El lenguaje del pragmatismo comienza a dominar todas las capas de la vida; tras ese axioma, en apariencia inocente, crece un profundo y preocupante desprecio social por todo lo intelectual y las formas de pensamiento que requieren ir más allá de lo evidente.
Para el filósofo Michel Foucault pensar es reaccionar contra lo intolerable; sobre todo contra sus aspectos más inescrutables, porque casi nunca son visibles a primera vista y suelen mostrarse más allá de nuestras certezas. Si no podemos ver lo inadmisible, decía, no tiene sentido pensar, porque pensar significa siempre preocuparse por los límites de una situación.
Estos últimos meses, gracias a la película de su mismo nombre, se ha hablado mucho de la figura intelectual de Hannah Arendt. La obra de la cineasta Margarethe von Trotta plantea, entre otras cosas, el alto precio personal que la filósofa alemana tuvo que pagar por mantener la independencia de sus ideas sobre el juicio contra el nazi Adolf Eichmann que publicó en Eichmann en Jerusalén
Cuando el teniente coronel de las SS puso tanto esmero para que los trenes de la muerte llegasen con puntualidad a los campos de exterminio, según Arendt, Eichmann había dejado de pensar y por tanto de sentir como ser humano, ya que, como el propio criminal nazi argumentó para defenderse de las acusaciones, nunca había hecho nada por iniciativa propia, tan solo se dedicó a cumplir órdenes. Es decir, actuaba sin preguntarse nada sobre el sentido de sus acciones. Esta actitud es lo que se conoce como la «banalidad del mal», término acuñado por la propia filósofa para señalar el comportamiento de algunos individuos que actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos.
Frente a la negación del pensamiento, la filosofía se propone al mundo como un modo de saber que nos ayuda a comprender las categorías morales que constituyen nuestro presente; contribuye a cuestionar el estado natural de las cosas; nos ayuda a problematizar la realidad y nos abre posibilidades para pensar de otra manera. En la declaración de la UNESCO de México de 1982, en la que también se inspira el programa de DSS2016 Capital Europea de la Cultura, se insiste en la cultura, el arte y el pensamiento como todo aquello que otorga a las personas la capacidad de reflexionar sobre sí mismas; de esa manera y no otra, nos hacemos seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos; pensando discernimos los valores y efectuamos opciones, nos expresamos, tomamos conciencia y ponemos en cuestión nuestras propias realizaciones y buscamos incansablemente nuevas significaciones o creamos obras que nos trascienden.
Estas afirmaciones, aunque para casi todo el mundo parezcan obvias, no deben estar en el centro de las inquietudes de nuestros gobernantes porque, guiados por esta preocupante tendencia a identificar la sociedad del conocimiento con la dichosa trinidad I+D+I, han decidido suprimir en el bachillerato el estudio obligatorio de la filosofía, a la vez que, poco a poco, de forma sutil pero descarada, también se devalúan en el currículum escolar las asignaturas relacionadas con el pensamiento y las humanidades.
En este mismo sentido, la filósofa norteamericana Marta Nussbaum, en su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, se pregunta por las razones de estos cambios tan drásticos. En casi todas las naciones del mundo, añade, se están erradicando las materias y las carreras relacionadas con las artes y las humanidades. Concebidas como ornamentos inútiles por quienes definen las políticas estatales en un momento en que las naciones deben eliminar todo lo que no tenga ninguna utilidad para ser competitivas en el mercado global, estas materias pierden terreno a gran velocidad, tanto en los programas curriculares como en la mente y el corazón de padres e hijos. Es más, aquello que podríamos describir como el aspecto humanístico de las ciencias, es decir, el aspecto relacionado con la imaginación, la creatividad y la rigurosidad en el pensamiento crítico, también está perdiendo terreno, en la medida en que los países optan por fomentar la rentabilidad a corto plazo mediante el cultivo de capacidades utilitarias y prácticas, aptas para generar beneficios. Los estudiantes aprenden para conseguir “créditos” y para pagar deudas. Los profesores, rectores universitarios y muchos agentes culturales se han convertido en managers y hablan un lenguaje contaminado por la lógica económica.
En la misma dirección apuntan las preocupaciones de Nuccio Ordine, experto en el Renacimiento, que recientemente estaba en Madrid para presentar su último libro La utilidad de lo inútil, un «manifiesto» sobre la necesidad de la literatura (y especialmente de los clásicos) en tiempos de crisis. En aquel acto, que fue presentado por Fernando Savater -otro destacado defensor de las humanidades-, el filósofo calabrés aprovechó para hablar contra la desintegración de los museos, universidades y laboratorios, así como de las consecuencias del utilitarismo cultural que, según él, devora también nuestras instituciones. Por esa lógica, insistió, la música, la literatura, el arte, las bibliotecas, los archivos, la arqueología, se consideran inútiles. Por eso no nos extraña que, cuando los gobiernos hacen recortes, comienzan por estas cosas consideradas no rentables, sin darse cuenta de que si las eliminamos cortamos el futuro de la humanidad.
Parafraseando a Hannah Arendt, el futuro de la democracia, a escala mundial, pende de un hilo, porque si la capacidad de pensar y, en definitiva, ser persona, es anulada por las fuerzas del pragmatismo utilitarista, nadie será capaz de revelarse contra lo intolerable y seremos seres sojuzgados, privados de la capacidad de crítica y expuestos a que nos arrebaten nuestros derechos y, en última instancia, también nuestra vida.
[…] Quizás este juego conversacional mutuo nos guste porque nos provoque, en palabras del propio Santi, la posibilidad de pensar, de preocuparnos por los límites de una situación. […]