El futbolista Mesut Özil confirmó hace unos días que abandonaba definitivamente la selección alemana de fútbol. Se quejaba del racismo de parte de los dirigentes y aficionados. Nació en Alemania, pero es de origen turco y, además, es musulmán. En el comunicado se preguntaba: ¿por qué la gente no me acepta? ¿cuáles son los criterios para ser un ciudadano alemán reconocido?.
Cuando la selección de fútbol francesa ganó el mundial de 1998 se hizo popular la célebre trilogía black-blanc-beur (negro, blanco y magrebí), empleada para remarcar el abanico plural de orígenes, colores de piel y religiones de aquel equipo. El triunfo se celebró por todo lo alto y entonces se resaltó con entusiasmo -no sin cierta ingenuidad- el sentido integrador de la Francia republicana. Fue un espejismo optimista porque tras aquella exaltación patriótica se ocultaba el eco de otra realidad encubierta, mucho más racista y desestructurada (los conflictos sociales en los barrios más populares de las grandes ciudades francesas mostraban otra realidad). En el año 2013 un 40% de los franceses se consideraba racista y ahí está el partido de Marie Le Pen para confirmarlo.
La reciente ganadora del último mundial de futbol es, como aquella, un espejo donde se nos muestra la complejidad del vecino país, fruto de una Francia que acogió –no sin reacciones ni sufrimientos- la diáspora de sus antiguas colonias. Prácticamente todos sus componentes son hijos, nietos o biznietos de emigrantes, la mayoría procedentes de África. La constatación definitiva de que Francia es una nación heterogénea y diversa, como afortunadamente lo son la mayoría de los países europeos. Aunque esta vez, por temor a despertar las iras ultraderechistas, la fiesta multicultural ocupó un discreto lugar, por mucho que se quiera negar el mestizaje es definitivamente una condición substancial, constituyente e irrenunciable de la identidad europea. Gracias también al trabajo y la vida de millones de emigrantes, Europa ha podido mantener su sistema económico y sus prestaciones sociales. Nuestra envejecida sociedad y endogámica cultura se están renovando y el futuro común será, no cabe duda, consecuencia de las transformaciones que se puedan generar en las dinámicas exogámicas que seamos capaces de desplegar. La acogida de emigrantes constituye una obligación e incluso una necesidad en una situación de crisis demográfica que afecta a todos los países europeos; es un presupuesto irrenunciable para cualquiera que reflexione de manera adecuada acerca del futuro de Europa.
Parafraseando a Homi K. Bhabha en El lugar de la cultura, podemos decir que la demografía y la política de un posible internacionalismo -de dudoso futuro a la vista de todos los procesos de renacionalización xenófoba que estamos padeciendo- deben pensarse desde la historia y las contradicciones de la migración poscolonial; desde la diáspora cultural y política que fracturan nuestras narraciones nacionales autosuficientes; desde los grandes desplazamientos sociales de campesinas y aborígenes que reclaman también su derecho a una vida digna; desde la prosa de exiliadas y refugiados políticos y económicos que, reclamando su derecho a una más justa distribución de recursos, nos recuerdan nuestra voracidad extractiva y depredadora; y desde el arte, música, poéticas y dramas de la diáspora que nos señalan otras formas de pensar el mundo, más allá de nuestra auto complacencia eurocéntrica que, como dice Ngügï wa Thiong o en Desplazar el centro. La lucha por las libertades culturales, ha dominado el mundo, creyéndose el centro del universo. Un centro desde el cual – dice- hemos controlado, además del poder económico y político, el poder cultural, uno de cuyos efectos más devastadores ha sido la aniquilación y represión de muchas otras que se vieron reducidas a mero exotismo. En su libro, este escritor kenyata nos propone “desplazar” ese centro en dos sentidos: liberar no solo las culturas africanas, sino las de todo el mundo colonizado.
Frente a la Europa xenófoba y supremacista que se atrinchera en grandes verdades recreadas -basadas en una visión originaria de nuestra identidad- o en sus mitos fundacionales -leyendas y narraciones inventadas para hacernos creer superiores- tan solo la conciencia de la irreversibilidad del cambio que está ocurriendo puede convertir al continente europeo en un ejemplo avanzado de la democracia en el mundo.
En Desde fuera. Una filosofía para Europa, Roberto Esposito nos señala que ante esta Europa racista que ahora reaparece, olvidando los fantasmas y los esqueletos que produjo esa forma de pensar y actuar, solo nos queda abogar por otra que se construya proyectada hacia el exterior, capaz de asumir los valores de esas subjetividades diferentes que integran también la constitución de la filosofía y el pensamiento europeo. La comunitas, dice este filósofo italiano, no ha de entenderse como un origen ni como una meta, sino como un umbral epistemológico, o una medida crítica respecto a la inmunidad que se pretende para los europeos. La identidad, con toda su complejidad, existe sin duda, pero siempre como una consecuencia temporal y precaria de un conjunto de relaciones en permanente transformación. Si la integración de la diferencia se convierte en asimilación, el racismo nunca desaparecerá. La igualdad en derechos y deberes debe incluir la posibilidad de la heterogeneidad. Parafraseando a Marina Garcés, se podría decir que se trata de hacernos cargo de la multiplicidad de nuestros vínculos colectivos, sin negar unos en contra de otros y articular, desde ahí, las instituciones que permitan tomar decisiones colectivas. Es, en cierto modo, lo mismo que señala Judith Butler cuando afirma que la diferencia es la condición de la posibilidad de la identidad o, mejor dicho, su límite constitutivo: lo que hace posible su articulación. Para que una política “inclusiva” signifique algo distinto a una nueva domesticación, sería necesario desarrollar un sentido de alianza en el curso de una nueva forma de encuentro conflictivo.
Sabemos que el aumento exponencial de los dispositivos de vigilancia –política represiva que al parecer ha triunfado de nuevo en la última cumbre sobre migración celebrada en Bruselas- determina un menoscabo de las libertades individuales y colectivas. Las formas de control también adquieren otras sofisticadas y sutiles formas de segregación: menosprecio, invisibilidad, exclusión… Existe un racismo institucional que, además de mantener y reforzar el sistema de control migratorio en las fronteras exteriores, sigue ejerciendo una violencia interior que se manifiesta en múltiples capas de discriminación y olvido intencionado. Entre otros, el funcionamiento de las Oficinas de Extranjería que tras un marco legal, aparentemente democrático, opera como otro mecanismo racista porque, en lo general, hacen la peor de las interpretaciones posibles de las normativas para evitar que se otorguen los papeles. De esa manera la lógica es evitar que se consigan.
Pensar todas esas fronteras, tanto exteriores como interiores, debe situarse en el corazón del pensamiento político y en el futuro de la democracia en Europa. Étienne Balibar indica que la frontera siempre se puede ver desde dos lados, el interno y el externo, y su función es susceptible de una doble interpretación: como división y como unión entre dos partes. Puede ser vista como una articulación entre elementos diferentes, una producción de nuevas formas de subjetividad. Es evidente que el fenómeno de la inmigración en masa le ha conferido una nueva urgencia dramática. Pero, en lugar de intentar imponer nuevos escudos protectores, tratemos de invertir sus efectos excluyentes y convirtámoslas en una forma de hacer política. Tal vez no sea necesario ni siquiera abolirlas – en una especie de idealismo utópico- sino democratizarlas, esto es, abrirlas con todas las garantías a aquell*s que para huir de condiciones invivibles están obligados a traspasarlas o desplegarlas para que, una vez atravesadas, nadie pueda ser excluida de su condición ciudadana, porque ningún ser humano debe ser ilegal.
Sin ir más lejos, durante las pasadas fiestas de San Isidro, a consecuencia de la muerte del mantero Mame Mbaye, varios movimientos anti-racistas de Madrid hicieron públicas diez demandas básicas que, en sí mismas, son un mínimo decálogo de higiene democrática: acceso a papeles sin necesidad de contrato de trabajo; abolición de la Ley de Extranjería; derecho a empadronamiento sin restricciones; acceso a la nacionalidad sin necesidad de examen; derecho a la sanidad universal (que al parecer este nuevo gobierno está dispuesto a reinstaurar); despenalización de la venta ambulante; lucha contra el racismo institucional y contra las fronteras como espacios de no derecho; cierre de los Centros de Internamiento de Extranjeros y la toma de medidas contra la violencia machista que sufren migradas y refugiadas.
Las fronteras, materiales e inmateriales, físicas y mentales, pueden ser reconducidas desde su papel actual de retaguardia militar y moral, al de vanguardia democrática. Es decir, no sólo debemos democratizar las fronteras– no hay más que ver el trabajo ímprobo que llevan a cabo muchos movimientos sociales a lo largo y ancho del Mediterráneo, como en el que participa activamente la investigadora Helena Maleno, Caminando Fronteras; también significa democratizar ciertas condiciones anti democráticas del propio sistema.
Frente a esa España que, de acuerdo a los discursos de los Casado, Rivera y compañía, se repliega sobre sí misma a la búsqueda de una egoísta esencia originaria me quedo con la otra proyectada y abierta hacia el exterior, capaz de asumir la substancial heterogeneidad que caracteriza a la Europa mestiza y plural, en definitiva democrática.