ECOLOGÍA, HABLAR MENOS Y HACER MÁS

Si no fuera por la parafernalia propagandística y el estruendo mediático, la reciente cumbre del clima, convocada por la ONU en Madrid, hubiera pasado sin plena ni gloria. Los acuerdos adoptados fueron mínimos y, a tenor de la negativa a cumplirlos de algunas grandes potencias como EE.UU, Rusia, India o Brasil, su aplicación práctica todavía será menor. Nada nuevo bajo el sol, nunca mejor dicho. Este fracaso se suma a una larga historia de inobservancias que, ante las presiones y los intereses particulares de las grandes corporaciones industriales y su amplia red de influencias, habla a gritos de la inoperancia de la política internacional y de su incapacidad para llegar a medidas eficaces que aborden las reformas estructurales del actual sistema energético y del tipo de economía que lo sustenta.

Si para algo sirvió la cumbre fue para demostrar que la política, entendida como ciencia que ayuda a afrontar y resolver en común la organización de nuestras sociedades, se encuentra cada vez más alejada de su misión colectiva y casi siempre supeditada a los poderes económicos. Suele ser lamentable comprobar el cinismo, la hipocresía, la mentira, la desfachatez de la retórica, la banalización de la verdad o la perversión del lenguaje en muchos de las que la ejercen cuando hablan de sostenibilidad. Como ejemplo, sin ir más lejos, aquellos mismos días los alcaldes de Vigo, Málaga y Madrid, entre chistes y bromas pesadas, discutían sobre cuál de esas ciudades había invertido más en iluminación navideña. La dichosa guerra del alumbrado navideño disparó el gasto eléctrico a una cota sin precedentes.

El de la capital de España, que en vísperas de la cumbre no tuvo ningún reparo en autoproclamarla Green Capital y llenarla de propaganda “sostenible”, unos meses antes, se vanagloriaba con arrogancia negacionista de haber acabado con la operación “Madrid Central”, una de las escasas medidas ecológicas que la anterior corporación de Ahora Madrid consiguió poner en marcha. Estos días, debido a los peligrosos niveles de dióxido de carbono (NO2) en la atmósfera se ha tenido que activar una vez más el protocolo anticontaminación, que como sabemos no es más que una tímida medida que tan sólo corrige mínimas mejoras en la calidad media del aire de esta ciudad. A pesar de esta realidad incontestable y ante la presión de los organismos europeos, este alcalde continua titubeando sobre su aplicación porque, en el fondo, su modelo de ciudad es contrario a cualquier política que implique moderación en la producción y el consumo. Otro tanto se podría decir de otros que con la boca grande hablan de sostenibilidad y con la pequeña, y a la chita callando, hacen todo lo contrario.

Propaganda municipal y acción de Green Peace

Parafraseando al destacado ecologista Jorge Riechmann,autor del reciente Un lugar que pueda habitar la abeja (La oveja roja 2018) está claro que hablar sale barato, porque las palabras van por un lado y los hechos por el opuesto. En muchas de las instituciones que nos gobiernan, las contradicciones entre el decir y el hacer son flagrantes y, aunque nadie está libre de responsabilidad, estas se ponen más de manifiesto en las políticas oficiales sobre medio ambiente. El concepto de “desarrollo sostenible” se ha visto sometido a una imparable degradación semántica y política. Según Riechmann, nueve de cada diez usos son fraudulentos, engañosas declaraciones o pura propaganda en una sociedad donde el marketing verde contamina la cultura entera. Cuando un presidente o un consejero delegado de una gran empresa habla de desarrollo sostenible, en el 99% de los casos –insiste- está tergiversando el sentido inicial del término. Estos días hemos visto a la presidenta del Banco Santander, acompañada del presentador del programa de televisión “Planeta Calleja”, viajar a Groenlandia para conocer en persona los efectos del cambio climático. Nadie necesita “epifanías viajeras” para saber lo que está ocurriendo con el deshielo de los casquetes polares, con el ascenso lento pero paulatino del nivel de los mares, el aumento de los fenómenos meteorológicos extremos, las olas de calor o la proliferación de inundaciones y, en consecuencia, el mayor crecimiento de la pobreza, la desigualdad y los movimientos migratorios.

El gesto publicitario de Ana Patricia Botín no es más que otro de los muchos que esa y otras empresas intentan colarnos en nuestro imaginario para hacernos creer, sin ninguna vergüenza, que van a ser ellas -precisamente las principales causantes- quienes lideren las políticas del cambio climático. Parece cómico, pero es trágico. No hay más que comprobar cómo las corporaciones energéticas más contaminantes de este país, con el beneplácito y la complicidad del gobierno, sufragaron la cumbre de Madrid y aprovecharon la ocasión para vendernos sus eslóganes “medioambientalistas” o llenaron los medios de comunicación con llamativos lemas “verdes”. Bajo una aparente piel de cordero y ocultando su auténtica voracidad depredadora, nos están diciendo que, nos guste más o menos, tendremos que aceptar las condiciones de “su transición” medioambiental y, por tanto, que a nadie se le ocurra alterar su modelo capitalista de crecimiento. Es decir, intentan hacernos creer que todo cambia para que, en el fondo, nada lo haga. Al igual que la consigna del 15M “lo llaman ‘democracia’ y no lo es”, podríamos decir “lo llaman sostenibilidad y no lo es” y “lo llaman economía verde y no lo es”.

No podemos olvidar que el modelo de producción y consumo en el que vivimos funciona con una dinámica de expansión y crecimiento constante, detrás de la cual está la acumulación de capital. Nuestros hábitos sociales y costumbres culturales, arraigados a lo largo de muchos siglos, son el resultado de profundos procesos de subjetivación capitalista que, mediante la exaltación de la libertad individual, defienden lo ilimitado de los deseos humanos, identificados de forma errónea con el consumo sin control de bienes y servicios. Además, esa sublimación de los derechos individuales, nos produce una aversión enorme a que nos impongan medidas restrictivas y racionalización del consumo o a que se intervenga en las decisiones empresariales y en la producción industrial.

Pero, si realmente queremos iniciar una auténtica transición ecológica, sin subterfugios ni eufemismos, en primer lugar habría que realizar profundos cambios económicos y, en paralelo, transformaciones culturales, modificando muchos de nuestros valores, normas y hábitos, tanto individuales como sociales. La cuestión, por tanto, sería darle la vuelta al actual sistema (capitalista) y a sus estrategias de crecimiento acumulador y depredador, y a sus consignas consumistas dirigidas a exacerbar nuestro deseo –fetichismo de la mercancía- mediante la exaltación de la libertad individual. De ahí la importancia de determinadas premisas como la autocontención y la autolimitación, desde la conciencia de responsabilidades comunes pero diferenciadas (a mayor poder causal, mayor responsabilidad en las obligaciones). La democracia es el régimen de la autolimitación y el límite es el elemento constitutivo de la libertad, decía el filósofo y sociólogo Cornelius Castoriadis. A través de la política y las leyes, los seres humanos ponemos límites a nuestra convivencia. Al lado de los gestos individuales, las medidas políticas y económicas estructurales deben ser las que marquen las pautas de una transición ecológica justa en responsabilidades. Como en una reciente conversación me dijo el artista Manuel Saiz, tal vez haya llegado el momento de darle la vuelta a la célebre trilogía ilustrada que ha guiado los grandes valores de la modernidad, poniendo a la fraternidad y a la igualdad por delante de la libertad.

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