Hace unas semanas, en el centro cultural Koldo Mitxelena de Donostia/San Sebastián, mantuve una larga conversación (aquí está el video de la grabación) pública con la filósofa Marina Garcés. El diálogo tuvo lugar en el marco de un ciclo de conferencias cuyo principal objetivo, en palabras de su director Patxi Presa, era analizar el papel de las bibliotecas como espacios de encuentro, generación de conocimiento y como herramientas para hacer posible el pensamiento crítico y el fomento de las humanidades.
Muchos podríamos asumir ese enunciado porque, expuesto fuera de contextos específicos y despojado de cualquier crítica a sus contradicciones, podría servir para un roto y un descosido, aquí, en Europa, o en Haití. Sin embargo, en el prólogo de su reciente recopilación de textos Humanidades en acción (Edit. Rayo Verde) esta profesora de la UOC (Universidad Oberta de Cataluya) señala que, efectivamente, solemos afirmar que sin humanidades, claro está, no hay democracia, pero lo hacemos –dice- olvidándonos de la historia del siglo XX, cuando las sociedades aparentemente más cultas de la historia cometimos los crímenes más atroces y construimos las pesadillas políticas más terroríficas. Insistimos en que sin humanidades no hay tolerancia, pero olvidamos que el humanismo fue el núcleo ideológico de la colonización y de su proyecto imperial, racista y patriarcal. Sin humanidades no hay libertad, repetimos una y otra y vez, pero olvidamos que la cultura no ha sido sólo un recurso de la resistencia, sino que también es, de forma mucho más frecuente de lo que pensamos, una herramienta de dominio y de construcción de marcos de dominación, tanto nacionales como de clase.
El humanismo y, a su lado, el pensamiento crítico se enuncian desde muchos lugares y aunque parezca que se habla un idioma común, muchas veces el sentido de las palabras es radicalmente opuesto.La autora de Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla (Edit, Galaxia Gutenberg) nos alerta contraese humanismo idealista descontextualizado que, casi siempre retóricamente, se enuncia desde la arrogancia del sujeto blanco y su prepotencia racional, autosuficiente y eurocéntrica, que nos llevó y nos ha traído hasta la explotación capitalista, a la desmesura productivista, radicalmente antiecológica. De hecho, sin ir más lejos Markus Gabriel, joven estrella del pensamiento alemán, con arrogancia y vehemencia, sigue defendiendo en su reciente libro El sentido del pensamiento que los europeos somos los mejor equipados para encontrar una respuesta a cómo tener justicia social y democracia y que, además, lo podemos hacer desde nuestras tradiciones culturales y sus valores universales.
Esta concepción idealista de las humanidades, que la enuncia Ana Patricia Botín, presidenta del Banco Santander, cuando alaba sus becas de ayuda a la educación, puede encontrarse, paradójicamente, al lado del antihumanismo sin complejos del actual presidente de Brasil, el ultra conservador Jair Bolsonaro. Como botón de muestra, hace unas semanas defendió la propuesta de su ministro de educación que pretende reducir la inversión pública en las facultades de filosofía y sociología – focos de marxismo cultura según este economista experto en mercados financieros- con el objetivo de trasferir esos recursos hacia áreas del conocimiento que generen un retorno inmediato a la sociedad. Pueden parecer posiciones contrapuestas, pero ambas comparten un común denominador: la defensa a ultranza de la rentabilidad y del pragmatismo aplicado de los saberes, frente a su inutilidad económica o, simplemente, su radical inoperancia práctica.
Es evidente que estas posiciones, tanto la reaccionaria como la liberal, se inscriben en una larga tradición anti intelectual y anti ilustrada que caracteriza a los gobiernos autoritarios, tanto de la derecha reaccionaria como de ciertas izquierdas dogmáticas. Sin embargo no es tan notorio cuando ese pensamiento contra las humanidades – sobre todo cuando desarrollan su potencia crítica- se camufla en las políticas de acoso y derribo que se vienen aplicando paulatinamente desde el actual gobierno europeo, y a sus órdenes otros tantos nacionales. Sin ir más lejos, viene bien recordar los intentos sucesivos por eliminar la filosofía o las bellas artes del bachillerato o por desvirtuar – degradando sus primigenios contenidos- algunas carreras universitarias del ámbito de los denominados estudios de letras.
Para Alberto Santamaría esta dinámica viene de largo. Este profesor de Teoría del Arte en la Facultad de Bellas Artes de Salamanca, en su En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo (Edit. Akal) nos recuerda que, ya en los años cincuenta y sesenta, la teoría liberal del capital humano creció en los planes educativos de modo imparable introduciendo patrones de eficacia y empapando de espíritu competitivo, individualista, aconflictivo y apolítico espacios hasta entonces alejados de la pulsión economicista. La educación se convertiría así en otro territorio de producción y la autoinversión en el mejor mecanismo para imponer el axioma individualista en todo el proceso de formación. Cualquiera puede alcanzar el éxito si es capaz de invertir oportunamente en sí mismo y si es capaz de competir oportunamente. Es el triunfo definitivo del capital humano o cómo trasladar la empresa al interior del sujeto. A partir de ahí toda posible emancipación colectiva, corresponsable con un mundo común, se delega en la iniciativa individual o en la empresa tecnológica y en su capacidad de innovación.
En esta deriva también la democracia se transformaría en una realidad en sí misma sometida a la competitividad. Como subraya Wendy Brown en El pueblo sin atributos: las democracias se conciben como algo que requiere capital humano con habilidades técnicas y no ciudadans participantes e implicados, educados en la vida pública y el gobierno común. Lejos parecen quedar aquellas ideas ilustradas y humanistas capaces de abrirnos las puertas a un mundo mejor. No nos podríamos gobernar sin entender los poderes y los problemas en los que nos debemos involucrar. Proporcionar herramientas para este entendimiento ha sido una premisa esencial de la educación pública en Occidente durante los dos últimos siglos.
Sin embargo, para la autora de La política fuera de la historia editado por Enclave de libros (cuyo prólogo escribe la propia Garcés) es un lugar común afirmar que la educación superior accesible para la mayoría social es, probablemente, una de las grandes pérdidas ocasionadas por el dominio neoliberal. En los últimos años, esta premisa – según esta prestigiosa profesora de Teoría Crítica de la Universidad de Berkely- ha dado paso a una formulación de la educación como algo principalmente valioso para el desarrollo del capital humano con el fin de maximizar la competitividad. Y concluye diciendo que el neoliberalismo se entiende mejor si no se ve simplemente como una política económica sino como una racionalidad rectora que disemina los valores y las mediciones del mercado a cada esfera de la vida y que interpreta al ser humano exclusivamente como “homo economicus”.
Como nos sugiere Marina Garcés, si nos dejáramos llevar por las inercias del solucionismo y el salvacionismo tecnoutópico del capitalismo actual, estaríamos a las puertas de una rendición definitiva. Es la misma línea argumental de los actuales manuales del pensamiento positivista transhumanista, como los Benek, Harari, Istvan,Levandowskio, Kurzweil que pretenden hacernos creer que el mundo avanza sin solución de continuidad y que, sin necesidad de que hagamos nada, más allá de atender a nuestra propio yo, definitivamente la ciencia, a la manera de un nuevo dios todopoderoso protector, se encargará de nuestra felicidad. Es el triunfo de la “la política de la inevitabilidad” que nos asegura el progreso imparable y nos anima a despreocuparnos por la gestión crítica del presente porque, de forma natural, seguiremos avanzando hacia un mundo mejor, más próspero y justo.
Por eso, frente a esa derrotismo del pesimismo o el triunfalismo acrítico del optimismo capitalista, hoy más que nunca, es preciso poner en el centro de nuestra vidas la posibilidad de pensarnos en común. Marina Garcés nos recuerda que necesitamos herramientas conceptuales, históricas, poéticas y estéticas que nos devuelvan la capacidad personal y colectiva de combatir los dogmas y sus efectos políticos. Para ello propone una actualización de la apuesta ilustrada, entendida como el combate radical contra la credulidad que nos devuelve a las raíces de la ilustración como impugnación de los dogmas y de los poderes que se benefician de ellos.
Como no señala en Nueva ilustración radical (Edit. Anagrama) es absolutamente necesario volver a interpretar los saberes ilustrados, pero asumiendo también sus contradicciones. Si algo puede querer la filosofía mundial, concluye, debería tener que ver con comunicar y mantener abierto el fondo común de la experiencia humana. Contra la literatura universal, el transnacionalismo literario que practica la filósofa india Gayatri Spivak. Contra el mapa de las culturas hegemónicas, el mural agrietado de las experiencias culturales en tránsito que rastrea un crítico como Homi Bhabha. Contra la filosofía globalizada, el pensamiento-mundo que invoca el filósofo africano Achille Mbembe, al que se podría añadir, el cosmopolitismo crítico de Arjun Appadurai, Dipesh Chakrabarty o Walter Mignolo; la mujer que no es «uno» de Luce Irigaray, ls cíborg o la testigo modesta de Donna Haraway, la nueva Medusa de Helene Cixous, la artivista de Chela Sandoval y Guisella de la Torre, la nueva mestiza de Gloria Anzaldúa, la indígena de Rita Segato, la sujeto nómada de Rosi Braidotti, las chicas malas de las Riot Grrrls, la punk women de las Pussy Riot, las extranjeros de sí mismas de Júlia Kristeva, la precaria de Judith Butler. Pensar a contrapelo supone desplazar el sentido, remover las convicciones pensando desde otros lugares y voces, muchas conocidas y otras silenciadas, pero que, interpelando nuestra supremacía, nos gritan.
Esto implica agrietar nuestras palabras amuralladas para dejar que de sus fisuras nazcan, y en ellas se enreden, nuevos sentidos, porque otros imaginarios para la transformación cultural son posibles. No se trata de encontrar una nueva filosofía para el mundo, sino de crear un mundo común para la inquietud filosófica que nos remueve a unos y a otros. Un pensamiento valiente que nos desplace para mirar a través de los ojos, de las palabras, de las vidas y de las problemáticas de otros. No existe el pensamiento privado. La mayor valentía es dejarse tocar.