ESPERANZA SIN OPTIMISMO

Ernst Bloch, conocido como el filosofo de la esperanza, en su clásica trilogía El principio esperanza, decía que el “ahora” se puede vivir pero no comprender y, por tanto, es en la opacidad donde se puede adivinar el vago perfil del futuro. Estos días de confinamiento comparto el pesimismo esperanzado que el crítico cultural Terry Eagleton confiesa al  comienzo de Esperanza sin optimismo: “[…] los que vemos que la proverbial botella no solo está medio vacía, sino que, con seguridad, contiene un líquido potencialmente letal y de sabor repugnante, quizás no seamos los más apropiados para escribir sobre la esperanza”. Pero por insistir que no quede.

Tal vez haya siempre buenas razones para creer que una situación como la que estamos viviendo con esta pandemia va a acabar bien, pero esperar que ocurra así, sin más, porque somos optimistas o ingenuos idealistas no debería ser una de ellas. Parece que la realidad le está dando la razón a Eagleton, cuando refuta el optimismo del filósofo Kant, según el cual la naturaleza, tarde o temprano, nos garantiza un futuro en paz perpetua y, por tanto, no tendríamos que esforzarnos demasiado para alcanzarla. En este mismo sentido, está muy de moda una corriente de pensadores bestsellers transhumanistas y tecnoptimistas, muy cercanos a la tradición del pensamiento liberal, que nos animan a despreocuparnos por el futuro porque la ciencia y la tecnología nos salvarán y además nos permitirán alcanzar estadios increíbles de inteligencia avanzada, longevidad impensable o plena felicidad. Según sus teorías el homo sapiens transformado en el homo deusde los datos– Harari dixit- será capaz de hacer frente a todo tipo de catástrofes ecológicas, crisis energéticas, pandemias, envejecimiento o flujos migratorios causados por las guerras y el hambre.

Esta especie de optimismo de la jovialidad, muy característico de la literatura de autoayuda y del emprendimiento, los programas de las grandes empresas tecnológicas, las posiciones políticas que, de forma inquebrantable, siempre subscriben la doctrina del progreso, forman parte sustancial de la ideología del capitalismo.Es decir, vivimos en el mejor de los mundos, no merece la pena luchar por otras posibles formas de convivencia, así que tan sólo nos queda aceptarlo porque lo que tenga que suceder tras la crisis, lo hará por sí solo. Evidentemente, ese planteamiento lo que persigue, entre otros objetivos, es la inacción política y nos conmina a aceptar una especie de determinismo social, fundamentalmente individualista que, hagamos lo que hagamos, nos sujeta a una realidad inamovible.

Incluso Marx creía en el desarrollo continuado de las fuerzas productivas, pero a la vez también nos alertó de que este no necesariamente implicaba un incremento acumulativo del bienestar, porque esa prosperidad, al mismo tiempo, entrañaba la propagación de la pobreza, la desigualdad y la explotación. Es decir, mantenía una concepción dialéctica sobre la idea de progreso; además de reconocer su dinámica ascendente también alertaba de sus aspectos más siniestros. Efectivamente, la crisis del COVID 19 (que por primera vez en muchos años tanto está alterado a las sociedades más acomodadas ) como otras actuales como el cólera, el paludismo o la malnutrición, que siguen afectando de manera crónica a grandes núcleos de población en países menos desarrollados, nos indica que no siempre la humanidad avanza ni mucho menos de forma sistemática en un sentido progresivo y además nos alerta de que no tenemos razones para suponer que la siguiente será más fácil de superar. De hecho, se podría afirmar que, parafraseando a David Harvey, la crisis periódica es la “normalidad” histórica del turbocapitalismo global, ya que las aprovecha para gestionar a su favor el sufrimiento, la fragmentación social y política o la degradación de las instituciones públicas.

Walter Benjamin en Tesis sobre el concepto de historia  construyó su visión revolucionaria del mundo desconfiando del progreso. Su visión de la historia se oponía tanto al fracaso anímico como al triunfalismo y sostenía que frente al derrotismo era preciso organizar políticamente el pesimismo. El suyo era un pesimismo revolucionario, activo, organizado, práctico, siempre dirigido hacia el objetivo de impedir, por todos los medios posibles, el advenimiento de lo peor (nada que ver con el fatalismo de Carl Schmitt u Oswald Spengle, muy conservador, incluso prefascista). Como señala el intelectual y teórico marxista Raymond Williams, uno de sus seguidores y a su vez maestro de Eagelton, incluso los acontecimientos más terribles de nuestra época pueden aportar motivos para la esperanza. Si hubo quienes perecieron en los campos nazis, también hubo quienes dieron la vida para librar al mundo de los que los construyeron. Reconocer la existencia de la tragedia no implica abandonar la esperanza en un mundo mejor.

La esperanza, que conlleva un conjunto de cualidades encomiables como paciencia, confianza, valor, tenacidad, resistencia, entereza, sería así una especie de revolución permanente que se aferra a la convicción de que la vida, a pesar de todo, merece ser vivida. Sus enemigos sería tanto la complacencia política como la desesperación metafísica. Lutero la definió como “coraje espiritual” clave de virtud y, el contemporáneo Alain Badiou “principio de obstinación”. Pero, siguiendo a Eagleton, la única forma de esperanza en tiempos tan sombríos es la que no tiene nombre, la que reconoce las realidades del fracaso y la derrota, pero se niega a capitular ante ellas y mantiene siempre una apertura al futuro, aunque sea incierto. Puede ser un buen momento para recordar las palabras de la activista social Marge Piercy en su novela Mujer al borde del tiempo, recién publicada en español por la editorial bilbaína consonni: “La utopía nace del hambre de algo mejor, pero el motor que nos permite imaginar ese futuro es la esperanza”.

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