El estudio de la transformación de los museos va en paralelo al de las políticas culturales y su importancia creciente viene también determinada por el lugar central que ocupan en el urbanismo moderno y contemporáneo.
Tras la revolución francesa, el nacimiento de esta institución representa uno de los grandes gestos modernos de secularización, porque los objetos históricos, en otro tiempo ligados a la propiedad feudal o eclesiástica, ven transformado su destino y pasan a ser bienes públicos. La res publica irrumpe entonces y el museo es una de las formas monumentales mediante las que el pueblo celebra y representa su poder. Ese nuevo discurso ilustrado sobrevino en un momento en el que la teoría del arte vinculó también, por primera vez, el juicio estético a la vida comunitaria y, a partir de entonces, asignó a las obras de arte una función social. Para muchos ilustrados, además los museos debían ser el complemento necesario para la instrucción y educación ciudadana.
Estas premisas han sido fundamentales para comprender el papel de esta institución en el progreso social. El museo sería, por tanto, además de un espacio para la memoria, un lugar de puesta en circulación de las obras de arte destinadas a ampliar nuestra sensibilidad, desarrollar el valor estético y ético y, en consecuencia, el debate público. En una entrevista al artista Juan Luis Moraza publicada en el catálogo de su exposición república, Joao Fernandes, actual subdirector artístico del Museo Reina Sofía, afirma que el museo constituye un sistema de protocolos y convenciones que definen el territorio del patrimonio común en su accesibilidad, conservación, presentación y representación; así como la expresión democrática de las diferencias inherentes a la definición de las condiciones de interpretación de la obra de arte en el museo. Y en esa interpelación el propio artista entrevistado redunda en esa concepción del museo cuando responde que esa institución es una hacienda de experiencias, un tesoro sin propiedad, una reserva de la economía del usuario que refuta la privación y lo privado.
En este sentido, el Museo de Louvre de París, inaugurado en 1793, puede considerarse el primer museo del pueblo y para el pueblo, en la medida que significó el traspaso de las colecciones de las clases dirigentes (monarquía, aristocracia e iglesia) a galerías de propiedad pública para disfrute y conocimiento del conjunto de la sociedad. Tanto es así que, desde sus inicios y durante muchos años, el acceso fue libre y gratuito.
En esa misma ciudad francesa, doscientos años después, se inauguró el Centro Georges Pompidou, el primero que en Europa estrena la que se conoce como “época de los museos espectáculo”. Es decir, aquellos que tienden a poner el contenido -el valor patrimonial de uso público- al servicio del continente; y este, en primera instancia, a la generación de recursos mediante el flujo turístico y, después, al servicio del capital con la integración de empresarios y mecenas en sus órganos de gobierno.
El ciudadano visitante se convierte así en un cliente consumidor que ve mermados aquellos primigenios derechos de acceso libre al patrimonio común. En una democracia cultural que se precie, esta condición de servicio a todos los ciudadanos, sea cual sea su nivel de renta-desde la gratuidad hasta una tabla de precios asequibles- debería preservarse. Porque, en otro caso, parafraseando a Hannah Arendt, el derecho a tener derechos quedaría, de este modo, sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo de incurrir en una progresiva restricción de los bienes culturales, excepción hecha, una vez de más, de aquellos que puedan adquirirlos.
Estos museos de nueva generación, cuyo emblema más reciente y conocido es el Guggenheim de Bilbao, pasan a formar parte de la red de ciudades marca, cuyo objetivo principal es competir entre ellas para convertirse en focos de atracción empresarial. Son todas aquellas que, desde Málaga hasta Dubai, compiten por atraer masas de turistas – sobre todo clases pudientes- y capital financiero que se pueda invertir en sectores económicos emergentes. Como nos recuerda Joseba Zulaika en su reciente Vieja luna de Bilbao. Crónicas de mi generación, el mismo Tomas Krens -ex director de la Fundación Solomon R. Guggenheim de Nueva York y actualmente Asesor Principal para Asuntos Internacionales- le comentó personalmente: “lo importante es que ahora sabemos que los museos transnacionales son viables”. Es decir, aquel gran seductor que fascinó a la clase política local, según este reconocido antropólogo vasco, se había inventado un nuevo tipo de museo espectacular que requería que la política cultural se empapara de la psicología de las casas de subastas, en una confluencia de museo y Wall Street, historia y creencia, estética y juego de apuestas.
Así pues, desde el momento en que la cultura se convierte en una industria, el museo y el patrimonio en su conjunto se encuentran absorbidos por una dinámica económica que poco a poco altera su misión hasta convertirlos, sobre todo, en máquinas de producción. De hecho, una gran parte de las nuevas leyes de patrimonio aprobadas durante las última décadas contemplan en sus enunciados apartados específicos dedicados a la sostenibilidad de los museos y, por tanto, a su gestión eficiente y rentabilidad económica. Es, una vez más, la nueva lógica neoliberal que pretende convertir los saberes y la experiencia estética en productos de mercado. La acción política sobre la cultura se justifica, entonces, por sus efectos económicos y se impulsan políticas que dejan al margen la democracia cultural para dar paso a una planificación economicista del patrimonio.
Aunque se alegue que, efectivamente, estas instituciones pueden ser también legítimas fuentes de ingresos para su mantenimiento, desde mi punto de vista, la rentabilidad a cualquier precio no debería constituir nunca su fin último, porque su existencia no tendría que subordinarse tan solo al éxito económico. En muchas ocasiones se defiende que esa gestión eficaz revierte en una mejora de la organización y que, en ningún caso afecta al carácter público del servicio (típico argumento de los partidos liberales, detrás de cuyo ideario está la disolución del estado social). A pesar de los riesgos, no habría nada que objetar a ese tipo de propuestas, siempre y cuando esa lógica se limitase a una regeneración de su economía y estructura institucional -en demasiadas ocasiones afectadas por un endémica torpeza de “funcionamiento”, intereses partidistas, sindicales, corporativos e incluso personales- o se orientase al fortalecimiento de mejores programas públicos, adquisición mucho más responsable de patrimonio, fomento del acceso y de todo tipo de mediaciones sociales. Sin embargo no parece que esa sea la intención última de estas políticas culturales de la eficiencia.
Roland Recht, autor de Pensar el patrimonio. Escenificación y ordenación del arte, al analizar la Ley de Museos de Francia del 2002 se pregunta qué quiere decir esta cuando habla de redefinir el “papel económico” y la posición del museo ante las “expectativas de la sociedad”; y se responde afirmando que, en muchas ocasiones, este tipo de aseveraciones se confunden con una sensible reducción de la exigencia y complejidad intelectual, en definitiva, en rebajar la calidad de los contenidos. Continúa diciendo que en lugar de tratar de afinar, incentivar y diversificar las herramientas pedagógicas y de mediación social, de dar en los programas escolares el espacio necesario para la formación de la mirada o en definir con mucha más claridad quien es el sujeto pensante al que se dirige el museo, se prefiere proceder a una forma de censura previa que transforma los materiales del espíritu en mercancías de consumo rápido; confundiendo espectáculo y cultura, privilegiando el zapping en detrimento de la profundización del conocimiento y del desarrollo de la sensibilidad y, por tanto, dejando de considerar a los ciudadanos parte de una comunidad con capacidad crítica y autonomía política.
Precisamente el gran logro del capitalismo cultural es haber trasformado de arriba abajo el paradigma de la inutilidad de la que habla Nuncio Ordine en su último libro La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Desde que las industrias culturales, en el sentido más amplio de la palabra, se han hecho dueñas de todas las manifestaciones artísticas, dice, también la música, la literatura, el arte, las bibliotecas, los archivos, los museos, la arqueología, etc. son todas cosas que se consideran útiles porque producen beneficio. Se han convertido estrictamente en mercancía.
En esa misma dirección, mucho antes, Paul Valery planteaba una diferenciación entre artistas que ofrecen lo que cabe esperar en un contexto dado -yo añadiría: ese contexto hoy es, sobre todo, el mercado- y otr+s que proponen ir un paso por delante. Estos últimos producirían desligándose de los códigos instituidos y nos otorgarían la posibilidad de analizar la realidad desde otras ópticas, de preguntarnos sobre el sentido de las cosas y hacernos capaces de anticipar o, por lo menos, estar alerta ante el cambio social y todas sus manifestaciones, también las simbólicas. En este sentido, serían prácticas artísticas que nos dan herramientas para que dejemos de ser meros espectadores o consumidores y podamos ser también, sujetos políticos-actores implicados en la vida en común. En definitiva, nos permitan re-politizar la vida que nos están robando, privatizando todo tipo de experiencia. El museo pasaría a ser, por tanto, un conjunto de dispositivos de producción, participación y distribución de obras y saberes, perfecta para el empoderamiento de las personas.
A raíz de la última crisis del MACBA de Barcelona, la artista Eulalia Valdosera, en unas sensatas declaraciones a un periódico local, afirmaba que lo que esperaba de cualquier museo es que respondiera a un tejido local participativo que, desde una visión global, ayudara a interrogarnos sobre el presente, a conocer el territorio donde se ubica, que proponga y exponga líneas de investigación de largo recorrido, que ayude a pensar y formar un archivo de conocimiento que mire más allá de su clásica función de banco de obras y que sea un agente activo en la construcción de un nuevo sentir público.
Es decir, de esa manera, el museo nunca podría ser neutral porque, cuando expone, transforma permanentemente sus contenidos, a la vez que enuncia e instituye. No puede ser únicamente un depósito de fetiches constituyentes y reconocibles. Cuando el urinario de Duchamp entra en el museo lo que se refuerza no es solo la libertad del arte y el artista, sino el carácter instituyente y legítimo del museo para acoger incluso aquello que le es más externo, salvaje, absurdo, sin sentido o incluso contra el sentido común, como en el caso de la pieza de Ines Doujak que quiso ser censurada en la exposición La bestia y el soberano del MACBA. Como señala Juan Luis Moraza, en el museo lo que importa es la negociación del presente más que el establecimiento del pasado y, en este sentido, esa pieza, más allá de la polémica y su interés estético, interpelaría a ese presente desde la memoria poscolonial.
Así pues, es muy diferente una política cultural y patrimonial basada en rituales que impiden la evolución de los lenguajes o la interrogación sobre la realidad y tienden a perpetuar modelos e ideologías dominantes -Roland Barthes afirmaba que «el mito postula la inmovilidad de la naturaleza»- que otra que plantee recuperar la potencia de la mediación con el conocimiento (en el sentido más extenso y amplio de su significado, desde la infancia hasta las personas mayores) como la mejor herramienta para promover la conversación y hacer visibles los antagonismos (ampliar la democracia), incentivar la crítica (discutir políticamente) y promover la traducción (reconocimiento) mediante los lenguajes artísticos. Si el museo se satura de convenciones, clichés y modas, la cultura como «paideia» se anula (desaparece la democracia y se neutraliza la política) y el espacio público queda por tanto a disposición del más fuerte, que tiene más medios para construir nuevos mitos y crear sentido en su provecho. Por eso una política cultural que se precie debería tener en la educación expandida, entendida como capacidad crítica y no como sumisión, uno de sus pilares fundamentales para combatir en favor del bien común y el interés general.
El patrimonio y sus museos, como la educación, nunca deberían ser considerados una carga para el Estado como a veces se insinúa en reuniones donde se plantean las actuales políticas culturales. La democracia es imposible sin que el acceso al patrimonio, configurador de gran parte del legado material e inmaterial de cualquier pueblo, forme parte también de sus derechos. No hay “comunidad” sin patrimonio o, mejor dicho, sin bienes comunes. La cuestión sería repensar mucho mejor su gestión y encontrar un equilibrio razonable de sus costos en el conjunto de la economía del ecosistema cultural público.
Paul B. Preciado, que junto a Valenti Roma fue recientemente despedida de manera injusta por los patronos del MACBA por ser coherentes con sus ideas y consecuente con su trabajo, decía hace poco en un artículo titulado El museo apagado que si queremos salvar el museo quizás tengamos que, paradójicamente, elegir su ruina pública frente a la rentabilidad privada. No la ruina como espectáculo -añadiría yo- sino como posibilidad de partir de cero, como restauración y reconstrucción, a la manera en la que ciertos anacronismos ucrónicos nos muestran aquello que hubiera podido ocurrir de otra manera. Y si no es posible, entonces, quizás -añade Preciado- haya llegado el momento de ocuparlo colectivamente, vaciarlo de deuda y hacer barricadas de sentido. Apagar las luces para que, sin posibilidad alguna de espectáculo, el museo pueda empezar a funcionar como un parlamento de otra sensibilidad; un museo que ponga en cuestión las políticas y las pedagogías espectaculares para abrir un espacio público para le recomposición de los posibles y para la relectura de las historias, dejando al ciudadano formar parte activa de esos nuevos relatos. Parafraseando la teoría del reparto de lo sensible de Jacques Ranciére: darle a la gente la capacidad de pensar espacios que ya no están predeterminados por una relación dada, implacable, entre el arte, la institución y el mercado.
No hay ninguna duda, pensar el museo supone también recapacitar sobre el modelo de sociedad que queremos construir; sobre qué entendemos por bienes comunes y cómo hacemos para que su valor social sea respetado y fomentado, con el fin de que forme parte de los conocimientos, saberes, materiales estéticos y simbólicos fundamentales en la formación y sensibilización de las personas. Del mismo modo, pensar el futuro de los museos supone definir también, con claridad meridiana, mediante un plan estratégico coherente con las directrices políticas que lo determine, cuántos y con qué argumentos deben seguir siendo de titularidad pública y cuáles de plena titularidad privada, qué relaciones económicas se establecen -si se establecen- con los privados de interés general o, simplemente cuántos se cierran, se refundan o se integran en otros -porqué no- si fuera necesario. Es decir, pensar los museos supone también preguntarse qué tipo de necesidades y que modelos de planificación cultural deben ser desarrollados en beneficio del bien común y determinar cuáles responden únicamente a intereses particulares.
Por tanto, a la vista de que también los museos están, paulatinamente, pasando a formar parte de la economía neoliberal y, en consecuencia, están olvidando quién es el verdadero sujeto que la otorga legitimidad social ¿nos resignamos y los entregamos definitivamente a los supuestamente eficaces gestores del capital o planteamos las preguntas pertinentes para saber si tenemos algunas respuestas capaces de devolver al pueblo lo que es del pueblo?
¿Defendemos unos museos públicos de tod*s y para cualquiera, que inviertan en su mantenimiento razonable (en las últimas décadas se han multiplicado – lo cual no es necesariamente negativo- pero, en demasiadas ocasiones, se ha pecado de excesos en su dimensionamiento); incentivar la producción equilibrada de nuevo patrimonio-desarrollando toda su potencia pedagógica y comunitaria, actividades públicas, información eficaz, publicaciones asequibles, mediación social, trasparencia económica y participación democrática e igualitaria-? o, siguiendo el modelo imperante, definitivamente los dejamos en manos de los “empresarios y banqueros mecenas” para que se apropien de ellos y, por tanto, volvamos a la época anterior a la Ilustración en la que el patrimonio era de reyes, duques y marqueses?.
¿Cómo compaginamos -si lo hacemos- el mecenazgo y el patrocinio con los intereses públicos sin que estos queden supeditados a los primeros y, por tanto, la propiedad comunal pase a manos privadas, como está ocurriendo de forma sutil pero irremediable? Las relaciones entre el sector público y el privado seguramente son necesarias, pero siempre con el interés general como objetivo y bajo un riguroso control democrático que garantice la trasparencia en la gestión de los recursos.
¿Cuál debe ser, por tanto, el modelo de gobernanza que rija los destinos de nuestros museos? ¿Entre el clásico gubernamental, cuya única autoridad es el Estado -en demasiadas ocasiones, soberano autoritario- y el que ahora mismo parece que se impone con patronatos compuestos por empresarios privados, no puede existir otro que sea mucho más democrático e inclusivo? En consecuencia, conformado por agentes que, más allá de intereses particulares y corporativos, comparten objetivos: artistas, investigadores, historiadores, productores, representantes, trabajadores, educadores y ciudadanos de la sociedad civil?
¿Dónde se pone el límite de intervención de los órganos de gobernanza para garantizar la plena independencia de los equipos directivos en la elaboración de los contenidos? ¿Cómo y cuándo se eligen y se renuevan, y con qué criterios? Es fundamental garantizar siempre la autonomía técnica del museo respecto al poder político y económico, intereses corporativos o lobbies profesionales, del mismo modo que asegurar la libertad de expresión y la potestad de los artistas para generar y presentar sus obras sin coacciones ni censuras; cuestión indiscutible para garantizar el funcionamiento democrático de cualquier institución cultural.
¿Cómo pensamos la economía del museo para su propia sostenibilidad, sus relaciones con otros museos e instituciones patrimoniales y, en consecuencia, toda la cadena de obligaciones legales e intereses o compromisos económicos -seguros, transportes, seguridad, restauración, derechos de autor, de reproducción etc.- que se establece alrededor de la distribución del patrimonio? ¿Porqué es tan gravoso producir exposiciones que puedan desplazarse a otros museos, consiguiendo así descentralizar y hacer mucho más accesible el patrimonio común de tod*s? Habría que estudiar las causas reales de los costes técnicos y materiales de la producción de contenidos patrimoniales y desentrañar la estructura política, económica y los hábitos legales que esconden para pensar mejor la ecología institucional de los museos. Los museos no pueden convertirse en auténticos monstruos que devoren a sus hijos.
¿De qué manera restablecemos un orden de prioridades en la distribución de los recursos para que la cadena de valor reconozca en primer lugar el trabajo del artista, que lamentablemente en demasiadas ocasiones ocupa su último eslabón?
Pensar la función del arte y la del artista en nuestra sociedad supone reflexionar sobre las radicales intermitencias que deben provocar en la cultura. Georges Didi-Huberman en su libro En la cuerda floja nos dice que soñamos con un artista soberano. Sería la figura por excelencia de esa libertad que a menudo nos desesperamos por alcanzar en nuestra vida de todos los días. El artista sería soberano, y tan soberano -soberano en el sentido más radical posible- que ni siquiera tendría necesidad de poder. Pero también sabemos todo lo que esas fórmulas esconden en materia de ambigüedades, dificultades y trampas. ¿Qué soberanía,? ¿Hasta dónde? ¿En qué condiciones?¿No es evidente que la potencia y la autonomía del arte se enfrentan, constantemente, al poder de las instituciones -religiosas, políticas, jurídicas, culturales, incluso militares – que rodean al arte y le permiten (¿pero hasta qué punto?) existir, trabajar?. George Bataille no olvidó señalar todas las dificultades inherentes al estatuto del artista ya que sus obras son inseparables, desde el punto de vista histórico y antropológico, de las instituciones en las que cristaliza. He ahí el gran dilema del artista actual, cómo alcanzar la soberanía en relación con las estrategias del poder y con las mercancías.
¿Cómo devolvemos, por tanto, a los artistas su liderazgo legítimo en la construcción simbólica de nuestras ciudades, sin que sean tildados de ser sospechosos cómplices de la especulación o de representar el viejo mito romántico del genio, ajeno a cualquier obligación social ? Recientemente el pintor alemán Gerhard Richter, a sus 83 años, se quejaba precisamente de la que afecta a sus obras. Se lamentaba de que, en el mundo del arte, cada vez se habla más de dinero y menos del valor artístico de su trabajo y de lo poco que incluso él, una figura mundial, puede hacer para evitarlo. El mito del artista rico forma parte de una liturgia mediática que apunta a una minoría elitista y que no responde a la realidad de miles se trabajadores del arte -no sólo artistas- en muchas ocasiones precarizados, y en casi todas obligados a compaginar su vocación con otras labores complementarias.
¿Qué hacemos para que el valor de uso de las obras de arte recupere su sentido frente a las derivas fraudulentas del valor de cambio? ¿Cómo es posible que las instituciones públicas se plieguen a las condiciones que marca el mercado más especulativo y además puedan llegar a ser sus mejores cómplices? ¿No hay límites éticos? ¿Por qué no lideran, de acuerdo también, porque no, con muchos honrados empresarios del sector, un nuevo modelo de inversión pública para un patrimonio común (accesible y democrático) que pueda neutralizar, aunque sea en parte, esa financiarización de las obras de arte, del mismo modo, por ejemplo, que se exige, sin demasiado éxito, que las administraciones públicas incidan en el mercado de la vivienda para abaratar sus precios y reducir el importe de los alquileres?
En definitiva, estas y otras muchas cuestiones son las que deberíamos abordar para garantizar que el patrimonio público sea un pilar fundamental de las políticas del bien común o, por el contrario, resignarnos y aceptar que los museos, definitivamente, también forman parte de esa larga cadena de intereses privados.
El artista malagueño Rogelio López Cuenca, a propósito de la última proliferación de museos franquicia en su ciudad, decía en un artículo reciente titulado “El elefante blanco y la marabunta”: “…parecería que el museo hubiera renunciado a su finalidad originaria, su función formativa, educativa, de dotar de sentido a la identidad colectiva, de pertenencia a la ciudadanía; pero si esto no está ya entre las prioridades del museo posmoderno, del posmuseo, sin embargo esa función la ejerce, solo que ahora mediante la seducción y la mareante oferta continua de novedades. La identidad que se construye es la del consumidor global. Sin ánimo de querer redundar en un tono apocalíptico y mucho menos romántico, añadía: cuando Adorno proponía la analogía museo-mausoleo -los museos como sórdidas tumbas de las obras de arte del pasado- ni se imaginaba que nosotros podríamos terminar echando de menos aquel rancio modelo con telarañas, aquel del vigilante que daba cabezadas, el inhóspito y frío museo que querían dinamitar los futuristas”.
Gracias Santi por esta nota, me ha traído a la mente un recuerdo…
Hace dos años presentábamos, en un evento en Ficoba, una instalación que llamamos:
“Grandes proyectos, pequeñas realidades”
Nos inspiró este texto:
“…reconocer la grandeza escondida en las cosas chiquitas, lo cual implica también denunciar la falsa grandeza de las cosas grandes, en un mundo que confunde la grandeza con lo grandote.”
Eduardo Galeano
Sencillamente buscábamos reflexionar sobre la diferencia entre lo grande, que por ser grande es vistoso, llamativo, ostentoso; y la grandeza, que no necesariamente es grande, sino que la mayoría de las veces reside en las pequeñas partes aunque más reales, componentes de un engranaje que hace que la máquina cultural avance.
Creíamos, que desde nuestra postura humilde pero no por ello menos profesional, intentábamos dar cabida a todos esos pequeños engranajes que son fundamentales para que nos sigamos moviendo, motivando, aprendiendo y creando.
Y básicamente nuestra intención era la de intentar pensar juntos que la grandeza de los proyectos interesantes no reside en los millonarios acondicionamientos, ni en los mega edificios, ni en los nombres resonantes en los medios impuestos por intereses políticos, sino en otros muchos factores muy lejos de aquellos, que día a día hacen que la cultura y el arte escriban su historia. Simple, pero entrañable.
Fue nuestro homenaje a todo ese colectivo de artistas, creadores, diseñadores y trabajadores de la cultura que con su aporte hacen que la pluma siga escribiendo.
A veces necesitamos re-leernos para no perder el norte, tus reflexiones me han hecho reflexionar.
Un abrazo.
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