades económicas dedicadas a la movilidad, inversiones en aeropuertos, nuevas redes ferroviarias para trenes de alta velocidad que acorten el tiempo de desplazamiento entre las ciudades. Del mismo modo, esta multiplicación incesante de flujo humano temporal ─vinculado sobre todo al ocio y al tiempo libre─ obliga a ampliar los recursos destinados a todo tipo de servicios públicos que, en parte, redundan en el empeoramiento de las prestaciones destinadas a las poblaciones que viven en esos lugares en régimen de permanencia estable.

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El sector del turismo en España ocupa a casi tres millones de personas, el trece por ciento de la población laboral, y el de la construcción, a un millón y medio. Durante décadas, ambos sectores industriales han constituido el motor principal de la economía y, según las estadísticas más recientes, esta tendencia tiende a crecer con el beneplácito de las instituciones públicas y el regocijo empresarial. Ni las evidencias de grave inestabilidad social y económica causada por la crisis financiero-inmobiliaria de la primera década de este siglo, ni la ocasionada por la pandemia de la COVID-19 han alterado un ápice las grandes decisiones políticas y empresariales en relación con una posible transformación de ese modelo económico. De hecho, asistimos a una vuelta de tuerca más en la aceleración de los procesos de turistificación.

Ante los resultados económicos de este crecimiento, en principio beneficiosos para la creación de empleo, –aunque sea con altas tasas de temporalidad y bajos salarios–, y la aquiescencia de casi todas las fuerzas políticas, parece muy complicado plantear la transición hacia otro tipo de economía más vinculada a la sostenibilidad integral de la vida. La relación de posibles alternativas es muy amplia, sin embargo, más allá de triunfalismos cortoplacistas, es evidente que esos responsables políticos tan satisfechos con la “marca España”, convertida en el reposo de millones de visitantes, tendrían que darle más de una vuelta al futuro de nuestra economía si no queremos que el juguete se rompa otra vez antes de lo previsto, como ya pudimos comprobar en las dos últimas crisis citadas.

Más allá de los beneficios laborales a corto plazo, se están observando otros efectos muy alarmantes en relación con la pérdida de calidad de vida de ls habitantes de las zonas más afectadas. Es evidente que la turistificación ha dado lugar a un creciente malestar social que concentra en el turismo la percepción de pérdida de derechos y de posibilidades de una vida digna en cada vez mayor número de ciudades.

Estos meses miles de personas en Canarias, Palma de Mallorca, Málaga, Santander, Donostia o en el barrio de Lavapiés de Madrid han salido a la calle para reclamar un cambio en el modelo económico. En las manifestaciones se evidencia el descontento producido por los bajos salarios, la inestabilidad del empleo, las dificultades para acceder a una vivienda, las deficiencias de los servicios públicos o los problemas de movilidad causados por la masificación y la saturación del territorio. Incluso algunos políticos locales, conscientes del aumento del descontento ciudadano, han comenzado a pensar medidas para poner límites al desbordamiento de problemas que produce la turistificación. Casi todas han sido pequeñas regulaciones que no afectan a la estructura económica del sistema.

Parafraseando a Cristina Oehmichen, del Instituto de Investigaciones Antropológicas de Ciudad de México, no podemos perder de vista que el turismo, como fenómeno global que articula una infinidad de prácticas económicas, sociales, identitarias, culturales y simbólicas relacionadas con la experiencia del viaje y el consumo, es un sistema complejo y, la vez, dinámico que opera como punta de lanza del capitalismo avanzado. Como tal, es una economía que no tiene límites en la explotación desmedida del territorio, la expansión artificial de las ciudades, la extracción de recursos naturales y la desposesión humana. Penetra desde los espacios históricos más emblemáticos y consolidados de los centros urbanos metropolitanos, hasta los parajes y rincones más apartados del planeta, imprimiendo nuevas y variadas formas de uso del territorio.

En el caso español, siguiendo a Rubén Martínez Moreno de La Hidra Cooperativa, la conversión de la vivienda y el suelo público en activos financieros fueron y siguen siendo la médula espinal del sistema. Además, la construcción de vivienda turística, junto a grandes infraestructuras de movilidad, así como la proliferación de eventos y megaproyectos de transformación urbana se insertan en esa misma lógica de acumulación que, en consecuencia, han supuesto niveles altísimos de consumo de recursos no renovables y una erosión de los entornos de alto valor ecológico. Se podría citar muchos ejemplos, pero por mencionar algunos vito la construcción del Gastronomy Open Ecosystem (otro Basque Culinary Center) en pleno centro de Donostia/San Sebastián, lamentablemente ya en plena obra; el segundo espacio que el Museo Guggenheim pretende edificar en la biosfera de Urdaibai en Bizkaia o el Hard Rock de Tarragona.

Los coordinadores del libro citado señalan que la turistificación de nuestras sociedades amenaza la vida y las posibilidades de su reproducción. El turismo se ha convertido en un riesgo creciente para la sostenibilidad de la vida. Sin embargo, también advierten que, de manera a veces engañosa, frente a los problemas causados por la saturación turística, se señala al turista individual y su comportamiento como el principal problema. Según ellos, esta conclusión parcial, separada del resto de las partes implicadas en la ecuación económica, es una acusación interesada para poder desviar el fondo real de la cuestión. Si el foco lo situamos únicamente en la masificación -insisten- la respuesta tiende hacia una política que prima la selección del turista en función de su poder adquisitivo y su comportamiento virtuoso. Las consecuencias son conocidas: la elitización para privilegiados o, en la otra cara, la responsabilización política de la decisión individual. De este modo se oculta lo que realmente está en juego: la estructura económica del sistema, la acumulación de los beneficios del capital y los entramados empresariales, políticos, comunicativos y académicos a su servicio.

Por tanto, para fortalecer las capacidades de resistencia a los procesos de turistificación, es más urgente comprender bien la naturaleza compleja del fenómeno y el funcionamiento cambiante de sus dinámicas, así como todas sus implicaciones sociales. Necesitamos construir alternativas en las que este tipo de actividades, relacionadas con el derecho al viaje y al ocio, puedan estar al servicio de la mayoría social sin comprometer los recursos finitos de un planeta cada vez más tensionado. Ampliar preguntas y perspectivas es hoy una tarea urgente del compromiso intelectual que desde perspectivas emancipatorias se plantea cómo abordar un mundo en vías de turistificación.

El crítico cultura Mark Fisher en Realismo capitalista (Caja Negra, 2016) frente al narcisismo moderno para el cual el mundo se ofrece como un mercado al servicio de la satisfacción ilimitada de los deseos humanos, no hacía más que convocar una imagen epicúrea del placer y del hedonismo con una conciencia plenamente consecuente de los límites de los recursos energéticos y naturales que podemos consumir. Sin caer en una elitista exaltación del ascetismo de la frugalidad, que pasa por alto la misera condición de un buen porcentaje de la humanidad, la transición ecosocial implica también buenas dosis de renuncia.

ARTE Y VIDA EN MARÍA CUETO

Antes de entrar en materia -nunca mejor dicho- me gustaría comentar que, a pesar de mi educación sentimental, profundamente idealista – esa que nos abría las puertas del cielo, de dios, la verdad, la belleza o la revolución-, desde hace muchos años, mis herramientas conceptuales para interpretar la vida y sus formas -incluidas las formas artísticas de María Cueto– son, en gran medida, dialécticas y materialistas. El idealismo estético nos ha educado, nos ha in-formado a la hora de mirar el mundo y, en mi caso, he de reconocer que, aun sabiendo que nunca cejo de perseguir la verdad o la belleza, siempre se me escapan. Así que, como Sísifo, lo vuelvo a intentar una y otra vez. 

Para explicar mejor lo que entiendo por materialismo, alguna vez he llegado a decir que Venecia, invadida por turistas, deshabitada y vaciada de vida comunitaria, estéticamente hablando, me interesa mucho menos que Algeciras y su extensión el Campo de Gibraltar, territorio que visito muy a menudo, con sus paradojas sociales y tensiones políticas, su paisaje urbano atravesado por la condición histórica de la industrialización franquista, o su excepcional -“bello”- entorno natural, epicentro de un espacio geoestratégico transfronterizo fundamental para pensar el desarrollo del capitalismo fósil y sus consecuencias en la configuración democrática de Europa y de África.  

Por poner algún ejemplo cercano, aquí en Donostia/San Sebastián, dialogando con Rita Unzurrunzaga, de la galería Ekain de María Cueto, y Julen Recondo, reconocido medioambientalista -precisamente en Cristina Enea, pionero Centro de Recursos Medioambientales- me atrevo a afirmar que en tiempos de emergencia climática o aceleración de la vida me resultará difícil “contemplar” la arquitectura del nuevo GOE (Gastronomy Open Ecosystem) otra factoría del Basque Culinary Center. Por mucho que el edificio esté firmado por prestigiosos arquitectos internacionales y el resultado formal pueda sumarse a la lista de arquitecturas famosas y espectaculares. Desde mi punto de vista, cada vez más, la fama de las formas y el espectáculo de la retórica arquitectónica – también los excesos de la gastronomía- ocultan la incapacidad ética para ser consecuentes con las necesidades políticas y ecológicas que, actualmente, nos plantea abordar la crisis climática y el regimen económico y social que la está provocando.

Por tanto, para continuar y situar mejor mi análisis de la obra de María Cueto, me atrevo a decir que, para mí, no existe una belleza absoluta fuera del tiempo ni de las condiciones materiales de vida, ni de las relacione de esta con el devenir histórico.

La Revolución Industrial nos trajo un gran aceleramiento de la vida, disociando el tiempo de la biosfera del tiempo social. Muchos indicadores que nos proporcionan información sobre el estado del planeta sugieren que estos dos últimos siglos hemos acelerado demasiado las máquinas de producción y consumo, aumentado la movilidad física, dispersado la capacidad cognitiva y, en consecuencia, entre los seres humanos han crecido las patologías relacionadas con nuestras maneras de emplear el tiempo: ansiedad, pánicos y fobias, depresión, trastornos del sueño, de la alimentación, desórdenes obsesivo-compulsivo, etc. Parece que estamos sin remedio bajo el dominio del tiempo y, lo que es peor, atrapados en sus prácticas más perjudiciales.    

A la vista del devenir destructivo de determinadas formas de vida, parafraseando a Rüdiger Safranski en Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir (Tusquets Editores, 2017).  quizás por primera vez en la historia hemos llegado a un punto en el que la atención al tiempo del planeta y al nuestro personal han de convertirse en materia prioritaria de la política. Necesitamos una revolución de su régimen social que incluya la protección ecológica de la Tierra y la posibilidad de mejorar nuestra relación con los respectivos tiempos propios en el plano psicológico, cultural y económico.

Aunque la mayoría de los seres humanos nos empeñamos en ir contra el tiempo y en descuidar nuestra atención al planeta, María Cueto se toma su tiempo a la hora de proponerse el trabajo artístico y, en consecuencia, su manera de vivir. No tiene prisa. Por otro lado, el tiempo físico de sus esculturas, la dimensión temporal que atraviesa los materiales que emplea, es también, a la vez, substancia formal y conceptual. Los sarmientos, las semillas y las hojas contienen su propia memoria y, en cierto sentido, en ellas subsiste la huella de algo previo, a modo de reminiscencia. Cueto trata esos restos materiales consciente de esa condición atemporal, pero también con responsabilidad ecológica en relación a su significado presente. 

Cuando menciono el tiempo físico, me refiero también a su proceso de creación, a la temporalidad concreta que comienza y termina mientras las formas aparecen o al ritmo de su respiración. Modos de hacer que la vinculan a una larga tradición relacionada con los trabajos manuales del tejer. Es un respirar acompasado y, en su caso, solitario, mientras los materiales de la naturaleza con los que trabaja resurgen y resignifican para reconfigurar sus potencias expresivas y simbólicas. Arte y vida van de la mano, nunca mejor dicho.

La materialidad de sus esculturas es esencial a su consciente quehacer artístico, perseverante, pero no precipitado, laborioso, pero no fabril. En ese devenir, Cueto construye una forma política de vida. No me refiero a un arte politizado, sino a una forma política que está en su propia condición de existencia, diría Jacques Rancière. Por la manera en la que Cueto entiende su propia corporeidad laboriosa o se sitúa ante los materiales que recopila de la naturaleza y los convierte en artificios – incluso archivos- o por la forma en la que el tiempo habita sus esculturas y la atención con las que las elabora, estas se acercan también a determinados feminismos materialistas que proponen una ética de la producción pensada en términos holísticos, superando el dualismo cultura-lenguaje versus naturaleza-materia, incluso escena y paisaje. Como para Elisabeth Grosz, en Cueto, la naturaleza es una combinación de materia y vida, elementos inorgánicos y orgánicos, cuya característica fundamental es una evolución sin final. 

Sus evocaciones naturalistas y poéticas, que también podrían sugerir alegorías formales primitivas, son asimismo artificios mecánicos contemporáneos, construcciones móviles desprovistas de cierto romanticismo paisajista, tan característico también del idealismo. En las esculturas de Cueto la naturaleza y la cultura, incluida aquí la tecnología (hay precisión matemática en su elaboración) son como las dos caras de una banda de Moebius, nunca se sabe cuándo acaba la una y comienza la otra; deshacen la fractura binarista entre lo que entendemos por cultura, el objeto escultórico en sí mismo, y por naturaleza, los materiales que lo componen. En cierto sentido, Cueto se situaría más cerca del monismo de Spinoza que del dualismo ontológico de Descartes, para el que primero se piensa y después se actúa; sin embargo, para Spinoza no existen dos órdenes, sino únicamente cuerpos pensantes, ya que pensamiento y cuerpo son atributos de una misma substancia.

Cueto también desarticula la dicotomía entre forma y concepto, incluso la división entre artista intelectual y artesano manual o el artista orgulloso y la humilde artesana, que fundó la modernidad, produciendo una separación artificiosa entre subjetividad artística y juicio estético. Del mismo modo, disloca la escisión entre cuerpo y mente o alma, entre mano y cabeza, entre hacer y pensar, incluso entre razón y pasión o entre el ejercicio de una práctica concreta y la especulación abstracta, entre ciencia y filosofía o arte y pensamiento. Tanto es así que en sus esculturas la materia ocupa un lugar paralelo al de su pensamiento, ella hace pensando y viceversa.

No en vano la misma raíz lingüística de poiéin, deriva en las palabras “hacer” y “poesía”. Giorgio Agamben en El hombre sin contenido (Ediciones Áltera, 2005) señala que los objetos fabricados por un artesano o la producción artística -pinturas, esculturas o poesías- mantienen relación con la noción de poiesis, es decir, toda actividad realizada por el ser humano.

Richard Sennet en El artesano (Anagrama,2005)dice que en la mayoría de nosotros hay un artesano inteligente, todos tenemos la capacidad de hacer un buen trabajo. Según él, “[…] es posible que el término ‘artesanía’ sugiera un modo de vida que languideció́ con el advenimiento de la sociedad industrial, pero eso es engañoso, ‘artesanía’ designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más. La artesanía abarca una franja mucho más amplia que la correspondiente al trabajo manual especializado. Efectivamente, es aplicable al programador informático, al médico y también al artista”.

CULTURA DE LA DESMESURA, AGRICULTURA DE LA CORDURA

Aunque sea un tópico repetido una y mil veces, la forma más primigenia de la cultura fue la agricultura. Además de la caza, la pesca y la recolección, el cultivo del campo para la autoproducción de alimentos y, en consecuencia, la supervivencia de la especie humana y sus formas de vida comunitarias fue una auténtica revolución. Es indudable que la agricultura sigue siendo fundamental para entender nuestra relación con la Tierra.  Durante siglos, el consumo de bienes procedentes de la naturaleza y la agricultura tuvo un principio de correspondencia con los ecosistemas bastante lúcida y equilibrada. Las necesidades vitales tenían una relación cabal con la realidad material y eran atemperadas por algún grado de racionalidad.

Salvando las distancias con todas las diferencias culturales, sociales y económicas que en los distintos lugares del mundo existen en torno a los conceptos de escasez y necesidad, el consumo era mucho más moderado comparado con lo que sucede en nuestros tiempos.  En su célebre Ecología de la libertad. Surgimiento y disolución de la jerarquía (Capitán Swing, 2022) el historiador Murray Bookchin, pionero activista ecologista, nos recuerda que los problemas de las necesidades y de la escasez deben ser contemplados como un problema de selectividad, es decir, de elección. Un mundo donde las necesidades compiten con las mercancías y viceversa, es el reino retorcido del consumo ilimitado y fetichizado. Si bien es cierto que la necesidad presupone una suficiencia en los medios de vida, no por ello -añade- implica la existencia de una abundancia salvaje de bienes, superabundancia que ahoga la capacidad del individuo de seleccionar racionalmente los valores de uso, de definir sus necesidades en términos de criterios cualitativos, ecológicos, humanísticos y, de hecho, filosóficos.

Durante muchos siglos, aquella correspondencia sostenible con el territorio abrió formas de economía comunitaria, pero también procesos de privatización y, en consecuencia, cercamientos de tierras y de acumulación propietaria. Al fin y al cabo, la territorialización del poder configuró los mapas de posesión y desposesión, las guerras por los límites y la soberanía, la aparición de los estados nación y el origen del capitalismo, junto al colonialismo imperial, la ulterior globalización económica y el actual régimen de capitalismo financiarizado en el que el sector agrícola también se ha convertido en materia de especulación.

En Capitalismo caníbal (Siglo XXI, 2023), Nancy Fraser dice que cada régimen precipitó tipos distintivos de luchas en torno a la naturaleza. Pero algo permaneció constante en todas las etapas: en cada caso, las crisis y la lucha ecológica estuvieron profundamente entrelazadas con otras basadas en las contradicciones estructurales de la sociedad capitalista. El resultado -añade – es una maraña de super ganancias y múltiples miserias en que lo ambiental se entrelaza con lo social.

Desde las diferentes revoluciones industriales, y más en concreto, tras las dos guerras mundiales europeas se produjo, de manera paulatina, una alteración substancial en el régimen de alimentación. Siguiendo el modelo fordista de producción- en gran medida la espina dorsal del desarrollo económico de EE. UU que se trasladó a casi todas las cadenas de producción del mundo- se pasó de un sector agropecuario local, autosuficiente y sostenible, a un sistema industrial con un horizonte de mercado global que desbordó los límites más razonables de consciencia ecológica. En esta nueva era, nombrada como Antropoceno o Capitaloceno, las actividades humanas, vinculadas al crecimiento, la acumulación y el consumo ilimitado de un capitalismo globalizado se han convertido en el factor determinante de desbordamiento de los límites de la biosfera. Cualquier producto, bien agrícola como ganadero, se puede producir, promover y consumir dondequiera y además con grandes incentivos para ser trasportable a todos los rincones del mundo. Un sistema de distribución con fuerte dependencia de cadenas logísticas de larga distancia, gigantes empresas multinacionales agroalimentarias, sofisticadas redes de infraestructuras y seguridad, y con una disponibilidad ilimitada de combustibles fósiles a bajo precio.

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ACTOS REVERSIBLES Y ACCIONES IRREVERSIBLES

Hace unos días, en el Museo del Louvre, dos activistas climáticas de Riposte Alimentaire (Respuesta Alimentaria) arrojaron sopa sobre los cristales que protegen La Gioconda, la obra más icónica de Leonardo da Vinci y foco principal de las miradas de los visitantes. Pocos días después, varias personas de Greenpeace y Unmute Gaza se encaramaron a la fachada del Museo Reina Sofia para colgar una gran pancarta con la que pretendían reclamar más atención sobre los graves acontecimientos que están ocurriendo en Palestina.

Podemos estar más o menos de acuerdo en apoyar o rechazar determinados actos que militantes ecologistas están llevando a cabo en espacios e instituciones públicas y privadas. Podemos sentirnos cómplices o desligados de las formas de desobediencia civil ocurridas a lo largo de la historia; sin embargo, es difícil negar la importancia que estos hechos tuvieron para significar y representar las revueltas sociales en favor de los derechos humanos, siempre limitados y en constante proceso instituyente. Por ejemplo, a mediados del siglo XIX, el mismo Henry David Thoreau, autor de Desobediencia civil, se negó a pagar impuestos como protesta contra el exterminio de los nativos americanos, para reclamar el fin de la esclavitud o, pocos años antes de que falleciera, dar testimonio contra la guerra que EE.UU. mantenía entonces con México.

El movimiento ecologista siempre ha sido proclive a llevar a cabo actuaciones mediáticas para subrayar con más eficacia el sentido reivindicativo de sus mensajes políticos. Se pueden rastrear a lo largo de la historia contemporánea desde las históricas acciones antinucleares que se iniciaron en la década de los setenta y ochenta del siglo pasado, como las realizadas por Greenpace en el primer Raibow Warrior, barco que en 1985 fue bombardeado y hundido, causando además la muerte del fotógrafo Fernando Pereira. También son muy conocidas las acciones del segundo buque y actualmente del Rainbow Warrior III en defensa de los océanos y otras causas. Se podrían citar también muchas otras históricas del activismo indígena en Latinoamérica. Sirva la mención a Berta Cáceres, asesinada precisamente por su labor militante, junto a activistas del COPINH, en defensa del territorio, de los bienes comunes de la naturaleza y el proyecto emancipatorio y autonómico de la cultura Lenca en Honduras, que hoy continúan sus hijas Bertha y Laura Zúñiga; hasta las sentadas de Greta Thunberg, imitadas por numerosos jóvenes; las llevadas a cabo por Rebelión Científica el año pasado ante el Congreso de Diputados o las más recientes de activistas de “Futuro Vegetal” en la sala del Museo del Prado donde se encuentran las dos célebres Majas de Goya. También, por citar algunas, se han llevado a cabo acciones de desobediencia ante El Grito de Münch, Los Girasoles de Van Gogh, La Carreta de Heno de Constable, La Joven de la Perla de Vermeer, La Primavera de Botticelli, Masacre en Corea de Picasso o Latas de Sopa Campbell de Warhol. Todas obras de sobra conocidas por el imaginario popular.   

No deja de ser curioso que hayan sido estas acciones contra obras de arte, precisamente, las que más rechazo han provocado en la opinión pública o, por lo menos, en una parte significativa de personas relacionadas con el arte y la cultura. Quizás – me atrevo a sugerir- la razón de ese malestar se deba a que, a través de la historia de la cultura, tan disgregada de la historia material de la naturaleza, hemos aprendido que las obras de arte son parte fundamental de las manifestaciones sublimes del espíritu del ser humano. Por tanto, en cierto sentido, también son sagradas e intocables. La naturaleza y la tierra, por el contrario, son siempre susceptibles de ser explotadas sin límites razonables sin que, al parecer, nos produzca tanto desasosiego.

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