CAPITAL CULTURAL Y DEMOCRACIA

Siguiendo sobre esta mini serie relacionada con el concepto de «extranjero» recupero también estas reflexiones que estuvieron en el origen de mi trabajo para la oficina de la Capitalidad de Donostia/San Sebastian. En las numerosas  jornadas de trabajo organizadas, allá por el 2008 y 2009, para recabar información sobre las preocupaciones de los ciudadanos  y que nos permitieran elaborar los contenidos que deberían proponerse en el proyecto para conseguir el título de Capital Europea de la Cultura 2106 se habló mucho sobre ciudadanía, valores humanos y democracia. En cierto modo, concluimos pronto que uno de los hilos del discurso sobre el que debía estructurarse el programa de la futura Capita Europea de la Cultura fue la vigencia de la democracia; no tanto como sistema político que periódicamente permite la elección de unos representantes de l*s ciudadan*s, sino como idea que defiende la participación activa de tod*s en los asuntos importantes de gobierno.

No olvidemos que la primigenia democracia griega no fue más que un sistema de privilegios de ciertas élites masculinas, posible gracias a la esclavitud y a la segregación de las mujeres. Así fue hasta que el proyecto político de la Ilustración, encarnado en los procesos revolucionarios del siglo XVIII y XIX, instauró el “estado de derecho” como fuente de la que beben la gran mayoría de las constituciones denominadas democráticas.

Sin embargo, después de más de doscientos años, una parte muy importante del mundo queda todavía excluida de los beneficios de este sistema. En muchos casos, ha sido la propia democracia occidental y su aliado natural, el capitalismo, quienes les han relegado a la exclusión. Primero el colonialismo y más tarde el globalismo económico -dos de sus formas más brutales- han configurado un mapa internacional donde, como en la democracia griega, millones de ciudadan*s son condenados a la miseria y a la discriminación para que otros disfrutemos de nuestras democracias desarrolladas.

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Ya no tiene sentido pensar la política en los mismos términos en los que se ha venido desarrollando hasta nuestros días. No hay democracia sin participación y ésta no es posible sin determinadas condiciones sociales. Aquellos que tenemos la posibilidad de hacerlo debemos luchar contras las perversiones que impiden la inclusión de los no ciudadanos, los desplazados y refugiados, los inmigrantes. En fin, tod*s aquell*s que como dijo Franz Fanon se han convertido en “los condenados de la tierra” y que el sociólogo Zygmunt Bauman ha calificado como “vidas desperdiciadas”.

Se trata, por tanto, de preguntarnos cómo podemos reinventar hoy en día un nuevo universalismo emancipador, superando la mera enunciación retórica de derechos abstractos; cómo podemos nombrar un «nosotros» que no se define contra un «ellos»; cómo podemos reelaborar una cultura común de valores que no aplane las diferencias y las singularidades. La emancipación universal, por tanto la democracia, no pasa sólo por la conquista exclusiva de la felicidad individual o la soberanía comunitaria, en forma de naciones o Estados, sino por la capacidad de implicarnos en un mundo común, con nuevas o renovadas organizaciones internacionales que sean capaces de corregir las desigualdades, frenar los desmanes políticos y económicos, así como promover un derecho universal que reformule las garantías personales y jurídicas de tod*s.

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