Madrid, además de ser la capital del Estado, con todo lo que conlleva, es también un gran escaparate para las políticas culturales gubernamentales, en todos los niveles de la administración y, por tanto, donde se manifiestan mejor o peor sus grandezas y miserias. Las paradojas y contradicciones de la historia del arte contemporáneo de las últimas décadas se han reflejado en la escena madrileña como en ningún otro lugar de España. Desde el primer Museo Nacional de Arte Contemporáneo -reflejo de las insuficiencias de la política cultural del franquismo-, al actual MNCARS, que se pretende como museo situado y archivo de lo común a la vez que ocupa un lugar central de la denominada “milla de oro”, junto a otros muchos centros culturales, como el Museo del Prado, el Thyssen-Bornemisza o Caixa Forum, a escasos metros de MediaLab Prado. De aquel ARCO -primera feria internacional de arte en un país sin apenas coleccionistas- y las mil ferias y congresos – ahora en “suspenso” por la pandemia- a la ciudad de los agentes y proyectos independientes como el Espacio P, Antimuseo, Off Limits, Liquidación Total, los 29 Enchufes, El Caballito, El Ojo Atómico, Espacio Cruce o Garaje Pamesa; o centros sociales como los Laboratorios, la Escalera Karakola, la Casika, La Dinamo, Seco de Vallecas, Tabacalera, Patio Maravillas, La Gasoli, la Salamandra o EVA Arganzuela, por citar algunos; y otras espacios urbanos como Esta es una Plaza y Campo de la Cebada o multitud de colectivos y pequeños o medianos empresas relacionadas con sectores profesionales más específicos. A través de la historia reciente de Madrid, se puede pasar de las huellas de la Transición -siempre inacabada- y la banalidad de la famosa movida, a las luchas insumisas, la desobediencia civil o la decepción política juvenil que abrieron los cauces para la aparición del 15M, la histórica ocupación de la Puerta del Sol, cuya memoria cumplirá diez años el próximo mayo. En definitiva, la ciudad es un muestrario vivo de las políticas culturales de los últimos 40 años: desde las que se aplicaron en la capital postfranquista de aquel primer Alcalde socialista, Enrique Tierno Galván, o la excepción temporal de Manuela Carmena, pasando por décadas de gobierno continuo del PP, hasta las de el actual gobierno municipal de José Luis Martínez Almeida, con Isabel Díaz Ayuso, como Presidenta de la Comunidad.
Durante todos esos mandatos (incluyo el anterior de Ahora Madrid del que tantas reformas se esperaba), se han desarrollado políticas culturales muy determinadas por políticas económicas y urbanísticas, fundamentalmente, basadas en el progreso y el crecimiento ilimitado y, por tanto, en la especulación como motor financiero. David Harvey en Espacios del capital: hacia una geografía critica (Akal, 2007), poco antes de que estallara la gran crisis inmobiliaria de principios de este siglo y que tanto afectó al sector cultural, nos recordó que esa política económica neoliberal implica necesariamente dinámicas de acumulación de capital, basadas en la aceleración de la inversión y el consumo, que pueden provocar riqueza a corto plazo pero, a medio y largo, perpetúan lógicas sociales insostenibles, injustas e insolidarias.
Madrid ha sido durante décadas – aún hoy lo sigue siendo- una más de las muchas ciudades que continuan inmersas en una carrera desaforada por situarse a la cabeza del ranking global de atracción de capital, grandes empresas y flujos turísticos. A su vez, una parte importante de su sistema cultura también es buen reflejo de esas dinámicas. No en vano, la S.A. que gestiona la mayor parte de las infraestructuras culturales más emblemáticas del centro de la capital, se denomina “Madrid Destino. Cultura, Turismo y Negocio” de la que depende Medialab Prado, el espacio cultural y de innovación ciudadana cuyo desmantelamiento ha sido anunciando hace unos días, tras la reciente destitución del que durante muchos años fuera su director Marcos García. Un desmantelamiento amparado en diversas escusas y argumentos eufemísticos, como su traslado al complejo cultural de Matadero, pero que sabemos lo que realmente esconden. Teniendo en cuenta la relación entre el coste y el rendimiento económico de este equipamiento en pleno Paseo del Prado y en el centro de la “milla de oro”, a este Ayuntamiento de corte neoliberal no le sale a cuenta mantenerlo y menos, como es el caso, si sus programas y actividades tienen un fuerte arraigo social y comunitario. Al fin al cabo, lo que tiene valor es el precio de unos cuantos miles de metros cuadrados en la milla de oro. Es la lógica de la especulación inmobiliaria aplicada a la rentabilidad cultural.
Estoy convencido de que esta operación es parte de un plan más ambicioso de acoso y derribo de casi todos los programas que no se inscriban en las políticas municipales de apoyo a la industria, al negocio o al turismo. Paulatinamente ha ido cancelando acuerdos La gasoil, La Salamandra, Dragona, Montamarta el Centro Social EVA de Arganzuela y la Casa de Cultura y Participación ciudadana de Chamberí; hace unos días se ha publicado una licitación para convertir la Nave 16 de Matadero en un centro de “realidad virtual inmersiva”, gestionada por alguna empresa privada, con lo cual el Centro de residencias de artistas y su programa de actividades, que los últimos años han ocupado ese espacio con una labor notable de acogida a las practicas artísticas más experimentales, en el caso de que no terminen desapareciendo, se reducirán a su mínima expresión; en otro pliego también se “ponen en alquiler” algunos espacios del Centro Cultural Conde Duque, Matadero, Centro-Centro o del propio MediaLab.
En un texto que escribí en apoyo al Centro Social de Comunes Urbanos “La ingobernable”, poco antes de que el actual Alcalde ordenara su cierre, recuperé algunos párrafos de una carta dirigida a Manuela Carmena después de mi dimisión como Director General de Espacios Culturales de Madrid Destino, donde le comunicaba algunas de las razones por las que, decepcionado, dimitía de mi cargo y abandonaba mi responsabilidad. En aquel escrito -que nunca llegué a enviar para no echar más leña al fuego de las disensiones políticas de aquel equipo de gobierno-, le comentaba que, en la medida que toda actividad instituyente es por definición transformadora (mucho más en una candidatura política que precisamente había ganado las elecciones con ese mandato electoral), habíamos intentado abrir un proceso que, en alguna medida, nos permitiera iniciar la transformación del entramado institucional que gobernaba la política cultural municipal (para esa labor me propusieron o eso entendí en mi ingenuidad).
Con la misión de alcanzar aquel objetivo, en primer lugar (en lo que me concernía en MD, con la colaboración y experiencia de Ricardo Antón de ColaBoraBora), propusimos abrir un proceso de reflexión y consulta administrativa para disolver Madrid Destino S.A. y crear una nueva institución cultural municipal mucho menos burocrática (característica particularmente destacada de esta empresa y, lamentablemente, de cada vez más instituciones culturales). Es decir, pretendíamos superar la torpe y poco operativa bicefalia entre el Área de Cultura y su Sociedad Anónima de gestión, para que la política cultural del Ayuntamiento pusiera en el centro el valor de la cultura como derecho social y potencia educativa, y no tanto como mero negocio o atracción turística. El objetivo era que ese posible “Instituto Público de Cultura Municipal” pudiera gestionar únicamente las actividades y espacios culturales (a ser posible también junto a responsables culturales de los distritos) y que otra entidad diferente se hiciera cargo de las de turismo o negocio y, por tanto, se encargara de los espacios para eventos y congresos. Dábamos por hecho –de nuevo la ingenuidad- que esa entidad dedicada al turismo -que podría seguir denominándose MD, como su propio nombre indica destino de turismo y negocio- no tendría por qué continuar necesariamente con la lógica extractora de las políticas económicas del turismo más depredador.
Es evidente que esa condición ambivalente, donde el arte y la cultura se confunden con el negocio y el turismo, determina sustancialmente las políticas culturales de cualquier ciudad. De hecho, de forma ininterrumpida, ha sido así durante las últimas décadas. En pocos años, la capital de España se convirtió en uno de los principales lugares de referencia del mundo para acoger congresos o ferias internacionales y eventos culturales de masas. Esta dinámica produjo también una dinámica de espectacularización y festivalización de las actividades que se desparraman por toda la ciudad en cualquier ocasión del calendario, de la mano depolíticas que, fundamentalmente, apuestan por las industrias culturales, enmarcadas en las lógicas del mercado, dejando de lado todas aquellas que se producen fuera de ellas o que se pudieran entender como bien común o derecho social.
A pesar de todo, en paralelo y en las fisuras de estas directrices macropolíticas, también se produjo una respuesta profesional micropolítica desde la que se trató de canalizar las potencias críticas de los movimientos sociales y culturales madrileños. En ese contexto aparecieron Medialab Madrid e Intermediæ, impulsados a principios de este siglo por Juan Carrete y en sus inicios ubicados en el Centro Cultural Conde Duque. Un tiempo después el primero se desplazaría a su actual ubicación y el segundo pasaría a formar parte de los programas de Matadero en los que se incluyen las residencias artísticas que también ven amenaza su existencia.
Estas entidades configuraron, en su momento, una punta de lanza excepcional para intentar otro tipo de política cultural municipal que, a pesar de la indolencia institucional, pretendía incluir también la crítica, la participación y la implicación ciudadana entre sus objetivos. En cierto sentido, en sus inicios eran, y lo han seguido siendo, experimentos de institucionalidad híbrida que tratan de combinar fuerzas contradictorias y que sobreviven entre el adentro burocrático y el afuera autogestionado. Un grupo de técnicos y gestores públicos conectaron con la sensibilidad de activistas y creadores que reclamaban a la administración modelos gestión diferentes y otro tipo de centros culturales, no solo de representación artística convencional, sino también espacios para la producción de sentido, debate político, social, científico y tecnológico; lugares que posibilitaron la mediación con creadores y activistas que necesitaban, sobre todo, ser actores de su propia experiencia.
Son instituciones que adoptan la noción de cultura como derecho, que trabajan con una concepción democrática de la ciudad en la que se inscriben y con capacidad de diálogo con las iniciativas independientes del tejido social. La mayoría de la veces, sus programas y actividades se entienden como procesos en los que la investigación, la producción y la difusión son interdependientes, y requieren diferentes niveles de participación personal, recorrido temporal y espacial. Son programas que permiten relaciones más horizontales entre gestores, mediadores, productores, artistas, agentes sociales y públicos diversos, de cualquier condición. Frente al autor individual –más característico del discurso artístico clásico-, fortalecen entramados complejos de actores y productores, comprometidos con iniciativas emergentes de carácter experimental, pero también con arraigo social o popular. Apoyan a estructuras de producción ligeras y autónomas, y a pequeñas infraestructuras artísticas y culturales locales e internacionales, termómetros de la vitalidad de los entornos situados más activos y renovadores. Desarrollan iniciativas que resaltan su carácter “hospitalario”, relacionadas con las nociones de cuidados compartidos, las prácticas colaborativas y del procomún, configurándose como espacios de acogida, encuentro, cooperación e intercambio. Favorecen la investigación y la producción que se configuran en formato digital y cuya difusión, muchas veces, está sujeta a fórmulas de transmisión universal, de dominio público. Incentivan la producción de proyectos pluridisciplinares y con vocación social transversal.
Ahora, el gobierno municipal, alineado con políticas abiertamente neoliberales y escudado en el pragmatismo economicista, trata de hacernos creer que determinadas prácticas y saberes son inútiles, y está tratando de desmantelar uno tras otro todos estos experimentos institucionales que contribuyen al equilibrio del ecosistema cultural de Madrid. Utilizando una metáfora naturalista, parece un proceso de dramática desforestación y erradicación de la diversidad -en favor del monocultivo de la cultura espectacularizada, aplicada y cuantificable-.
Sin embargo, a todas las personas que pensamos la cultura, además de negocio, como derecho, también nos coloca en una situación en la que quizá, desde la amenaza y la vulnerabilidad, nos empuje a pensar que, tal vez, ha llegado el momento de buscar juntos la forma de luchar colectivamente por las instituciones que defiendan una cultura de valores sociales y ecológicos, vinculadas a la potencia educativa y transformadora. Y hacerlo, además, sin olvidar que, más allá de cierta concepción idealista -ese inconcreto y descontextualizado humanismo abstracto que tantas veces se invoca desde la propaganda política y la retórica institucional-, el acceso al conocimiento y a la producción de saberes, o la implicación social que pidamos o esperemos de las personas, está atravesada por una pesada carga histórica y por aquello que sin vergüenza se denominaba como “condición de clase” que nos obliga a interrogarnos sobre su auténtico sentido democrático.
Es decir, hablo de favorecer iniciativas que vayan, por un lado, más allá de la lógica segregadora y, por otro, de la instrumentalización mercantilista impuesta por la gran industria del ocio y el entretenimiento, que lamentablemente ha captado y encerrado nuestra subjetividad, convirtiéndonos en meros consumidores y haciéndonos olvidar nuestras propias capacidades creativas. Hablo de posibilitar mediaciones institucionales que pongan a disposición herramientas y medios necesarios para intentar ampliar la potencia emancipadora de las prácticas culturales más invisibles; incluso reforzar otras prácticas inscritas en el acervo popular, pero que puedan activar comunidades autocríticas capaces de renovar esa cultura autocomplaciente y ensimismada que se reafirma en un nosotros de agregación defensiva y de confrontación con lo extraño o lo aparentemente incomprensible.
Aunque no resulte sencillo, dada la inercia en la que estamos instalados, tenemos la opción de elegir entre una política cultural que ceda el protagonismo exclusivamente al mercado y al consumo, y otra que incentive largos procesos de formación continuos a lo largo de toda la vida, que sean capaces de integrar en igualdad la creciente diversidad ciudadana, cultural, religiosa, de género, lingüística, entendiéndola como una oportunidad y no como una amenaza. Es decir, arte y cultura(s) mucho más a favor de prácticas emancipadoras, anticlasistas, antipatriarcales y antirracistas que nos acompañen en el viaje al centro de la vida que queremos vivir y nos permita salir de la que nos obligan a soportar.
[…] a la administración modelos gestión diferentes y otro tipo de centros culturales…”https://santieraso.com/2021/03/01/medialab-prado-como-sintoma-que-la-milla-de-oro-no-nos-impida-ver-…(3) Para conocer con detalle los planes del Ayuntamiento, recomiendo leer el artículo de Elena […]