REFLEXIONES SOBRE ARQUITECTURA Y URBANISMO: DEL FORMALISMO EXUBERANTE A LA MATERIALIDAD COMUNAL

El próximo día 18 a las 19,30 se presenta Diari Barrial en Traficantes de sueños, en su sede de Duque de Alba. Estáis tods invitads. La publicación, en la que se incluye una parte del texto que os adjunto, es una reflexión compartida de 5 años de trabajo de calle en el barrio de la Soledat en Palma, Mallorca. Este conjunto de actividades fue coordinado por el colectivo Aatomic_Lab a quien agradezco su confianza. Hace casi un año, Paco Espinosa y Carles Gispert me solicitaron que escribiese algunas reflexiones sobre el encuentro de Arquitecturas Colectivas celebrado en Pasaia (Gipuzkoa) en al año 2010, bajo la coordinación M-etxea, Lur Paisajistak, Recetas Urbanas y Straddle3, con la colaboración de Hiria Kolektiboa, Todo por la Praxis, Hackitectura y otros colectivos. En el texto aprovecho paara señalar otras experiencias sobre urbanismo y arquitectura social que desarrollamos en Arteleku o en UNIAartey pensamiento. Señalo las que me han parecido pertinentes en relación al contenido del trabajo desarrollado por Aatomic en el barrio de la Soledat.

En paralelo a la historia reciente de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo, mi subjetividad en relación a las formas arquitectónicas y espaciales -subjetividad vinculada a mis vicisitudes personales o profesionales e inquietudes políticas- ha transitado desde aquellos años juveniles, en los que la pulsión estética me empujaba a ser un admirador acrítico de cualquier nueva proeza arquitectónica, hasta convertirme en un tenaz analista, cada vez más crítico, de los excesos inmobiliarios que proliferan por el mundo. Una expansión que, a pesar de las continuas crisis causadas por sucesivos abusos financiero-inmobiliarios, pandemias y guerras, se sigue desplegando como si en estas últimas décadas nada hubiera ocurrido en relación la habitabilidad del planeta.

Ha pasado tiempo desde que, acompañando a un grupo de alumnes de COU de la Ikastola Laskorain de Tolosa, viajé a París a finales de los años setenta del siglo pasado para contemplar, entre otras visitas, el rutilante y recién inaugurado Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, también conocido como Beaubourg y, en sus aledaños, la nueva zona comercial Les Halles. Entonces, para mi sensibilidad “pueblerina”, aquellos ejercicios de poder monumental representaban formas de ruptura progresista con el pasado conservador. Todavía hoy, en Wikipedia se puede leer que aquellos edificios de París, nuevos paradigmas de la contemporaneidad, se construyeron en “una zona deprimida económica y socialmente”[1]. Un argumento que en la actualidad sigue siendo una de las habituales letanías para señalar y estigmatizar las zonas por donde pronto pasarán las excavadoras, en un nuevo proceso de expulsión, desplazamiento demográfico y destrucción patrimonial, y se alzarán las grúas para iniciar otro ciclo de producción, especulación inmobiliaria y desposesión social. Sin ir más, lejos, recuerdo la visita que hace unos meses al barrio de La Cañada de Madrid ─de la mano de Houda Akrikez, activista y habitante del sector 6, el especialista en urbanismo madrileño Pedro Navarrete y la artista Elena Lavellés─, acompañando a un grupo de investigadoras del proyecto Todas las huellas, la huella. Estéticas energéticas. Este barrio es, probablemente, uno de los paradigmas más relevante de violencia institucional, estigmatización social, segregación racial territorial, con políticas de accesibilidad punitiva, pero también lugar de resistencia comunitaria y activismo reivindicativo. En contraposición a este sur de Madrid, en el norte, con la operación Chamartín, se extiende la ciudad de la acumulación capitalista, la ciudad de los negocios, que quiere parecerse a la “la City ” de Londres, “La Defense» de París “Potsdamer Platz» de Berlín o al 2Distrito 22@2 de Barcelona, por mencionar algunos ejemplos.

En aquellos primeros viajes a Europa, en mi diccionario todavía no se habían registrado palabras como “gentrificación”, ”periurbanización”, “turistificación”, “globalización” o “desterritorialización” y, mucho menos, “spatial fix”, “subprimes” “parque tecnológico” o “tecnoburb”, “ciberciudad”, “metapolis” o “hiperciudad”. Esa semántica repleta de eufemismos que resignifica las múltiples formas de expansión del capital y los desbordamientos urbanísticos de las grandes metrópolis globales, cuyas consecuencias observamos cada vez más en un mayor número de ciudades que, en una especie de ciega competición interurbana, reproducen de manera casi mimética los mismos parámetros de crecimiento ilimitado.

No cabe duda de que la evolución de mi subconsciente estético, ético y político tuvo que ver asimismo con la paulatina ampliación de mi sensibilidad ecológica sobre los modelos de ciudad que habitamos, y sobre las relaciones que, en paralelo, establecemos con las zonas rurales y agrarias o el conjunto de la naturaleza que nos alberga. Inscritas en una subjetivación estética idealista, tanto la romantización de la naturaleza como la estetización de las ciudades encierran una profunda paradoja que,  impide situar tanto a la primera, como a las segundas en una interacción consecuente con el ámbito de la ecología y, más en concreto, como dice Jaime Vindel[2], con la historia del desarrollo de la modernidad fósil.

Hace años que ─por poner un ejemplo tópico pero paradigmático─ me resulta difícil “contemplar” la arquitectura de cualquiera de los museos Guggenheim del mundo como si fueran abstracciones idealistas, por tanto, despolitizadas, y, mucho más imaginar que algún día pudiera “admirar” el que parece estar en ciernes: una nueva construcción en la reserva biológica protegida de Urdabai en Bizkaia, negando u obviando el impacto fósil que generará. No deja de sorprenderme ese afán de visibilidad y crecimiento institucional irresponsable e innecesario.

El mismo Vindel, investigador del CESIC, dice que nuestra (in)consciencia cultural y estética es un inconsciente energético porque rara vez reparamos sensorialmente en el coste energético que subyace a nuestra experiencia cotidiana. Para él, sería como una desmemoria (in)voluntaria sobre la cantidad de energía que consumimos en nuestras vidas. Una especie de amnesia que nos borra la dependencia que tiene nuestro sistema respecto al consumo de petróleo necesario para mantener en funcionamiento las ciudades o el que empleamos en los desplazamientos que realizamos[3]

Desde mi punto de vista, es difícil hablar de belleza formal y beneficio social si no existe materialidad arquitectónica responsable y políticas urbanísticas cuidadoras con los entornos geobiológicos y las vidas de las personas que los habitan. Alguna vez he llegado a decir que, estéticamente hablando, Venecia invadida por turistas, deshabitada y vaciada de vida comunitaria, me interesa mucho menos que Algeciras y su extensión el Campo de Gibraltar -territorio que visito muy a menudo por motivos personales- con sus paradojas sociales y tensiones políticas, su paisaje urbano atravesado por la condición histórica de la industrialización franquista y el abandono institucional -pobreza estructural- o su excepcional entorno natural, epicentro de un espacio geoestratégico transfronterizo fundamental para pensar el desarrollo del capitalismo fósil (por allí pasan miles de barcos cargados de petróleo y otros suministros). 

Como se puede leer en las primeras páginas del reciente El malestar en la turistificación[4],una excelente recopilación de textos coordinada por Ernest Cañada, Ivan Murray y Clément Marie dit Chirot, el espacio ─se podría leer también territorio─ tiene un papel destacado en la acumulación de capital. El espacio es ideológico y político, no es neutral, ni estático, ni atemporal, siempre está en formación y por tanto sujeto a múltiples disputas. David Harvey[5], ya nos señaló que el problema de la acumulación y reubicación de los excedentes de capital jugó un papel esencial en la configuración de la ciudad contemporánea. En el sistema económico en el que vivimos, si se quiere ser competitivo una parte considerable de los beneficios que se obtengan de la realización de una actividad se tiene que reinvertir en expandir la producción. Solo así ─precisa Harvey─ se garantiza la supervivencia del sistema.

No hay que olvidar que, entrando en una especie de espiral vertiginosa de la que no puede escapar, el modelo económico capitalista solo puede subsistir si mantiene un crecimiento progresivo de la producción. Por tanto, la principal prioridad de la política urbanística pasa a ser el crecimiento económico y el desarrollo de nuevas posibilidades de negocio que subordinan los objetivos sociales de la arquitectura y el urbanismo a la lógica de la competitividad. A cada crisis le sigue una expansión y reorganización espacial que, de la mano de cierta semántica tecnófila, resignifica los lugares de acuerdo con los intereses de un nuevo ciclo de urbanización. La lógica económica se impone a la regeneración social, a la restauración arquitectónica sin expulsión, a la rehabilitación sin exclusión.   

Es cierto que las ciudades han mejorado la calidad de las infraestructuras y servicios que facilitan la vida. Sin embargo, si observamos las dinámicas de entropía urbanística y dureza ambiental actuales, nadie podrá negar que a su vez están creciendo los niveles de inhabitabilidad, causados por un desarrollo urbano intensivo y desigual, por un aumento de la segregación estructural demográfica (barrios cada vez más ricos y privilegiados frente a otros empobrecidos o, en su caso, gentrificados en beneficio de la industria del turismo que expulsa a la población residente incapaz de soportar las subidas del precio del alquiler), por el consumo excesivo de energía, las dificultades en la movilidad, la cogestión del tráfico rodado, el aumento de las emisiones de gases contaminantes, la polución del aire, el abuso lumínico y sonoro, la degradación ambiental, el aumento de los residuos, etcétera.

El capitalismo profundiza en la práctica de la acumulación por desposesión, diría Rosa Luxemburgo, y, en consecuencia, crea constantes desigualdades sociales y desajustes espaciales: centro/periferia, campo/ciudad, norte/sur, fronteras/naciones, guerra/paz, local/global, público/ privado. Una categorización binaria y estática del espacio que se inscribe en lógicas de dominación colonial, segregación racial, estructuras de poder patriarcal o de explotación de clase, y oculta la desigualdad distributiva, la centralidad del poder económico, social y político o la dependencia de las mal llamadas “periferias”, sean urbanas o rurales, desactivando las potencias políticas relacionales que subsisten en ellas.

David Harvey, en Ciudades rebeldes[6], también propuso pensar el espacio urbano no solo como objeto de lucha, sino como campo de resistencia anticapitalista para, de forma creativa, utilizarlo para llamar la atención sobre las innumerables desigualdades e injusticias del sistema. En cierto sentido, para combatir la acumulación y centralización de poderes y exigir formas políticas, sociales y económicas con una redistribución más justa de las rentas del capital y el trabajo.

Una década y media después de las celebraciones de la Exposición Universal del año 92, mientras se construía la Torre Sevilla de cuarenta pisos, la enésima “torre” de César Pelli y se levantaba el espectacularizante Metropol Parasol, de Jürgen Mayer, más conocido como “las Setas”, el equipo que conformamos UNIAarteypensamiento, área de la Universidad Internacional de Andalucía trabajábamos en un largo seminario-taller, denominado precisamente, Sobre capital y territorio (2007-2013), coordinado por Mar Villaespesa y BNV Producciones. Junto con movimientos sociales, saberes académicos y prácticas artísticas, intentamos producir una crítica institucional sobre el modelo de ciudad que apuntaban esos ejercicios arquitectónicos innecesarios, en aquel momento señales y faros ciegos de una acentuación desmesurada de la identidad turística sevillana, en concreto, y por extensión, andaluza y española. A estas reflexiones, para pensar juntas, convocamos al lado de numerosas asociaciones locales, artistas y activistas ecologistas ─como Agaden, Apymeta, Asociación Mesa de la Ría, Burla Negra-Nunca mais, Verdemar-Ecologistas en acción, Isaías Griñolo, Rogelio López Cuenca, Carme Nogueira, Susana Velasco, María Ruido, por mencionar algunas entre muchas de las participantes─, al propio David Harvey. También a Arantxa Rodríguez[7], doctora en Economía en la Universidad del País Vasco; Federico Aguilera, Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de La Laguna, editor junto con José Manuel Naredo de Economía, poder y megaproyectos[8]; Ramón Fernández Durán[9], que fue ingeniero de caminos, urbanista y miembro de Ecologistas en Acción o Dean MacCannell[10], catedrático de Diseño Medioambiental y Arquitectura del Paisaje en la Universidad de California, entre otros.

Coincidiendo con aquel mismo proceso de reflexión y activismo, en 2003, en Arteleku, centro de arte y cultura contemporánea que dirigí durante veinte años, organizamos Labitaciones, otro largo taller, coordinado por Etxeberria Kooperativa, sobre experiencias arquitectónicas y formas sociales de construcción que, a modo de laboratorio, trataba de analizar y poner en práctica soluciones a las políticas de vivienda que unos años después estallarían en la crisis financiero-inmobiliaria del año 2009. Por allá pasaron un joven Santiago Cirujeda, que ya apuntaba en su proyecto Recetas urbanas hacia prácticas innovadoras y, en cierto sentido, anómalas y paralegales en relación con la ineficiencia normativa, en demasiadas ocasiones incapaz de encontrar soluciones constructivas sociales y democráticas. Y a su lado, Anne Lacaton, que estaba trabajando con los principios de recuperación, restauración, rehabilitación. “Nunca demoler, eliminar o sustituir, siempre añadir, transformar y reutilizar”, era el lema que siempre enarbolaba.

Años más tarde, en 2010, siendo director del proyecto para la Capital Europea de la Cultura 2016 de Donostia/San Sebastián, colaboramos con uno de los primeros encuentros de Arquitectura Colectivas, una red de personas y colectivos interesados en la construcción participativa del entorno urbano, en Pasaia-Gipuzkoa, donde emplazamos a muchos agentes implicados en otros modelos de ciudad, cuyos postulados ecológicos y cuidadores tratamos de pensar para nuestro programa cultural.

En La burbuja cultural. Educación, ecología y cultura. Un nuevo trinomio social[11], uno de los textos que propuse como antecedente del programa para la futura Capital Europea de la Cultura escribí que: “El modelo de desarrollo urbanístico y de organización territorial que una sociedad emprenda, refleja y condiciona el tipo de individuo que dicha sociedad construye. La cultura y el arte deben ser o, mejor dicho, debieran ser en consecuencia, parte de un ecosistema económico, social y político complejo. Por tanto, cualquier reflexión sobre su futuro debe asumir que tanto las prácticas culturales institucionales como las originadas en las dinámicas independientes de la sociedad civil deben insertarse en un concepto de ciudad integradora, ecológica y solidaria”. En esta ponencia fundacional, que después se convirtió en el primer proyecto del programa dss2016eu, escrito con la colaboración inestimable de Ricardo Antón y, por supuesto, otras muchas personas implicadas, planteábamos un cambio radical de paradigma. Era una forma de reclamar un cambio para pensar la cultura desde otros parámetros, recuperar su sentido social, invertir en la potencia pedagógica de la cultura y la educación, y pensarla al lado de la ecología. Ese era el esquema del documento, y a partir de ahí, proponíamos una cultura más responsable, menos centrada en los grandes espectáculos y más en pequeñas actividades micro capilares, que funcionasen en redes y , a su vez, conectaran las experiencias locales con sus propias alianzas internacionales. Es decir, “menos construir, más distribuir”, “menos máquinas institucionales y más sociedad civil”. Apostamos, por tanto, por lo pequeño, lo micro, por la idea del proceso, de trabajar con más capilaridad y de manera más participativa. Es cierto que las inercias institucionales y, seguramente, la misma substancia “espectacular” que conforma las capitales europeas de la cultura acabaron engullendo el discurso crítico, por mucho que nos empeñamos en alterarlo y ponerlo en dialogo con la realidad social en las que se inscriben estos eventos. 

En este sentido, hay que ser consciente que la aplicación de procesos de análisis y transformación críticos, fundamentales para mantener la tensión política e impedir derivas urbanísticas depredadoras, son cortocircuitados por los propios mecanismos del poder. Lo comprobamos, por ejemplo, cuando las diversas candidaturas municipalistas, herederas directas de las potencias políticas surgidas tras la insurgencia del 15M, fueron presionadas, de manera contumaz y continuada por los poderes económicos, apoyados por los poderes mediáticos, por la judicialización constante de las proposiciones reformistas, por las operaciones de acoso y derribo personales, a las que, lamentablemente, hay que sumar las propias debilidades orgánicas y estructurales de las organizaciones municipalistas y un poder popular frustrado y decepcionado por la impotencia.

El antropólogo Manuel Delgado[12] llega a decir que sería absurdo pensar que los burgueses aceptarían sin reaccionar que la apropiación popular efectiva del espacio urbano se efectuase sin violencia, es decir, sin que los poseedores se resistiesen, primero económica e institucionalmente; luego, a través de los medios de comunicación, es decir, de la propaganda; y en última instancia de forma armada, llamando a las “fuerzas del orden”. Por ejemplo, es habitual enviar a la policía para cerrar mercadillos populares no reglados, “inventar” planes de reurbanización ─eufemismos de expulsión─ o criminalizar los espacios autogestionados, a los que se les recorta las subvenciones y se les impone dificultades burocráticas para su mantenimiento.

Para ese “impasse” revolucionario, para esa permanente tensión de intereses entre el poder y la potencia, la geógrafa Núria Benach[13] expone que las luchas urbanas no pueden ocurrir en un ambiente de guerra civil, sino en el combate diario para “sobrevivir y resistir”, y añade preguntando: “¿cómo convertir las estrategias de supervivencia en auténticas resistencias?”. Benach apunta en la misma dirección que el colectivo de investigadoras vinculado a la Universidad de Lille “Rosa Bonheur”: frente a una concepción paternalista de determinada sociología urbana que considera los barrios periféricos populares como “sensibles”, “difíciles”, “problemáticos”, ─por utilizar tópicos─, en un claro proceso de relegación, segregación y guetización, estas investigadoras francesas reconocen y consolidan la “centralidad popular”. Evidencian que esos sujetos políticos, lejos de ser inactivos, porque para su subsistencia han sido relegados al margen del trabajo asalariado, despliegan de forma cotidiana potencias relacionales y simbólicas, y al hacerlo, producen espacios urbanos parcialmente autogestionados, generativos de alternativas, de creación y experimentación política. A partir de una“revuelta” de las periferias se estarían abriendo espacios en los que desarrollar prácticas alternativas, como se teoriza y se milita desde los sindicatos de inquilinos o de vivienda digna, los feminismos interseccionales, el pensamiento decolonial presente en el activismo antirracista y la ecología de la sostenibilidad de la vida buena.

En la esfera del poder institucional, las autoridades, con la presión social permanente activada, podrían mirar los mapas desde otras perspectivas políticas y así contribuir a reajustar e invertir los términos socioeconómicos con los que debería organizarse la redistribución de las prioridades sobre la organización de los espacios urbanos, los territorios contiguos, el campo, los pequeños pueblos y, en consecuencia, las necesidades de sus habitantes.

Las instituciones públicas pueden imaginar y, por supuesto, activar formas de reorganización de la producción y reproducción social a través de medidas legislativas y económicas. Pueden repensar los procesos de identificación social, representación, participación e implicación (a través de sindicatos, organizaciones comunitarias, centros sociales, …), para que, contra los procesos de gentrificación y recentralización constantes, las voces silenciadas o, como mínimo, ausentes  estén participen de los debates sobre la vivienda, la organización distribuida de la ciudad, el reparto justo de los bienes comunes y la cualificación de los servicios público.

Parafraseando a Neil Smith en “¿Ciudades después del neoliberalismo?”[14], revertir los efectos de dominación y segregación de las periferias solo podría pasar por dotarlos de mecanismos de funcionamiento propios y por renunciar a utilizarlos precisamente como espacios “fuera de sistema” que, con políticas de expropiación extractivistas, el mismo sistema requiere para su funcionamiento.

Como nos recuerda Álvaro Sevilla Buitrago[15], se trata de que los grupos subalternos de la clase trabajadora (solo la población migrante trabajadora, sin incluir la mano de obra necesaria para la reproducción de la vida ─cuidados o atenciones domésticas, en general atendidas por mujeres─, supone casi el 4% de la población española) tengan la capacidad de apropiarse del espacio o de producir sus propios espacios o utilizarlos como una fuente de poder y autonomía. Formas de organización y de asociación que son fundamentales para que las clases populares solucionen su vida cotidiana, pero también para constituirse como un verdadero contrapoder.


[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Centro_Pompidou. [Última consulta 10-06-2024].

[2] Jaime Vindel, Cultura fósil. Arte, cultura y política entre la revolución industrial y el calentamiento global, “Introducción. Cultura fósil”, Madrid, Akal, 2023, pp. 9-44.

[3] Ibid.

[4] Ernest Cañada, Ivan Murray y Clément Marie dit Chirot (eds.), El malestar en la turistificación. Pensamiento crítico para una transformación del turismo, Barcelona, Icaria, 2024, p. 13.

[5] David Harvey, Espacios de esperanza, Madrid, Akal, 2003; Espacios del capital. Hacia una geografía crítica, Madrid, Akal, 2007; La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Madrid, Amorrortu, 2008.

[6] David Harvey, Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana, Madrid, Akal, 2013.

[7] Arantxa Rodríguez Álvarez, “Reinventar la ciudad: milagros y espejismos de la revitalización urbana en Bilbao”, en Lan harremanak. Revista de relaciones laborales, n.º 6, Universidad del País Vasco, 2002.

[8] Federico Aguilera y José Manuel Naredo (eds.), Economía, poder y megaproyectos, Lanzarote, Fundación César Manrique, 2009.

[9] Ramón Fernández Durán, El Tsunami urbanizador español y mundial. Sobre sus causas y repercusiones devastadoras, y la necesidad de prepararse para el previsible estallido de l; a burbuja inmobiliaria, Barcelona, Virus, 2006; “Un Planeta de Metrópolis (en crisis): Explosión urbana y del transporte motorizado, gracias al petróleo”, en Habitat y sociedad, n.º 2, Sevilla, 2011, pp. 205-239.

[10] Dean MacCannell, El turista: una nueva teoría de la clase ociosa, Barcelona, Melusina, 2003; Lugares de encuentro vacíos, Barcelona, Melusina, 2007.

[11] https://santieraso.com/2012/10/24/la-burbuja-cultural-educacionecologiacultura-un-nuevo-trinomio-social-3/.

[12] Núria Benach y Manuel Delgado, Márgenes y umbrales. Revuelta y desorden en la colonización capitalista del espacio, Barcelona, Virus, 2022.

[13] Ibid.

[14] Neil Smith, “¿Ciudades después del neoliberalismo?”, en Después del neoliberalismo.

Ciudades y caos sistémico, Barcelona, Macba, 2009.

[15] Álvaro Sevilla-Buitrago, Contra lo común. Una historia radical del urbanismo, Alianza, 2023.

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