Georges Didi-Huberman evoca en el título de su libro Lo que vemos, lo que nos mira (Ed. Manantial, 1997) una frase de su maestro Walter Benjamin que, a su vez, este toma prestada del escritor Franz Hessel, autor de Paseos por Berlín (Errata naturae, 2015) en 1940, unos días antes de emprender su huida de la Alemania nazi, al despedirse de las estatuas que parecían contemplarlo en la calle berlinesa de Magdeburgo, afirmó: «Solo vemos que nos miran”. Benjamin se apropia de esta frase porque condensa la filosofía del flanêur, ese paseante de la ciudad de París, paradigma de la nueva modernidad urbana descrita en su célebre Libro de los Pasajes (Akal 2005) que se deja interpelar al azar por las cosas, el paisaje y las imágenes que inexorablemente aparecen, desaparecen y reaparecen en nuestro camino.
Las ciudades son espacios semánticos saturados de representaciones formales polimorfas y polisémicas, que muchas veces expresan sentidos contrapuestos: el urbanismo que las des/ordena; las plazas y jardines, con sus nomenclaturas elegidas en función de in/determinados y discutibles criterios de autoridad; los edificios y sus particularidades arquitectónicas, con sus diferentes y variopintas funciones oficiales o cívicas; las estatuas, monumentos y esculturas de todo tipo, con sus retóricas hagiográficas, memorialistas o conmemorativas; el mobiliario urbano; la sobreabundancia publicitaria,… todas tan constitutivas de nuestras subjetividades como el propio lenguaje que empleamos para comunicarnos. Son producciones de sentido arraigadas en la materialidad de la historia, que conforman la “realidad” que habitamos y, como las demás huellas culturales, nos sitúan y adscriben a determinados lugares.
Son significantes más o menos presentes en nuestras vidas, unos más visibles que otros, a la vez que dispositivos ideológicos de poder con los que se configuran nuestros imaginarios culturales y de/forman nuestras identidades. Parafraseando al historiador Reinhart Koselleck, –en Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, notable investigación sobre los monumentos funerarios, sus usos, interpretaciones y funciones sociales– se podría decir que en ellos se encuentra cristalizado, sin excepción, un mensaje que siempre incluye o excluye agrupaciones opuestas de sentido; según él, no existe ningún significante que no defienda un determinado valor político e ideológico.
El citado Didi-Huberman en Desear. Desobedecer. Lo que nos levanta (Abada Ed, 2020) señala que la razón política a través de la cual se comprende una determinada historia se expresa la mayoría de las veces en términos de “poder”: la historia se resume en el paso del poder de unos a otros; uno no rechaza, no desobedece, no se rebela, no se levanta, sin violencia, sea en el grado que sea. Toda la cuestión reside –añade- en saber cómo, en cada caso, criticar –lo que no quiere decir descalificar de antemano- su práctica a lo largo de la historia. En esa función de transmisión “hereditaria” también podemos encontrar la potencia crítica necesaria para reinterpretar, poner en valor o devaluar la relevancia histórica que las imágenes y los monumentos puedan tener para las siguientes generaciones –incluso destruyéndolos– porque, como el propio Benjamin dijo en su más que citada sentencia recogida en Tesis sobre la filosofía de la historia: “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”. Recientemente, Mary Beard, especialista en estudios clásicos y catedrática de la Universidad de Cambridge, decía que la admirada estatua de Marco Aurelio en el Capitolio de Roma casi seguro que tenía debajo un bárbaro pisoteado hasta la muerte por el caballo del emperador. Lo mismo se podría decir de las célebres imágenes de Santiago el Mayor, más conocido como “Santiago matamoros”, que, montado en un caballo blanco, corta con su espada las cabezas de los infieles musulmanes.
Cuando unos héroes caen en desgracia, otros se ensalzan. Se desmontan y se erigen estatuas de forma continua: ¿Es posible que veamos pronto una “caída” en desgracia de las múltiples figuraciones del anterior rey de España, como ocurrió con su promotor y antecesor Franco? Todo depende del poder que las erige y del que las destruye.Así, por ejemplo, a la gran estatua de Lenin, desmontada para ser traslada en una barcaza por el Danubio al museo de un coleccionista privado (escena de la película La mirada de Ulises de Theo Angelopoulos), se le podría sumar la gigantesca figura del soldado anónimo, de dudoso gusto, que el actual líder ruso ha erigido en la ciudad bielorrusa de Rzheven recuerdo de los héroes que murieron en la Segunda Guerra Mundial con la inscripción: “Caímos por la patria, pero la salvamos”. Unos años después de aquella tragedia, el muro de Berlín se construyó para separar dos naciones y hace treinta se derribó para reunificarlas. En la desparecida Alemania Oriental es probable que muchos símbolos del comunismo soviético fueran destruidos u ocultados en los fondos más recónditos de algunos museos.
Años antes, más de cuatrocientos mil judíos fueron encerrados por los nazis en el gueto de Varsovia pero, a pesar de que el confinamiento era una trampa mortal, muchos se levantaron contra sus muros, antes de que los pocos sobrevivientes fueran trasladados al campo de concentración polaco de Auschwitz y allí aniquilados con vileza. Ahora aquel monumento de barbarie es un museo en memoria de las víctimas, un documento de cultura y, paradójicamente, de turismo. En este sentido, viene al hilo recordar las agrias polémicas políticas que tuvieron lugar en Alemania durante los años noventa cuando se propuso erigir un monumento dedicado a los caídos en los campos de concentración. Fue célebre la discusión entre el filósofo Jürgen Habermas, que en su afán por pensar de manera crítica el papel de los alemanes en aquella abominación apoyó su construcción, y el que hasta entonces fuera su amigo, el escritor Martin Walser, que incluso llegó a afirmar que se negaba a “cementar el centro de la capital con una pesadilla del tamaño de un campo de fútbol” y se opuso con energía al “levantamiento de un centro monumental de la ignominia”. Al final, tras muchas discusiones sobre si el monumento debiera tener un carácter realista o abstracto, ser dedicado a todas las víctimas o solo a los judíos, el parlamento aprobó el conocido proyecto del campo de estelas presentado por el arquitecto Peter Eisenman, con el encargo especifico de que fuera un “monumento a los judíos asesinados”. A veces, la historia se revela contra sí misma. Es paradójico que hoy en día muchos palestinos se levanten contra los muros -repletos de gestos artísticos- que los mismos sionistas israelíes han construido, en nombre de la defensa del posible terrorismo árabe, para diezmar y someter la vida de miles de inocentes encerrados en un territorio cada vez más mermado.
Lo cierto es que por todas partes se construyen diques-poderes; también, por fortuna, se levantan olas-potencia. El citado Habermas, en al año 2003, en un artículo titulado ¿Qué significa el derribo de monumentos?, al tiempo que elogiaba la destrucción de las estatuas del derrocado dirigente iraquí Sadam Hussein, criticaba sin ambages la política bélica de EE. UU. y apoyaba las manifestaciones contra la guerra de Iraq que se desplegaron por todo el mundo. Es decir, no siempre la destrucción del significante implica que la razón acompañe a los acontecimientos. Pedro G. Romero, en su Archivo F.X., extensarecopilación de imágenes de la iconoclastia política antisacramental acontecida en España entre 1845 y 1945, viene a decir que la destrucción del significante no tiene que suponer la desaparición de su significado, al contrario, muchas veces puede suponer su definitivo fortalecimiento y la consiguiente consolidación del aura de la imagen destruida. Así, el vano intento de las vanguardias artísticas por superar los límites de las representaciones históricas, supuso la definitiva legitimación de estas en los museos.
Como otro ejemplo se podrían contraponer las recientes imágenes del triunfal Trump, celebrando el último 4 de Julio, día de la Independencia de los EE. UU., bajo la presencia de las monumentales efigies esculpidas en el granito del monte Rushmore de cuatro célebres presidentes, padres de la patria –asimismo vinculados a la historia del genocidio indígena y al esclavismo negro-, con las imágenes iconoclastas, a modo de micro contrapoderes, de manifestantes antirracistas destruyendo algunas estatuas de celebridades esclavistas o de héroes relacionados con la historia colonial.
Como en la exposición Los bárbaros nos recuerda la artista Elo Vega, que desde hace años junto a Rogelio López Cuenca trabaja desmontando significados patriarcales y coloniales de la estatuaria de varias ciudades, también es posible abrir procesos de relectura y resignificación críticos, sin que haya que recurrir a su derribo. ¿O tal vez sí?, tesis que alienta la artista Daniela Ortiz, destacada defensora de la destrucción de los monumentos que contengan alegatos históricos coloniales y racistas, la cual ha tenido que salir de España donde residía desde hace años y regresar a Perú, su país de origen, forzada por las amenazas y la persecución personal a la que se le ha sometido en las redes por su apoyo a estas teorías. En su reciente exposición en el Centre de la Imatge La Virreina de Barcelona, titulada precisamente Esta tierra jamás será fértil por haber parido colonos Ortiz presenta un conjunto de propuestas que exploran la violencia legalizada contra la población migrante, los privilegios de la blanquitud y las agresiones laborales de las clases altas a las trabajadoras del hogar, junto a una crítica de la memoralia monumental colonial y racista.

En definitiva, en esta encrucijada irresoluble entre la iconoclastia y la iconofilia es donde se hace visible el gran dilema sobre la i/legitimidad de la destrucción de las imágenes ya que, en cualquier caso, siempre ha dependido de las relaciones de poder que se produzcan en cada contexto y caso específico. No se trata de criminalizar en abstracto, sino de analizar en concreto el significado de cada hecho. En aquella mítica exposición en 2002, Iconoclash: Más allá de las Guerras de la Imagen en Ciencia, Religión y Arte, Bruno Latour y Peter Weibel apuntaban que en vez de enfurecernos contra los que destruyen las imágenes, tendríamos que estar más atentos al significado de las que se construyen y, sobre todo, al vacío epistemológico de las ausentes, de las que se nos escapan, diría Didi-Huberman Tal vez no debiéramos entender esta reciente iconoclastia como si tan solo fueran hechos “reprobables” por su condición destructora, ya que son mucho más que eso: son gestos y levantamientos –aunque sean ahora más escandalosos que eficaces– para señalar las fisuras de la historia y así, a través de ellas, volver a releer críticamente sus páginas, una y otra vez.
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