LA GUERRA, TAN LEJOS Y TAN CERCA

Las diversas exposiciones de Tratado de Paz: 1813. Asedio, incendio y reconstrucción de San Sebastián, además de elementos patrimoniales relacionados con aquel asedio, nos muestran otras obras coetáneas, modernas y contemporáneas que pueden servir como pequeñas incisiones en nuestra vida actual para pensar las múltiples y sutiles maneras en las que el horror de la guerra se sigue colando en nuestras casas. Más allá del análisis de aquel trágico acontecimiento, también tratan de analizar las razones por las que la guerra sigue siendo una práctica habitual para regular la organización del mundo.

En una de las primeras salas del Museo San Telmo, W. G. Sebald, probablemente uno de los escritores contemporáneos que mejor ha revelado los significados ambivalentes que se ocultan tras las palabras paz y guerra o amigo y enemigo, nos propone, a modo de ejemplar relato, la lectura de Austerlitz, la historia de un niño judío marcado por un apellido que le vincula a la batalla del mismo nombre, ganada por Napoleón en 1805. Esta magnífica novela ilustrada narra la historia de un hombre al que de niño, roban patria, idioma y nombre, y tras esa experiencia de desgarro, desarraigo y desmemoria ya no puede sentirse en casa en este mundo. Sabe que siempre se sentirá extranjero entre los hombres. En definitiva, también es la odisea de un ser humano trastornado por los horrores de la guerra y de aquellos años oscuros de la historia europea.

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Poco después del largo ciclo de guerras europeas, el fantasma de las confrontaciones civiles se trasladó, en primera instancia, a sus periferias coloniales y, más tarde, al paisaje lejano de otros mundos. Aunque las guerras de cualquier lugar también tengan que ver con nosotros, esa Europa pacificada por el Estado social se sintió a resguardo mirando hacia otro lado. Los europeos vivíamos «en paz», pensando que habíamos desterrado definitivamente nuestros malentendidos «familiares». Sin embargo, pocos recuerdan ya -mucho menos, las últimas generaciones- que hace poco más de veinte años, mientras en la España triunfal se celebraba por fin la llegada de la modernidad, mediante Exposiciones Universales, Olimpiadas y demás fiestas para nuevos ricos, a tan solo dos mil km de distancia tenía lugar una lucha encarnizada entre yugoslavos que luchaban por fragmentar ferozmente sus identidades y, al clásico grito guerrero de siempre: !Fuera de «mi» tierra maldito extranjero!, por repartirse sus correspondientes trozos de tierra sagrada.

Hasta hace poco más de diez años, aquellos enfrentamientos han resonado en la parte de atrás de nuestras casas, como si esas hostilidades no tuvieran que ver con nosotr@s y el eco de aquellas bombas, entre cuyos restos mortíferos sobreviven los actuales pobladores, semejaran sonidos ficticios de cualquier película bélica.

imageAquellas guerras fueron los conflictos más sangrientos en suelo europeo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Se contaron entre 130.000 a 200.000 muertes. Varios millones más de personas fueron expulsadas de sus hogares y otras cientos de miles exiliadas. El escritor Velibor Colic es uno de ellos. Acaba de traducirse al castellano Los bosnios, su última escalofriante y magnífica novela que, con prosa firme, narra el horror exacerbado que sus propios ojos habían percibido. Los hombres, dice, se quedaron solos en aquellas tierras, matándose como alimañas en medio de los fervores nacionalistas, empeñados en señalar a sangre y fuego los límites de cada identidad y de cada territorio. Algo inconcebible para aquella pacífica Europa, propio de mentes enfermas. Asistimos perplejos al devenir de los acontecimientos, porque nunca llegamos a pensar que resurgirían los fantasmas de nuestra memoria bélica, pero allí estaba al lado de nuestra confortable vida. Tras aquel conflicto fratricida se impuso, violentamente, una concepción del orden y la paz, en la que los individuos y comunidades separados, para protegerse de las amenazas exteriores, necesitaban más y más seguridad. En cierto modo, podía ser el reflejo fiel de un modelo de sociedad -a la que al parecer nos encaminamos- en la que se instala, de manera naturalizada, el miedo a ser tocados. Queremos asegurar nuestro espacio vital como un pequeño reino, pero no nos damos cuenta de su extrema fragilidad. Desde esta perspectiva, estrictamente hablando, no puede decirse que hay paz y reconciliación, sino un espacio cada vez más violento para la afirmación y la negación de las identidades o viceversa. Una lucha que se basa, principalmente, en el deseo de segregar, expulsar o, incluso si es preciso, aniquilar al otro.

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En este sentido, tras los atentados del 11-S en Nueva York, Judith Butler en Vida precaria y Marcos de guerra, tras aquel acontecimiento, efrentándose con valentía a las paradojas encerradas entre las palabras guerra y paz, nos hablaba de sacar la interdependencia de las personas de la oscuridad de las casas, de la condena de lo doméstico, como reducto de lo privado, para ponerla como suelo compartido de nuestra vida en común, de nuestra mutua protección y de nuestra experiencia del nosotros que nos permita dibujar el mapa de un nuevo tipo de relaciones basadas en la fuerza de la desposesión, un mapa trazado, por tanto, por la fuerza de la solidaridad y de la alianza entre iguales, porque nuestra supervivencia depende no de una paz impuesta desde la vigilancia y defensa a ultranza de las fronteras personales, sociales o territoriales, sino del reconocimiento de nuestra estrecha relación con los demás.

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