En el Día Internacional de la Mujer, diversas asociaciones de más de cuarenta países han convocado en todo el mundo una huelga de mujeres para protestar contra el feminicidio, la explotación laboral y económica, la deshumanización y discriminación de las mujeres. Con esta iniciativa también pretenden impulsar un nuevo movimiento feminista internacional, que más allá del igualitarismo paritario, sea capaz de hacer frente al racismo, al imperialismo, al neoliberalismo y a la moral heteronormativa
Bajo las consignas de Vivas nos queremos, Ni una menos o Nosotras paramos es evidente que estas convocatorias son también las primeras respuestas internacionales a la ola de reacción ultraconservadora que se extiende imparable por todo el mundo. Los discursos nacionalistas de Trump en EE.UU., Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda, Nigel Farage en Reino Unido, la aplicación de políticas conservadoras en Polonia o Hungría o la emergencia, de nuevo, de la derecha en Latinoamérica, desvelan el regreso de una vieja concepción supremacista que, frente a la amenaza de otros fundamentalismos religiosos como el islamista, insiste en proclamar la superioridad de la raza blanca, de tradición cristiana y que vive en familias convencionales, por tanto de condición heterosexual.
No hay nada nuevo bajo el sol. Las fuerzas del orden moral, que durante algunas décadas habían consentido un ciclo de progreso multicultural – ampliación de derechos para las minorías raciales, inclusión de las mujeres en la esfera pública, reconocimiento de la diversidad sexual de homo y transexuales u otros cuerpos disfuncionales-, no están dispuestas a perder su hegemonía, ni a consentir que se deshaga el sistema patriarcal, racista y clasista sobre el que se sustenta el capitalismo neoliberal.
Pero, frente a la decadente reacción ultraconservadora, afortunadamente, surge su reverso transformador: una todavía incipiente pero pujante respuesta internacional que ha abierto en todo el mundo varios frentes en defensa de los derechos y libertades de todos los seres humanos, sea cual sea su condición, y encabezada, una vez más, por los movimientos feministas.
El tres de octubre del año pasado, miles de mujeres polacas llenaron las calles de varias ciudades para gritar contra el proyecto que su gobierno preparaba para endurecer todavía más la ya de por sí restrictiva ley del aborto de aquel país. Vestidas de negro abandonaron sus puestos de trabajo –y las tareas del hogar– y se manifestaron por sus derechos. En Argentina, pocos días después, convocadas por el colectivo Ni Una Menos, las mujeres, también vestidas de negro, protagonizaron un paro de una hora contra la violencia machista que en este país asesina a una mujer aproximadamente cada 30 horas. La gota que colmó el vaso de la indignación fue el vil asesinato de Lucia Pérez, una joven de apenas dieciséis años que fue drogada, violada y empalada en la ciudad balnearia de Mar del Plata. En España, coincidiendo con el Día Internacional por la Eliminación de las Violencias hacia las Mujeres, que se celebró el 25 de noviembre, las calles de varias ciudades se llenaron con diversas concentraciones y acciones.
A todas estas protestas, y a otras muchas que constantemente se celebran por doquier cada vez que se comete un asesinato machista contra alguna mujer o se vulneran sus derechos, se sumó aquella espontánea y multitudinaria manifestación del 21 de enero del presente año contra la investidura de Trump, convocada por la Women´s March estadounidense. La célebre marcha de Washington atrajo a más de medio millón de manifestantes. Pero si a esta, que fue la más mediática, se sumaran las de otras ciudades americanas y de otros lugares del mundo, la cifra estimada se aproximaría a los cinco millones de personas.
Entre las muchas oradoras que tomaron la palabra ese día destacó el discurso claro y contundente de Angela Davis. Esta histórica activista negra insistió en que las luchas de las mujeres no se pueden desligar de otras demandas progresistas: la defensa de los derechos de los inmigrantes, homosexuales y musulmanes, en un mundo capaz de enfrentase a los retos ecologistas y a la lucha por la justicia económica.
En el libro publicado por Traficantes de Sueños, La guerra contra las mujeres, Rita Laura Segato, directora del grupo de investigación Antropología y Derechos Humanos del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Brasil y profesora de Antropología y Bioética, en la Cátedra UNESCO de la Universidad de Brasilia, escribe que si pensáramos el mundo desde lo que ocurre a las mujeres, cambiaría lo que vemos. No solo porque estas tienen un posicionamiento determinado en las sociedades y se ven afectadas de distinta manera por las políticas públicas y de mercado, sino también porque desde esta perspectiva se hacen visibles lógicas profundas de organización del mundo que pasan desapercibidas de forma habitual.
Katrine Marçal, en ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía, con ironía y clarividencia, afirma que cuando el padre del capitalismo se sentaba a la mesa para cenar, se le olvidaba pensar sobre la comida que le aguardaba después de que se dedicara a sus especulaciones sobre la economía, porque se le pasaba por alto que su madre se encargaba de prepararla, ir antes a la compra, limpiar la casa y lavar la ropa. También, claro está, lo había criado cuando era un lactante dependiente y vulnerable.
Otras mujeres que han pensado desde su propia condición de madres como Patricia Merino, autora de Maternidad, Igualdad y Fraternidad y Carolina Olmo, autora de ¿Dónde está mi tribu? defienden ir a por un cambio radical en el paradigma de la igualdad y su aplicación en la política de la mutua responsabilidad entre hombres y mujeres en la vida de los cuidados. Urgen a que nosotros nos apeemos de una vez de nuestro altar de privilegios y freguemos más el wáter, sí, y nos ocupemos de los demás. Y también que los horarios se racionalicen. Pero, más allá de eso, que «debemos caminar hacia la equiparación del valor de los cuidados y el empleo, y que ambos se reconozcan como contribuciones sociales y fuentes de derechos. Tal transformación no será posible sin alterar el diseño del mercado laboral y el estatus del empleo, de manera que ambos sean complementarios, amigables y alternos, y no opuestos, incompatibles y absolutistas».
En el caso de las violencias contra las mujeres nunca hubo tantas leyes de protección, ni tanta capacidad de denuncia, sin embargo las agresiones letales, en lugar de disminuir, aumentan. Es paradójico que frente a problemas cada vez más urgentes no haya una correlación correspondiente entre derecho y justicia.
Es absolutamente necesario evaluar de forma cruda y realista las verdaderas posibilidades de una crítica radical al sistema heteropatriarcal que desde hace siglos construye el edificio de todo el poder económico, político e intelectual. Porque la actual política institucional –seguramente con intenciones loables- tan solo trata de pensar en remedios paliativos o preventivos que pueden resolver casos específicos, detener y juzgar a los culpables ocasionales o tratar de reformar el sistema policial y judicial. Pero -dice Segato- a pesar de todas esa medidas , más o menos acertadas, mientras no se desmonten los cimientos del sistema, no parece que puedan aplicarse cambios relevantes, porque el patriarcado, es decir la relación de género basada en la desigualdad, seguirá siendo la estructura política más arcaica y permanente de la humanidad y, por tanto, la discriminación de la mujer, en todas sus faceta, será consustancial al funcionamiento del mundo.