LIBERTAD DE EXPRESIÓN. ROMPER LAS MORDAZAS.

Han pasado cincuenta años desde que, poco antes de que en muchos lugares del mundo surgieran las revueltas políticas de finales de los sesenta, Mario Savio –fundador y líder carismático de aquel pionero Free Speech Movemen (Movimiento Libertad de Expresión)- diera su célebre discurso de la Universidad de Berkeley contra las regulaciones y prohibiciones que limitaban la actividad política en el campus universitario. Allí advertía también sobre el sometimiento del conocimiento a los intereses del poder capitalista y a su(s) máquina(s) de guerra (Vietnam y la guerra fría aparecían como telón de fondo). En concreto, se refería a los saberes académicos, pero podrían haberse incluido también los medios de comunicación u otras formas de expresión (todavía no habían irrumpido las redes sociales). Al parecer, su premonición se está haciendo realidad: el fantasma del autoritarismo -que nunca llega a desaparecer del todo- se despliega de nuevo por todo el mundo; su ejército de fuerzas patrióticas reaccionarias, desde Rusia a EEUU pasando por Latinoamérica y esta Europa sin rumbo, se envalentona cada vez más y, con apariencias democráticas pero rostro despótico, despliega todo tipo de estrategias contra las libertades políticas, entre ellas la de expresión.

Jamás han existido tantas herramientas para producir noticias, opinión o contenidos culturales, medios para distribuirlos y tampoco, debido a la difusión que permiten las redes sociales, tantas maneras de ser afectados por ellas. Podríamos aventurar  que la libertad de expresión ya no tiene límites pero, paradójicamente está más amenazada que nunca.

Con la excusa de combatir el terrorismo, en muchos países se están adoptado todo tipo de medidas legislativas que poco a poco van restringiendo derechos civiles. Aunque sea un fenómeno global, tiene variantes locales. En España, a la situación de aparente liberalización de la información y a la retórica de que vivimos en uno de los países más democráticos del mundo, se contrapone la aplicación totalmente arbitraria e interesada de la nefanda Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, que tiene un claro antecedente en la Ley Corcuera promovida por el PSOE en 1992 para combatir a ETA. La conocida como “Ley Mordaza”, fue aprobada en al año 2015 por el Partido Popular  y aunque entonces fue rechazada unánimemente por toda la oposición, ahora, en un alarde de irresponsabilidad sospechosa, no se ponen de acuerdo para derogarla. En teoría, surgió como una herramienta jurídica para defendernos, en concreto, del terrorismo islamista u otras formas semejantes, más extremistas y violentas. Con la aplicación de esta ley , y a pesar de que la banda terrorista ETA anunciara su disolución tras seis años sin cometer actos violentos, llama la atención que se haya disparado el número de condenas por enaltecimiento del terrorismo y otras variantes de desobediencia al Estado.

No hay duda que bajo este exacerbado celo democrático, desplegado por el estado en nombre de la seguridad y la libertad, subyace una creciente militarización y un aumento exponencial del control de toda la población (ahí está el caso de los policías requisando camisetas amarillas a favor de la libertad de los presos del conflicto catalán o el aumento de los controles a inmigrantes, véase el reciente caso en Lavapiés, penúltimo episodio de una larga cadena de hechos semejantes).Tampoco es ninguna casualidad que esas acciones “protectoras/represoras” del Estado se dirijan casi siempre hacia las formas de expresión más críticas contra el poder o hacia las manifestaciones populares del malestar político y social. Ni es extraño que ese desvelo por garantizarnos la democracia -a base de mermarla- comenzara a adquirir mayor adhesión parlamentaria unos años después de que en la sociedad española surgiera el clamor democratizador del movimiento 15M. Precisamente el movimiento popular de indignad+s que reclamaba la regeneración de la política y exigía la restauración de los derechos sociales restringidos por la crisis económica, el último capítulo -de momento- de apropiación privada de bienes públicos.

La lista de personas involucradas en diferentes procesos judiciales, aunque con sentencias diferentes, empieza a ser muy preocupante: una veces son acusaciones de enaltecimiento del terrorismo (el caso de los titiriteros Raúl García y Alfonso Lázaro, el músico César Strawberry, cantante de Def con Dos o José Miguel Arenas Beltrán, más conocido por el alias Valtonyc); imputaciones por delito de incitación al odio (Romy Arce, la hostigada concejal de Ahora Madrid, militante de Izquierda Anticapitalista y Aziz Faye, actual portavoz del Sindicato de Manteros o el asturiano Daniel Ripa, militante de Podemos, acusado por la organización ultraconservadora “Hazte oír” de manifestarse contra la visita de aquel autobús de triste recuerdo, portador de la peor propaganda homófoba); o por vejaciones a la iglesia católica (las componentes del colectivo feminista que organizaron el “Coño insumiso” en Sevilla o el actor Willy Toledo por injurias a la virgen); desobediencia o resistencia a la autoridad y poner en peligro la integridad de policías (los ocho jóvenes de Altsasu que llevan meses encerrados con solicitud de penas que les pueden condenar a décadas de privación de libertad, más que por asesinato; el intento de sancionar al periodista de la revista ‘Argia’ Axier López por publicar «sin autorización» en Twitter la foto de una operación policial o las multas contra Mugitu! el movimiento de desobediencia civil contra el TAV (tren de alta velocidad) por una protesta nudista en las calles de Vitoria/Gasteiz); por vulnerar el ordenamiento jurídico (como todas los implicados en el Proces catalán); o injuriar a la corona (los jóvenes catalanes Jaume Roura y Enric Stern, el rapero Pablo Rivadulla, alias Hásel o, más recientemente el activista tinerfeño por subir en Facebook el mensaje “Los Borbones a los tiburones”, como si el dicho y el hecho fueran lo mismo). En fin, una larga lista que cada día se amplía con una retahíla de casos menos mediáticos, pero no por ello igual de graves que, aunque parezcan inverosímiles, ahora mismo empiezan a ser el pan nuestro de cada día.

Como dice Emmanuel Rodríguez en el artículo de la revista Contexto Ctxt   El exceso, doctrina del Estado  el Gobierno del PP, de la mano de la judicatura más conservadora y, en demasiadas ocasiones nostálgica del franquismo –que como sabemos es bastante numerosa- juega desde hace tiempo al exceso penal o constitucional para imponer una especie de homogenización nacional, sobre el sustrato de una mayoría social de clase media silenciosa, básicamente inmovilista, que permita la eliminación de cualquier forma heterogénea de desorden, bien sea político, territorial y, sobre todo, económico. Es el viejo “enemigo interno”, enunciado por Carl Schmitt y que sirve de argumento jurídico para convertir cualquier desorden en “crimen contra el Estado”.

Todo este proceso de judicialización persecutoria contra la libertad de expresión suele ir acompañado de una inusitada intoxicación mediática. Los casos de manipulación -eso que se conoce como posverdad o mentir intencionadamente para crear un estado de opinión, aun a sabiendas que todo es un engaño premeditado- han aumentado de manera exponencial (a mí me acusaron de ser vocero de ETA, cuando en el 2016 presentamos las exposiciones de Tratado de Paz, dentro del programa de la Capital Europea de la Cultura en Donostia/San Sebastián); y lo que es mucho peor, como consecuencia, se imponen las peores formas de coerción, persecución, linchamiento o censura (la retirada del cuadro del artista Santiago Sierra en la pasada feria de arte ARCO, o la insistencia del PP granadino en prohibir la representación de la obra de Alberto San Juan Masacre. Autorretrato de un joven capitalista español) que, interpretada por el propio autor en compañía de Marta Calvó, lleva meses siendo programada en Madrid con éxito en el Teatro del Barrio.  En esa misma dirección se orientan las operaciones de acoso y amenaza de cierre contra algunos centros sociales autogestionados, como La Ingobernable de Madrid, que ahora mismo son punta de lanza de las luchas por la libertad de expresión y el derecho a la ciudad democrática. Precisamente en una de ellas,  La Casa Invisible de Málaga, hace poco Sayak Valencia, la filósofa y poeta mexicana, en la presentación de la exposición de Rogelio López Cuenca presenta estos días en el centro social,  recordaba que el capitalismo, aparentemente  refinado, – ella lo denomina capitalismo gore- ha empezado a perderle el miedo a la violencia: «Antes se camuflaba bajo propaganda y discursos de progreso, pero ahora, con el repunte de la censura y la reivindicación de mano dura, el capitalismo se ha dado cuenta de que no necesita la democracia»

En este clima de persecución, se extiende un especie de psicogeografía del miedo, de la desconfianza y la autocensura (programadores culturales miden hasta las últimas consecuencias sus decisiones; artistas evalúan al detalle cualquier contratiempo derivado de sus acciones; yo mismo padezco este síndrome al escribir esta columna). Parafraseando unas declaraciones recientes de Soledad Gallego-Diaz, ni los propios periodistas han sido capaces de evitar e impedir que se trafique con la información o se desnaturalicen sus contenidos para, con la intención de tergiversar la realidad, conseguir efectos políticos determinados.

Esta es la paradójica situación: la sagrada libertad proclamada por las fuerzas políticas conservadoras y liberales, incluidos no pocos socialistas moderados, se acompaña de la máxima represión contra aquellos que pretenden alterar su orden, usando además parte de la estructura policial que se especializa en la investigación y persecución de los movimientos y actores sociales más activos a los que, con informes muchas veces surrealistas, tratan de equiparar con terroristas. Ahora mismo el objetivo principal de la aplicación de la Ley Mordaza, con la colaboración de algunos profesionales de la comunicación y otras alianzas profesionales de extrema derecha –siguiendo aquella vieja consigna del nacionalismo franquista- es intentar acabar con todo lo que huele a rojerío ideológico y separatismo antiespañol.

Por fortuna, frente a ese espectro autoritario, la sociedad civil no ha parado en la defensa de la libertad de expresión, en concreto, y de los derechos civiles, en general. Contra esas amenazas, por doquier, en sucesivas ofensivas a través de la lucha por los derechos de las mujeres, los jubilados, la escuela y la sanidad públicas etc… no hemos dejado de reclamar más democracia. Asociaciones como Amnistía Internacional, la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información (PDLI) o las recién creadas NoCallaremos están promoviendo cada vez más actos en apoyo de todas aquellas personas que están siendo investigadas, perseguidas, juzgadas y condenadas, tan solo por expresar su opinión al escribir o cantar. Sin ir más lejos, la catalana NoCallarem, donde participan más de veinte colectivos culturales, celebró hace el mes pasado la Semana de la libertad de expresión, contra la censura y el silencio, en la antigua cárcel Modelo de Barcelona, tristemente emblemática por su vinculación a la dictadura franquista.

George Didi- Huberman, en su bellísima conferencia Planto, pregunta, sublevación, impartida en el Círculo de Bellas Artes de Madrid con ocasión de la entrega de la medalla de oro de esa entidad, se preguntaba ¿porqué Antígona -que desobedeció al rey Creonte y por eso la mataron- nos seguía estremeciendo todavía hoy? El pensador francés respondía: porque la hija de Yocasta y Edipo era cabezota en su exigencia de justicia, porque era obstinada e inflexible frente a la ley de venganza que promulgaba el tirano. Aunque Antígona, en su condición trágica, estuviera destinada al sacrificio y a la muerte- añadió- también abría (lo sigue haciendo) la posibilidad de una emancipación frente a los decretos tiránicos de su rey y todos los tiranos. Antígona convoca así a la Justicia misma con energía, contra las leyes de aquí abajo. He aquí precisamente lo mejor de la tragedia griega, como Walter Benjamin expresó en El origen del drama barroco alemán: una profunda aspiración hacia la justicia. Porque la ley y la justicia no son los mismo. La tragedia permite abrir el lenguaje para dejarle a la justicia, que no solo a la ley, una oportunidad de existir en la experiencia de la palabra. Por eso, para salvaguardar las libertadas, antes con Antígona y más tarde con figuras rebeldes como Rosa Luxemburgo, cuando el poder se quita la máscara y muestra su verdadero rostro, es más necesario que nunca reclamar justicia y abrir el lenguaje, es decir tomar la palabra, ejercerla sin miedo, no renunciar a nuestros derechos y no dejarnos destruir.

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