Ayer terminé las últimas páginas de Austerlitz, la novela de W.G. Sebald. Cumplí años, muchos años, no demasiados, pero suficientes para pensar que a pesar de mis obsesiones sobre la juventud que termina y la vejez que se acerca, ciertamente, me estoy haciendo viejo. Pero me gustaría enfrentarme a esa circunstancia con el mismo peculiar sentido de lo cómico del autor de esa magnífica novela, cuando en un balneario describe la auténtica coladura médico-diagnóstica para curar la obesidad de la clase burguesa. En cierto modo, a pesar de las contradicciones, reconociendo mi condición de clase privilegiada, me siento identificado con la decrepitud de aquellos vividores que describe en las últimas páginas de la novela: la suciedad de estómago, la inercia intestinal y otras obstrucciones del abdomen, las irregularidades de la menstruación, la cirrosis hepática, la hipocondría del bazo, las enfermedades del riñón, vejiga y aparato urinario, las inflamaciones glandulares y las manifestaciones de tipo escrofuloso, pero también la debilidad del sistema nervioso y muscular, la flojera, los temblores de miembros, parálisis, flujos mucosos y sanguíneos, prolongadas erupciones cutáneas y casi cualquier otra infección patalógica imaginable.