En el reciente debate parlamentario sobre la moción de censura para destituir a Mariano Rajoy comprobamos una vez más que las convenciones parlamentarias están profundamente arraigadas. Al parecer, es muy difícil salir de ese modelo de política que todo lo dirime entre carismáticos dirigentes; tampoco del sistema de representación donde las decisiones trascendentales las toman líderes indiscutidos, soslayando que la democracia debería ser una forma de organización social que atribuyese la titularidad del poder al conjunto de la ciudadanía.
Por lo que se ve, tampoco las nuevas fuerzas políticas surgidas tras el 15M, en teoría mucho más proclives a impulsar cambios en esa dirección, parecen muy dispuestas a abordar cambios demasiado significativos (por lo menos así lo demuestran algunos hechos y cierta inercia a seguir apoyándose en liderazgos personalistas). Sin ir más lejos, hace unos días Pablo Iglesias e Irene Montero convocaron a las bases de Podemos para una consulta que les pudiera ratificar en su liderazgo, como si con ese gesto quisieran afirmar que su continuidad es imprescindible para el futuro de la organización y no hubiera más alternativa. Este llamamiento, con un fuerte carácter plebiscitario –una especie de órdago- llama mucho más la atención en una organización constituida por una comunidad política que desde sus orígenes siempre había propuesto, incluso en su propio partido, otro tipo de prácticas en las maneras de ejercer el poder. Es decir, aquellas formas de representación más horizontales reclamadas desde la potencia colectiva del movimiento 15M –germen fundacional de Podemos – diverso y plural, anónimo en esencia y contrario a cesarismos, y capaz de reconocer el poder de cualquiera que, como subraya Jacques Ranciere, es premisa esencial para una democracia radical (este filósofo francés preconiza incluso el sorteo aleatorio como forma de garantizar una verdadera representación democrática).
Ahora que este partido se empieza a parecer cada vez más a cualquier otro, vendría bien recordar aquellos llamamientos contra la “vieja política” y el parlamentarismo tradicionales, las críticas a la partitocracia, las exigencias de máxima trasparencia parlamentaria, la rotación periódica de los cargos públicos para evitar su profesionalización, el fomento de la democracia de proximidad o la ampliación de los cauces participativos. Un conjunto de medidas que permitirían dejar atrás los liderazgos personalistas, el autoritarismo de los aparatos burocráticos de los partidos, las inercias endogámicas, la corrupción endémica derivada del abuso de poder, las camarillas profesionales o las castas, como en sus inicios repetían una y otra vez.
Estamos demasiado acostumbrados a que nos cuenten la historia a partir de biografías heroicas (casi siempre masculinas). Esa preeminencia del héroe que nos llega del romanticismo y que la industria del cine ha llevado hasta el paroxismo, ha reducido la historia a un repertorio de figuras individuales que neutraliza la potencia política y anónima de la multitud en las revueltas campesinas, los movimientos revolucionarios o las recientes revueltas contra el neoliberalismo. Por el contrario, como nos recuerda Lucía Jalón Oyarzun en “Épicas menores y afecto común”, publicado en el libro-catálogo de la exposición El Gran Río. Resistencia, Rebeldía, Rebelión, Revolución, producida por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, esos relatos individuales siempre se conforman tras un cuerpo múltiple y extenso, atravesado por un afecto común que desborda las figuras icónicas.
Por ejemplo Rosa Park, tantas veces mencionada por su personal acto de rebeldía, -añade la autora de ese texto- no fue la primera persona negra que se negó a ceder su asiento para que, según la legislación racista vigente entonces en Alabama, lo pudiera ocupar cualquier blanco. También Viola White había sido golpeada y detenida por la misma razón; Genoveva Johnson arrestada por contestar al conductor; igualmente detenidas Mary Wingfield o Mary-Louise Smith y Claudette Covin, dos jóvenes de 15 y 18 años; Hilliard Brooks, un veterano de guerra – de poco le sirvió el mérito- fue abatido por disparos de la policía, cuando huía por negarse a entrar en al autobús por la puerta trasera. Ninguna de esa voces, biografías y prácticas militantes podrían entenderse jamás separadas de todas las demás que dieron consistencia concreta a una resistencia colectiva fraguada durante tantos años por muchísimas heroínas y héroes silenciosos. Parafraseando a Walter Benjamin en El narrador: eran vidas que no solo incluían la propia experiencia –siempre importante- sino también la ajena, sin la que, con toda probabilidad, la primera quedaría reducida a gesto aislado.
Ahora que se conmemora el cincuenta aniversario de los célebres levantamientos de Mayo del 68 francés, otro eslabón de un largo ciclo de revueltas ocurridas a finales de los años sesenta en muchos lugares del mundo -en cierta medida también en la España franquista- viene bien recordar que, más allá de algunas celebridades, la fuerza del anonimato del movimiento estudiantil y de la clase trabajadora fue el principal motor político de aquellas insurrecciones.
Georges Didi-Huberman, en el prólogo de Sublevaciones –catálogo de la célebre exposición del mismo nombre- dice que los levantamientos se parecen a las olas del océano, olas de protesta, olas de resistencia a la tiranía y deseo de emancipación. Cada una aporta su contribución para hacer que, de repente, los diques se sumerjan o los acantilados se desmoronen. Y aunque estos no sucumban a la potencia de sus embates –añade- ya nunca nada volverá a ser lo mismo, siempre algo se habrá trasformado por muy imperceptible que parezca.
Del aquel 68 a las primaveras árabes de Túnez, Egipto y Turquía o a las protesta de Occupy Wall Street en Nueva York, la reciente Nuit Debout francesa o nuestro 15M, del que ahora celebramos el séptimo aniversario, el rio de protestas internacionales, que aparecen y desaparecen como el Guadiana, no ha cesado. Tras ellas hay victorias y fracasos, avances y retrocesos, alegrías y decepciones, pero nunca son inútiles del todo.
Durante estos días conmemorativos, se ha hablado mucho sobre la relación del 15M con Mayo del 68 y sobre sus efectos en la cultura política pero, como señala Jordi Carmona Hurtado, filósofo y participante en los acontecimientos del 2011, en Paciencia de la acción. Ensayo sobre la política de las asambleas, se piensa muy poco la potencia de sus prácticas: escucha activa, pensamiento colectivo, inclusividad, horizontalidad y otras formas de democracia participativa que, pensando y decidiendo en igualdad o escuchando y tratando de comprender a las demás, impugnaban las convenciones anquilosadas y rígidas del parlamentarismo y la política tradicional. También en esto el eco del feminismo estuvo muy presente en las asambleas. La oralidad y corporeidad ominipresente de los hombres, acostumbrados a adueñarse del espacio público, tuvo que admitir que cualquiera, lejos de jerarquías y narcisismos, pudiera tomar la palabra.
Tal vez, para recuperar la esperanza y no dejarse dominar por el pesimismo, tengamos que volver la vista, prestar más atención al resurgir de las mareas blancas a favor de la sanidad publica y las verdes por el derecho a la educación universal, las riadas de mujeres reclamando sus derechos y rebelándose contra el machismo patriarcal imperante, las pleamares de indignación de jubilados que ven recortadas sus pensiones y luchan también por las de sus hijas y nietos, las oleadas antirracistas y anticlasistas de emigrantes y trabajadoras precarias etc. Es decir, las crecidas imparables de crítica contra el malestar social generado por la disminución de derechos sociales.
Gracias SANTI por la reflexión q hoy necesitaba como el comer Enviado desde mi iPad
La revolución será anarcocapitalista o no será estimado Santiago!
La inminente caída de Wall Street y la nueva recesión económica global no será idénticada por sus burguesas y socialdemócratas perspectivas…
Es hora de repensar una sociedad postgénero y transhumanista!