ETA ORAIN ZER (Y AHORA QUÉ) NOTAS PARA UN DEBATE

En el marco de la iniciativa Eta orain, zer (y ahora qué) promovido por Kutxa Fundazioa en colaboración con el Instituto de Gobernanza Democrática -Globernance mantuve este diálogo sobre la cultura como herramienta para, según el título propuesto por los organizadores, fomentar una sociedad más crítica y cohesionada, moderado por Edurne Ormazabal, Directora General de Tabakalera en Donosti/San Sebastián, con Claude Bussac, Directora General de La Fábrica de Madrid y el artista Asier Mendizabal. Aquí dejo el enlace con la conversación y también un texto algo más extenso, elaborado a partir de las preguntas y notas que utilicé para responder y que por la extensión del debate no pude llegar a desarrollar en su totalidad en directo.

https://www.youtube.com/watch?v=y43JmW0wj-Q

Edurne Ormazabal: Estamos nuevamente ante un escenario de profunda crisis económica y social que debería llevarnos a repensar una vez más el modelo cultural ¿cómo articular desde la perspectiva pública un sistema cultural más sostenible?

No hay duda de que la actual crisis ha situado de nuevo en el centro de nuestras vidas la posibilidad de activar otras políticas hacia una transición económica mucho más ecológica y nos podría dar la oportunidad de constituir comunidades más democráticas y, en consecuencia, también sus instituciones culturales. Algo parecido ocurrió durante la crisis financiero-inmobiliaria de principios de siglo, pero de bien poco sirvió. Entonces se llegó a proclamar con la boca pequeña la reforma del capitalismo (incluso liberales conservadores como Sarkozy  querían «partir de cero» para reformar el  sistema financiero internacional) peroen poco tiempo volvimos a las andadas. Ahora, por determinadas urgencias económicas y la necesidad de volver al viejo modelo productivo y de consumo, al parecer puede ocurrir otro tanto.

Durante el largo confinamiento, la actividad artística y cultural, aunque se haya paralizado en el espacio público, de una forma u otra, ha seguido estando presente en nuestra rutina diaria. Ha sido así porque, como dice Terry Eagleton en Cultura, ésta y el arte son sustanciales a la vida misma, son indisolubles del inconsciente social e impregnan gran parte de nuestra existencia. Por tanto, quizás hay que partir de la premisa de que una cosa son el arte y la cultura y otra diferente su entramado institucional; es decir, el sistema que sustenta gran parte de su producción y que está organizado, por un lado, en la extensa red de instituciones públicas (escuelas, universidades, museos, patrimonio histórico, teatros, etc.), con sus profesionales correspondientes y, por otro, por la iniciativa empresarial privada, en muchas ocasiones también dependiente del sector público, pero con intereses muy diversos y, en algunos casos, antagónicos. No es lo mismo una persona autónoma precarizada, una cooperativa social, una pequeña o mediana empresa cultural, incluso una fundación vinculada a institución bancaria como Kutxa Fundazioa que alguna de las plataformas digitales de contenidos operando a nivel global o los proveedores de servicios culturales dependientes de grandes grupos financieros. Más allá de cierta concepción idealista de la cultura, en su producción y en sus mecanismos de distribución se dirimen intereses muy distintos y, por tanto, son campos de batalla contrapuestos.

En el nuevo escenario que se nos presenta, al sistema del arte y la cultura no le convendría estar exentos de un análisis crítico respecto a su función social porque, precisamente en contra de esa misión, en demasiadas ocasiones ha funcionado con la misma lógica productivista, acelerada y consumista que el capitalismo depredador impone en nuestras vidas. Y además, desde mi punto de vista en una deriva poco comprensible de imitación, el sector público también ha tendido a reproducir esas dinámicas, convirtiendo gran parte de la actividad cultural en valor de cambio, en lugar de fomentar su valor de uso, accesible y universal, como pensamos los que creemos que la cultura también es un derecho relacionado directamente con la educación y la formación a lo largo de toda la vida.

Todos somos conscientes que el sistema cultural, del mismo modo que otros sectores productivos, ha sido afectado por la masificación del turismo y sus múltiples formas culturales (festivalización, bienalismo, ferialismo, crucerismo, espectacularización de la arquitectura y el urbanismo, proliferación de ciudades marcas y marketing cultural, por citar algunos fenómenos) que han sido los principales componentes cualitativos y cuantitativos para la inclusión definitiva de muchas instituciones culturales en las estrategias económicas neoliberales. Todo ello con la complicidad de los propios responsables políticos que, mediante sucesivos recortes económicos y leyes ad hochan ido facilitando su paulatina privatización, con formas sofisticadas, aparentemente inocentes y bienintencionadas (inclusión de empresas y entidades financieras en órganos directivos y patronatos, determinadas leyes de mecenazgo que acaban siendo subterfugios fiscales), que obligan a fórmulas de autogestión económica (gerencialismo). En realidad son las mismas medidas que las últimas décadas han ido penetrando y socavando los sistemas públicos de salud y educación.

En el sector cultural, los ajustes del ciclo 2009/14 afectaron más a unos que a otros (se hizo más en detrimento del entramado creativo autónomo y menos a costa de los gastos estructurales de las instituciones). No tengo duda de que esta vez no debiera ser así, pero he de reconocer que mi pesimismo se pega a mi ingenuidad. Las administraciones públicas van a tener que elegir cuáles son sus prioridades y reflexionar cómo, dónde y con qué criterios se invertirán los pocos recursos que quedarán tras los sucesivos reajustes presupuestarios, porque el café, mejor dicho, el café aguado para todos se va a terminar.

Aún recuerdo algunos enunciados del texto La burbuja cultural. Educación, ecología y cultura: un nuevo trinomio social, escrito en 2009 en el inicio de la última crisis, en el que ya entonces proponía para el programa de Donostia-San Sebastián Capital Europea de la Cultura un modelo cultural eco-político, mucho más vinculado a los procesos formativos a lo largo de toda la vida, que invirtiese mas y mejor en una educación expandida a los largo de toda la vida, capaz de dar ejemplo desde propuestas de contención pedagógica. En el texto decía – y me reafirmo- en que hay que pasar de lo más grande, rápido y centralizado, a lo más pequeño, lento y localizado; de la competencia a la cooperación (en una ciudad como Donosti y una comunidad cono Euskadi debería ser mucho más fácil de lo que parece y mi propia experiencia me indica); menos concentración y masificación y más descentralización, diseminación cuidadosa y respetuosa con la comunidad y el medio, y siempre pensando menos en acelerar la máquina productiva -la inflación de actividades es abrumadora- como en calidad, atendiendo mucho más a los aspectos reproductivos de la vida, con más cuidados mutuos y menos precarización laboral.

E.O. En este debate partimos del deseo de una sociedad más activa, crítica y cohesionada, y creemos que la cultura puede ser clave para ello. La cultura llega a mucha gente, y el consumo cultural ha crecido durante el confinamiento, pero qué cultura? Los consumos mayoritarios cada vez más digitales a través de plataformas globales, muy vinculados al entretenimiento y a lo mainstream, parecen llevarnos a un modelo de consumo cultural pasivo e individual en lugar de esa visión más crítica y social que podemos buscar. ¿ Cómo podemos recuperar espacio en la esfera públicapara reactivar la cultura como vivencia comunitaria y compartida?

Ayer en un debate parecido a este organizado por el colectivo “Foro transiciones” la filósofa Marina Garcés, en conversación con el poeta y ecologista Jorge Riechmann y el físico Adrian Almazán, decía que no se trata tanto de confrontar las dicotomías con o sin pantalla, cerca o lejos, con cuerpos y sin ellos, ámbito público y privado (¿qué sería este foro? ) analógico o digital, sino de desvelar, denunciar  y fiscalizar los intereses extractivos y, lamentablemente, cada vez más totalitarios que se esconden tras los grandes industrias tecnológicas y reapropiarnos de esos espacios de relación para ensayar y activar otros potencias políticas, éticas y estéticas. Los que defendemos el arte y la cultura como bien común y también como herramientas para la transformación social, planteamos que, frente a la actual concentración de poder tecnológico, la administración pública podría desempeñar un papel mucho más constructivo y, por supuesto, social. Para ello  tendría que cambiar radicalmente la orientación de sus políticas y apoyar una reestructuración completa del entorno digital, centrándose mucho más en la activación de políticas de cercanía y apoyo al interés general; gestionar el espectro digital como un bien común; poner límites estrictos a la propiedad monopolística; proporcionar acceso gratuito a la banda ancha para todas las personas del mundo como un derecho básico; dar mayor protagonismo a iniciativas comunicativas profesionales, a pequeñas y medianas empresas o colectivos y plataformas cooperativas de interés público, frente a los grupos mediáticos concentrados con capitales especuladores o monopolísticos; activar medidas reales anti-brecha digital y de alfabetización tecnológica; establecer una educación exhaustiva sobre los medios tecnológicos en las escuelas para proporcionar desde la infancia una comprensión crítica e independiente de la comunicación digital (como se ha podido comprobar en este confinamiento también aquí hay intereses contrapuestos) ; proteger la privacidad y neutralidad de la red; crear barreras legales contra la militarización de Internet y su uso para la vigilancia no autorizada; impulsar la investigación básica para el desarrollo de herramientas de producción y distribución de saberes y conocimiento comunales.

E.O. Creemos que la cultura es un elemento para la inclusión social, incluso para la transformación social. Pero están estos cauces bien articulados? Llegamos a esa diversidad a quienes no están cercanos a nosotras o somos elitistas?

Hay que tener en cuenta que cuando proclamamos de manera bienintencionada los valoresabstractos de la cultura, desde una visión idealista, olvidamos la peor cara de sus formas específicas más opresoras y su sustancial relación con las estructuras  económicas y reglas sociales dominantes. La clásica e idealista concepción ilustrada, que considera que la cultura y el arte deben formar parte de los derechos sociales de todas las personas, ha estado seriamente afectada por graves desajustes estructurales de clase, género y raza. Precisamente, en este sentido, el ICOM estableció como lema del Día Internacional de los Museos, celebrado el pasado 18 de mayo de 2020, Museos por la igualdad: diversidad e inclusión,con el objetivo de concienciar sobre la importancia del sentido hospitalario de los museos como medio para el “desarrollo de la comprensión mutua, de la colaboración y de la paz entre los pueblos”. En la misma línea se manifestaba recientemente en un artículo de prensa José Diaz Cuyas, profesor de Estética y Teoría del Arte en la Universidad de La Laguna: “Ahora que tanto se habla del cuidado en las instituciones del arte, sería la ocasión de plantear una ética y una poética de la hospitalidad (Derrida), asumiendo el museo como un espacio de encuentro con la alteridad, de las obras y de los otros, que exige nuevos protocolos para visitantes y anfitriones, ya sean nativos, turistas o emigrantes”.

Por mi parte, añadiría los conceptos de escuela y hogar al de hospital. Hay demasiadas instituciones y burócratas que expulsan la vida y otras, junto a muchos servidores públicos, que afortunadamente la acogen; unas que consideran a los ciudadanos súbditos, otras que los hacen partícipes y les implican en su devenir. Ser consecuente con estas premisas debería ser, ahora más que nunca, un objetivo sustancial de las instituciones culturales públicas.

E. O. ¿Sabemos impulsar el poder emancipador de la cultura?

La cultura es todo aquello que nos constituye, pero también, sobre todo de la mano de algunas formas de arte, la posibilidad de instituir otras narraciones, nuevas subjetividades. Como ya he dicho antes, respecto al ámbito económico, en lo simbólico también la cultura, como la vida, es un campo de batalla. Las  imágenes, las palabras y las costumbres suponen también formas de conflicto; reconocerlas, analizarlas, criticarlas, desvelarlas y proponer otras sería tal la principal responsabilidad del arte y cultura, entendidos también como herramientas críticas e instituyentes. Hoy, adelantando este debate, lo decía Asier Mendizabal en la radio: la cultura ayuda a contar lo que sucede, pero también puede anticipar lo que puede suceder.

Si me permitís, me gustaría mencionar tres citas, de otros tantos pensadores franceses en este caso, que en alguna otra ocasión he empleado. George Bataille, frente a esa “fabricación” de los valores colectivos que denominamos, de forma genérica, justamente “cultura”,  es decir la que nos constituye, propuso la aplicación concreta de otra “política cultural” que solo puede llevarse a cabo si se “denuncia” el mismo equívoco de la cultura como una unidad abstracta e idealista. Tal sería la tarea de una cultura capaz de la astucia necesaria que consiste en escapar -aunque sea un momento- a cualquier tipo de apropiación, bien sea del Estado paternalista, de la industria y el mercado o de la identidad patrimonial, decía.  Paul Valery planteaba también una diferenciación entre artistas que ofrecen lo que cabe esperar en un contexto y otos que proponen ir un paso por delante. Estos últimos producirían desligándose de los códigos instituidos y nos otorgarían la posibilidad de analizar la realidad desde otras ópticas, de preguntarnos sobre el sentido de las cosas y hacernos capaces de anticipar o, por lo menos, estar alerta ante el cambio social y todas sus manifestaciones, también las simbólicas. Y, ya en estos últimos años , hemos escuchado más de una vez a Jacques Rancière afirmar que una “política del arte” consiste en reconfigurar la división de lo sensible, en introducir sujetos y objetos nuevos, en hacer visible aquello que no lo era y dar voz a los que, por su condición de excluidos, no la pueden exponer.

E.O. En una encuesta recientemente publicada, el Observatorio vasco de la cultura cifra en un 43% el porcentaje de descenso de empleo por crisis COVID en Euskadi ,lo que supone más de 11.000 personas que han perdido su empleo. Esta crisis va a acentuar la precariedad en la que ya se encontraba el sector y sus profesionales.¿Cómo hacer frente a esta situación endémica? ¿Qué otras fórmulas podemos ofrecer a los creadores que quieren vivir dignamente de su trabajo? ¿Ante cualquier crisis asoma la vulnerabilidad del sector: la balanza cae ante el peso de las infraestructuras y deja en el aire a los creadores y agentes independientes. ¿Es sostenible? ¿Cómo replantear la balanza? 

Estos días han vuelto a resurgir las críticas más radicales contra la inoperancia de las instituciones culturales que, para poder cubrir los ingentes gastos internos de su mantenimiento tras los sucesivos recortes, han ido reduciendo paulatinamente los recursos destinados a los creadores autónomos y a todas sus agencias de mediación. Y hemos escuchado la voz de cientos de trabajadores culturales preocupados por la situación de desamparo en la que se encuentran y por el incierto futuro laboral  que les espera. La mayoría sonprecarios y precarias que sostienen gran parte de los servicios –y muchas de las tareas de cuidados necesarios – y están estructuralmente fuera del sistema institucional protegido. Alguien se preguntaba, ¿para qué queremos las instituciones si únicamente se sirven a sí mismas? Frente a esta posición maximalista de cerrarlas y distribuir todos esos recursos entre la sociedad creativa,  este puede ser un buen momento para volver a pensar todo el sistema desde otros parámetros, de nuevo reformistas y críticos, pero  más justos para todas. No tengo ninguna duda de que para salir de esta crisis con dignidad y cierta justicia distributiva habría que invertir más y mejor los recursos en las personas que proveen y trabajan en la producción de contenidos y, entre todas las partes implicadas (políticos responsables, instituciones titulares, equipos directivos, trabajadores y sindicatos, etc.), racionalizar y reorganizar el gasto derivado del costoso mantenimiento de los equipamientos. Sé que es muy complicado, pero esta vez el ajuste no se debiera hacer, como en la crisis anterior,  otra vez únicamente a costa del eslabón más débil, pero absolutamente imprescindible y necesario en la cadena de valor del sistema cultural. Si las instituciones culturales van a ver reducidos sus ingresos hasta extremos insospechados es ineludible aplicar un principio básico de la ecología cultural: hacer menos y mucho mejor, con mucho más tiempo, en adecuadas condiciones de investigación, producción y con una redistribución más justa de los recursos entre trabajadores estables y protegidos por el sistema y creadores y agentes culturales autónomos, que serán precisamente los más afectados por la crisis.

Por otro lado, más allá de los análisis y propuestas sectoriales, parafraseando a Nancy Fraser, me atrevo a asegurar que cualquier transformación del sistema cultural se tendría que entremezclar con la idea de cambio del modelo económico necesario para la transición ecológica. No se trata de reclamar de forma aislada los derechos de las artistas y actores culturales, sino de ir de la mano de otros sectores sociales precarizados y luchar por la reapropiación colectiva de los bienes comunes que las sucesivas fases de acumulación del capital nos han ido usurpando. Si las prioridades vitales estuvieran cubiertas por derecho las relaciones con el trabajo estarían mucho más determinadas por otras formas de deseo y no por la obligación de vender la vida para sobrevivir. Hace unos años, tras la última crisis algunas artistas preocupadas ya entonces por la precarización de los trabajadores culturales, se preguntaban, en buena lógica, si con una Renta Básica Universal, o sea, con saber que podrían pagar parte del alquiler y de la comida mensual sería mas fácil para todas, artistas, programadores, directores, público, etc., soñar y practicar con otros posibles, y generar maneras múltiples y heterogéneas de creación, visibilización, transmisión. La Renta Básica Universal – decían- empieza a parecer además una lucha que rompe con las jerarquías artista-público, que manda al garete los narcisismos y nos coloca a todas como ciudadanas por igual, más allá de profesión, ideología, religión, género”. Podremos discutir sobre el sentido de la renta básica pero, más allá de su posible aplicación universal o limitada y de las fórmulas para su financiación, es evidente que los cambios de modelo social y económico, por tanto también del sistema cultural, necesitarían un amplio abanico de medidas estructurales que afectase a todo el conjunto de trabajadores: una nueva institucionalidad democrática local e internacional que tenga herramientas eficaces para controlar y reformar el actual sistema económico; regular por arriba la acumulación de capital y redistribuir por abajo la riquezacon una nueva concepción de la fiscalidad más justa y un control total del fraude; garantizar un salario mínimo digno para todos los trabajadores que, además de la renta básica, quisieran o debieran seguir trabajando; reducir la influencia del sector financiero y especulativo en los modos de producciónpara que estos se puedan relocalizar y adaptar a un tipo de economía y de consumo de cercanía, mucho más ecológica; blindar el acceso gratuito a todos los bienes comunes relacionados con la sanidad y la educación y las prestaciones sociales de dependientes y jubilados; reformar el mercado inmobiliario (sobre todo el de alquiler) para asegurar el derecho a la vivienda; garantizar el acceso, con limitación de costes, a luz, agua, calefacción y herramientas tecnológicas de comunicación; y todo en ello en el marco de un debate sobre los instrumentos jurídicos locales e internacionales con los que aplicar esas medidas.

E.O. Ayer mismo en la presentación de su nuevo libro, el filósofo Daniel Innerarity  subrayaba la necesidad de colaboración entre distintos saberes para afrontar la complejidad de los problemas sociales actuales. ¿Sin pretender instrumentalizar el arte y la creación, cómo se pueden articular cruces y colaboraciones entre creadores y artistas y especialistas de otras disciplinas como la ciencia, con el objetivo de obtener un mayor impacto social? ¿Se otorga mayor credibilidad a las disciplinas tecnocientíficas, frente a las humanistas?, aun siendo tan necesarias para una elaboración compartida de situaciones tan complejas como las actuales, o para la emancipación ciudadana. ¿Por qué? Qué hace falta para una colaboración real entre saberes?

No voy a poner en duda la importancia de la ciencia, faltaría más, y menos ahora, pero tampoco quiero caer en la trampa de convertirla en la única solución a los problemas del mundo. Tal vez haya siempre buenas razones para creer que una situación como la que estamos viviendo con esta pandemia va a acabar bien, pero esperar que ocurra así, sin más, porque somos optimistas o ingenuos idealistas no debería ser una de ellas.Está muy de moda una corriente de pensadores bestsellers transhumanistas y tecnoptimistas, muy cercanos a la tradición del pensamiento liberal, que nos animan a despreocuparnos por el futuro porque la ciencia y la tecnología nos salvarán y además nos permitirán alcanzar estadios increíbles de inteligencia avanzada, longevidad impensable o plena felicidad. Según sus teorías el homo sapiens transformado en el homo deus de los datos– Y. N. Harari dixit- será capaz de hacer frente a todo tipo de catástrofes ecológicas, crisis energéticas, pandemias, envejecimiento o flujos migratorios causados por las guerras y el hambre.Esta especie de optimismo de la jovialidad, muy característico de la literatura de autoayuda y del emprendimiento, los programas de las grandes empresas tecnológicas, las posiciones políticas que, de forma inquebrantable, siempre subscriben la doctrina del progreso, forman parte    sustancial de la ideología dominante del capitalismo. Es decir, vivimos en el mejor de los mundos, no merece la pena luchar por otras posibles formas de convivencia, así que tan sólo nos queda aceptarlo porque lo que tenga que suceder tras la crisis, lo hará por sí solo. Evidentemente, ese planteamiento lo que persigue, entre otros objetivos, es la inacción política y nos conmina a aceptar una especie de determinismo social, fundamentalmente individualista que, hagamos lo que hagamos, nos sujeta a una realidad inamovible.

El pensamiento crítico sirve para desvelar también esa falacia naturalista y postivista. Nancy Fraser en su último libro publicado en castellano Los talleres ocultos del capital trata precisamente sus irracionalidades, coerciones e injusticias endógenas; sus tendencias inherentes a la crisis – D. Harvey dice que el turbocapitalismo se alimenta de ellas- y sus líneas de conflicto. Fraser relee  libre y eclécticamente a «los dos Karls» (Marx y Polanyi), y se apoya en  las teorías feministas y ecologistas y de las teorías críticas de la raza, para propone una visión ampliada de la sociedad capitalista y de las viejas rémoras del fracaso socialista, para pensar la posibilidad de organizar el mundo y nuestras sociedades con otros parámetros que no necesariamente reproduzcan los errores del pasado, ni nos condenen a las “verdades” del presente.

E.O. La crisis tendrá sin lugar a dudas consecuencias muy preocupantes que aun desconocemos, pero: ¿ha surgido alguna semilla o brote que merezca cuidar? ¿Hemos aprendido algo? 

El virus nos ha demostrado que todos somos vulnerables aunque, como siempre unos más que otros, y nos ha confirmado que solo podemos hacer frente al futuro si pensamos el mundo como una casa común interdependiente. Ha puesto de relieve la importancia de los servicios públicos y su gestión democrática. Nos ha puesto ante nuestros propios ojos que las ciudades, sobre todo las grandes, son insalubres, así que deberíamos pensar en otro tipo de urbanismo y en otras formas de relacionarnos con las producción y el consumo. No tenemos porqué movernos tanto, quedándonos más en casa podemos también atender mejor a la vida reproductiva.Aprender a vivir con menos y centrarnos en lo importante. El confinamiento nos ha ayudado a modificar nuestras prioridades. No necesitamos consumir tanto y lo podemos hacer mejor. Néstor García Canclini en Consumidores y ciudadanos distingue entre la pulsión consumista, muy determinada por los modelos de producción capitalista, y el necesario intercambio de mercancías, bienes y servicios, vinculado a un tipo de consumo consecuente capaz de organizar de otra manera nuestras vidas, y así –añado yo- favorecer otros modelos de producción y circulación de productos basados en el “racionamiento” autoconsciente (razón y ración).

E.O. Y ahora tenéis un último minuto para terminar esta conversación.

Como buen recitador (todo lo que digo viene de otras voces) me voy  apoyar en un reciente artículo de César Rendules, filósofo y profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid, que decía literalmente: “Si las intervenciones públicas, como pasó en 2008, van a rebufo de los acontecimientos tratando de ganar tiempo para apuntalar un sistema que se desmorona, la cultura formará parte del lastre que se considera aceptable soltar para rescatar a bancos y grandes empresas. Si, en cambio, nos atrevemos a explorar otras posibilidades, si tratamos de salir de esta catástrofe impulsando un proceso igualitarista de desmercantilización rápida y democracia económica, las cosas podrían ser diferentes. Tal vez entonces podríamos imaginar alternativas públicas que cuestionen el poder monopolista de las plataformas de contenidos, que busquen mecanismos de retribución justos y razonables de los autores y mediadores vinculados a la utilidad pública de su trabajo, que nacionalicen las entidades de gestión de derechos para que sirvan al interés general, que impulsen el cooperativismo cultural y protejan también las prácticas culturales no profesionales”.

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