La sala de exposiciones del Koldo Mitxelena de Donostia/San Sebastián acoge este verano una exposición homenaje a Don Herbert, fallecido recientemente. Durante casi tres décadas fue el litógrafo oficial de Arteleku, el desaparecido centro de arte y cultura contemporánea que la Diputación Foral de Gipuzkoa sostuvo con generosidad y audacia institucional en las lindes de los barrios donostiarras de Loiola y Martutene. La muestra, que coincide con otra de sus trabajos pictóricos en la Galería Altxerri, ha sido coordinada por Ainara Martín, y en ella se pueden contemplar más de 200 piezas, una parte significativa de los fondos de obra gráfica recuperada después de la fatídica inundación que en noviembre del 2011 anegó la planta baja en su totalidad, dejando el edificio prácticamente dispuesto para su cierre y demolición, pocos años después. Por fortuna, ha sido restaurado, protegido y nuevamente ordenado y catalogado en Gordailua, el centro de colecciones patrimoniales que la misma Diputación tiene en Irún.

Cuando en otoño de 1987 asumí la dirección de Arteleku, Don Herbert ya había impartido su primer taller de litografía; cuando abandoné el cargo a finales de 2006 allí seguía como su responsable y así continuó hasta que definitivamente se cerró en el año 2014. Sin ninguna duda, fue su habitante más fiel. Cientos de artistas pasaron por “su” taller, otros le acompañamos durante algunos años en su periplo personal y profesional, pero él fue el testigo permanente más privilegiado de la historia de Arteleku; hubiera podido contarla de principio a fin, incluso despotricar contra alguno de sus capítulos (cuando llevamos a cabo la última remodelación del edificio, de mala gana asumió el traslado del taller de la primera planta a la nueva ubicación en el patio exterior trasero).
Le gustaban muy poco los cambios o las innovaciones y, mucho menos, las especulaciones conceptuales. Era un clásico moderno y un formalista empedernido. Para él los valores estéticos se podían sostener en sí mismos y, desde luego, pensaba que nada tenían que ver con otras consideraciones éticas o políticas. Así que alguna vez discutimos sobre las distintas maneras de entender al papel del arte y la función del artista en la sociedad. Pero, a pesar de las diferencias, para mí Herbert era una figura imprescindible e insustituible en aquella concepción abierta y acogedora que siempre defendí para la institución. La última vez que nos encontramos le comenté que, sin duda, merecía ser su decano honorífico. Según me contó, seguía siendo perseverante en su rutina cotidiana. No había alterado un ápice sus costumbres diarias; continuaba con las mismos hábitos y rituales que lo sujetaban a la vida, a la forma de vida rutinaria que había elegido y cuyo cumplimiento estaba regulado por normas rigurosamente codificadas. En cierto sentido, de la misma manera que trabajaba en el taller. Como expresa la etimología sánscrita, rito significa algo que está sujeto a un orden, a una sucesión de gestos, conforme a necesidades básicas y esenciales y según una cierta norma repetitiva. La vida y el trabajo de Herbert, tanto en su obra como artista, como en su labor como maestro litógrafo, estaban regidos por la repetición (in)consciente de determinados hábitos y la constancia en reproducirlos. Seguramente, esa determinación también le sirvió para combatir algunas zozobras emocionales – quién no las tiene-, y le permitió aferrarse a cierta estabilidad vital, anclada a la seguridad del método, como el artesano en su trabajo.
Sin embargo, aunque pueda resultar paradójico, no se consideraba un artesano, por lo menos en el sentido tradicional del término. Solía denominarse artista litógrafo. En cierto sentido, parafraseando a Richard Sennett en El artesano, el primer tomo de su excepcional trilogía sobre la “cultura material”, el trabajo de Herbert implicaba el desarrollo de determinadas destrezas artesanales específicas, sin duda, pero nunca sujetas a la simple imitación o repetición, sino a la habilidad artística que siempre adquiere su mejor expresión en la evolución de las formas y en el minucioso cuidado de la impresión gráfica. Era un perfeccionista y, como en el artesano, la mano experta representaba su herramienta básica, pero su tacto, sus extremidades y sus ojos se vehiculaban a través de su personal sensibilidad creativa, a veces, bastante testaruda.
Trabajaba con pulcritud, limpiaba pausadamente el tórculo, cuidaba los papeles y las tintas o reproducía las impresiones con escrupulosa determinación. Era como una liturgia en la que él ejercía de maestro de ceremonias. Roland Barthes decía que toda ceremonia protege como una casa y permite habitar el sentimiento. No hay duda que el taller de litografía tenía también algo de “hogar”, donde cualquiera podía sentirse acogido.
Por su parte, Charles Taylor en La ética de la autenticidad dice que ser fiel a uno mismo significa ser fiel a la propia personalidad. En el caso de Herbert, esa singularidad inconfundible se manifestaba contra cualquier atisbo de narcisismo; al contrario, siempre estaba dispuesto a proporcionar hospitalidad indiscriminada, sin distinciones entre el alumno incipiente o la artista reconocida. La relación que mantenía con los interesados en el aprendizaje de la técnica o con l@s artistas que invitábamos a coproducir ediciones, convertía el taller en un espacio social donde él, como Maestro, se adhería a esa especie de juramento que le obligaba a mejorar las habilidades de todos ls aprendices a su cargo o a sacar el máximo resultado formal de las propuestas artísticas. Una manera de ser y hacer, según la cual, como repetía una y otra vez el propio Herbert, todos los seres humanos compartimos las destrezas fundamentales y mejorarlas, hasta conseguir el manejo experto, incluso la maestría, es una cuestión de motivación, esfuerzo y formación. Creo que en Arteleku encontró la institución aliada para poder llevar a cabo ese programa con total autonomía artística y pleno respeto profesional.