Este texto ha sido publicado recientemente en el número 47 de la revista «Galde»
La periodista y activista Marta G. Franco nos cuenta al comienzo de Las redes son nuestras. Una historia popular de internet y un mapa para volver a habitarlas(Consonni, 2024) que “esa historia” ha sido la de otro robo más a la inteligencia colectiva. Un saqueo inscrito en un largo proceso que Karl Marx sitúa en los inicios del capitalismo en el siglo XV, durante el periodo que el autor de El capital denomina de “acumulación originaria”. Aquel proceso de cercamiento y privatización de campos, praderas, bosques y pastos comunales afectó a grandes masas rurales europeas que fueron expulsadas de sus tierras, así como a habitantes de América, Asia y África durante la colonización, que sufrieron no solo la pérdida de sus tierras, sino también el extractivismo de sus recursos y el esclavismo. Corrigiendo a Marx desde una lectura feminista, Silvia Federici, en Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes de sueños, 2004) suma a estos efectos la división sexual del trabajo, con la consiguiente reorganización del trabajo reproductivo, y el control del cuerpo de las mujeres. Tras las revoluciones industriales, a esa cadena histórica de saqueo, se podrían añadir las plusvalías empresariales desmedidas, derivadas de la fuerza del trabajo proletario y, más adelante, con el desarrollo de las industrias culturales y tecnológicas, la apropiación del trabajo creativo y cognitivo mediante el copyright o las patentes.
Cuando Internet comenzó a popularizarse en la década de 1990 y las tecnologías digitales todavía no habían sido privatizadas del todo, algunos ilusos llegamos a pensar que se iniciaba una revolución en el campo de la información y una nueva era para la distribución democrática del conocimiento y la participación ciudadana. De hecho, Internet, un sistema de ordenadores que están conectados entre sí y se entienden entre ellos porque utilizan un lenguaje común, el protocolo TCP/IP, es la máquina más eficaz y eficiente jamás inventada para poner saberes al alcance de la mayoría y al servicio de la organización social desde abajo, la gesta más descentralizada de la historia de la humanidad. Fue la culminación de años de pruebas, en los que la implementación de una ética de bienes comunes obligó a compartir el código fuente de sus desarrollos. Así, muchas personas podían estudiarlos y mejorarlos sin temer restricciones de propiedad intelectual. No hubo grandes inventores sino, sobre todo, trabajo colaborativo.
El pasado mes de noviembre, en el marco del festival Literaktum, coincidiendo con la presentación de su último libro El silencio de la guerra(Acantilado, 2024) el Museo de San Telmo de Donostia/San Sebastián me invitó a mantener un diálogo con su autor Antonio Monegal, catedrático de Teoría de la literatura y Literatura comparada del Universidad Pompeu Fabra.
Tal vez, para comprender mejor el sentido del libro, convendría retrotraernos unos años atrás cuando publicó Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura (Acantilado, 2022). Suele ser muy habitual escuchar que la cultura es un campo plenamente autónomo que se circunscribe a las bellas artes y sus manifestaciones clásicas -la danza, el teatro, la literatura, la música, la arquitectura o las artes plásticas y visuales, en toda su extensión-, también a los materiales intelectuales de los diversos campos del pensamiento o a los productos de las industrias culturales. Sin embargo, otros pensamos que, parafraseando a Raymond Williams, la cultura además de acoger esas formas de producción simbólica, es también un sistema de relación con el entorno natural y social que modifica y además da sentido a la experiencia humana. Tanto es así que, como Monegal subraya, nos parece imposible separar la cultura de lo que ocurre en nuestras vidas y en la sociedad y, a la vez, pensamos que sin ella es imposible cambiar las primeras ni la segunda. En fin, hablamos de ese viejo debate entre una concepción idealista de la cultura y otra materialista, incluso dialéctica, que se reproduce cada vez que hablamos del acceso a la cultura o de derechos culturales que, desde mi punto de vista, siempre deberían estar siempre vinculados a la justicia social.
Por otro lado, más allá de ese dualismo simplificador, siempre atravesado por vectores paradójicos que complementan o contraponen ambas visiones, muy a menudo, cierto idealismo nos empuja a pensar que la cultura, los avances en la educación o las creaciones de la sensibilidad artística son, en sí mismos, positivos y contribuyen a desterrar la barbarie. A pesar de que algo de verdad expresa esa afirmación, no podemos garantizar con absoluta certeza que exista una correlación entre conocimiento y moral. Aunque la historia se ha constituido a partir de grandes hitos culturales, a su lado también se han manifestado las peores manifestaciones de la barbarie. Fue Walter Benjamin, quien en Sobre el concepto de historianos legó la frase tantas veces repetida, pero no por ello menos ineludible y necesaria: “no hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”
Hace unas semanas,el lehendakari Imanol Pradales comentaba que había llegado el momento de pensar en la situación del mundo y dejar atrás políticas estéticas. Cuando escuché esas palabras no supe bien cómo interpretarlas, aunque sí estoy convencido de que no opinamos igual sobre lo que significa “pensar el mundo” o sobre lo que sería social y económicamente más idóneo para su futuro. Tampoco creo que nos refiriésemos a lo mismo al hablar de “estética”, ni siquiera en su sentido más banal, si aludiéramos a algo tan subjetivo como el gusto. Seguro que ambos lo tendremos muy distinto, pero eso no es lo importante, lo fundamental sería entender lo que subyace en el concepto de estética que el lehendakari tiene como para llegar a pensar que es una buena idea construir otro museo Guggenheim en Urdaibai, un territorio considerado reserva de la biosfera por su condición excepcional, estético en sí mismo.
Es una convención de la historia de la filosofía que la “teoría del gusto” se impone en la modernidad desde que Baumgarten a mediados del siglo XVIII escribiera su Aesthetica para referirse a la teoría de la sensibilidad y, unos años más tarde, Kant, en su Crítica de la razón pura, desarrollara sus teorías sobre la estética trascendental. Una doctrina que la burguesía ilustrada -la nueva clase social emergente- enarbolaría entonces para imponer determinadas maneras de apreciar las formas, despreciando otras, artesanas, populares, proletarias, subalternas, etc. Como señaló Terry Eagleton en La estética como ideología (Trotta, 2011) esa concepción burguesa de la estética no dejaba de ser una forma de poder y de hegemonía política que establecía una jerarquía de valores culturales, con cualidades que incidían en lo subjetivo, lo emocional, lo íntimo, lo privado, lo particular y lo “refinado”. Desde muchos puntos de vista, ese culto a lo estético culminaba la historia de la filosofía idealista y la de una burguesía elitista en su apogeo, pero dejaba de darle importancia a lo común o lo ordinario, es decir, a las formas ordinarias de la cultura que se practican y se habitan cada día, como diría su maestro Raymond Williams.
Más allá de ese idealismo que ha modulado nuestros gustos, la estética siempre está atravesada y determinada por las condiciones materiales de vida, las estructuras de poder o la manera en la que nos relacionamos con el territorio que habitamos. Por ello la estética es siempre política y, en el caso al que me refiero, también ética, social y ecológica. Diría más, si hiciéramos incluso una interpretación kantiana del gusto estético del lehendakari también se podría afirmar que no tiene objetividad posible, puesto que sería únicamente una “facultad personal”, una aspiración de belleza que, según él y su gobierno, tomaría forma a través de un nuevo museo en Urdaibai. Sin embargo, por el contrario, en las aspiraciones -igual de legítimas- de gran parte de los habitantes de esa zona, la belleza ya estaría, en si misma, implícita en el paisaje.
Al pretender llevar adelante ese nuevo museo, aunque Pradales afirme que quiera dejar de hacer políticas estéticas, lo que propone es, precisamente, una operación estética de poder político y económico para instrumentalizar la potencia simbólica del arte y ponerla al servicio de los intereses de determinadas élites y en este caso, paradogicamente, de la mano de una contemporaneidad cultural, totalmente ajena a la sociedad en la que se inscribe.
Parafraseando a Rosalyn E. Krauss, ese modelo de museo neoliberal deja de ser guardián del patrimonio público –una de las funciones principales de estas instituciones- para convertirse en una entidad corporativa con un inventario comercial y, como se deduce de esta operación, con un deseo de crecimiento orientado a acaparar recursos públicos, mediante la expansión inmobiliaria y territorial, y a captar capital privado para conseguir, a toda costa, un aumento expondencial de actividades turísticas.
Más allá de la legitimidad electoral que sustenta estos criterios económicos, la apuesta por este modelo en Urdaibai también ha despertado mucho malestar social. Hace unas semanas, varios miles de personas se manifestaron en Gernika para mostrar su desacuerdo por lo perjudicial que será para este ecosistema excepcional que, con proyectos tractores de estas características, verá alterado su precario equilibrio ecobiosistémico, ya que implicará un aumento considerable de las desventajas derivadas del crecimiento de la turistificación. Desde mi punto de vista, la materialidad estético-paisajista de Urdaibai no necesita ningún proyecto que lo convierta en un lugar artificialmente monumentalizado y saturado de flujos humanos.
Frente a esa concepción estética de progreso que, en este caso, el Lehendakari sitúa en la construcción de un museo, mi posición contraria, tiene mucho más que ver con una visión ecosófica de la realidad, esa que Felix Guattari enunció en su célebre Las tres ecologías (Pretextos 2000). Es decir, una posición de contención, mejor aún, una articulación ético-política entre los tres registros ecológicos: el medio ambiente -en este caso esa parte concreta de la biosfera y su sentido material- el de las relaciones sociales en las que se inscribe -ese asunto de lo popular- y el de las subjetividades personales. En mi caso, esa subjetividad en «defensa» de un Urdaibai sin museo, no sería una mera opción partidista o romántica, sino una forma de pensamiento sobre los valores culturales, económicos y sociales que afectan a ese territorio y que no estén únicamente fundados en la economía mercantil. Es decir que, en su propia manera de operar, es un pensamiento en sí mismo ecológico.
El libro Imágenes que resisten. La genealogía como método critico(La virreina. Centre de la imatge. Ayto. Barcelona) de Andrea Soto Calderón comienza con una cita de Friedrich Nietzsche tomada de La genealogía de la moral:“[…] todas las cosas largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada; por ello, es necesario rodearlas”. Concretamente, propone “rumiarlas”, como hacen las vacas, que no es solamente masticar muchas veces sino desmenuzar una y otra vez lo que vuelve de las cavidades del estómago. Esto parece indicarnos ─según Soto Calderón─ que el método genealógico no consiste en hacer abstracciones generales sobre las imágenes, no es suficiente leer y mirar, es necesaria una “seriedad prolongada, valiente, laboriosa, subterránea que sea jovial y con preguntas totalmente nuevas”.
Esta metodología crítica es también la que nos sugiere la artista Elo Vega en las actividades del programa Y tenía razón, realizadas en colaboración con otras especialistas en Historia del Arte, mediadoras culturales, escritoras o performanceras, en el marco del proyecto Vivir varios tiempos a la vez que coordino para celebrar el 150 aniversario de la Academia de España en Roma.
La artista y las voces que la acompaña despliegan un dispositivo analítico para pensar críticamente el cuadro Anatomía del corazón, también conocido como Y tenía corazón o simplemente La autopsia. Actualmente depositado por el Museo del Prado en el Museo de Málaga, es una de las obras más conocidas de Enrique Simonet, que pintó en 1890 durante su estancia en Roma. La lectura crítica del contenido del cuadro es, en cierto modo, una forma de sospecha sobre lo que en él se ofrece como verdadero. Se trata de una “operación” capaz de activar otras potencias críticas de las imágenes para traerlas al presente y, de ese modo, preguntarnos con qué sentidos están operando, porque las imágenes no son simplemente representaciones de lo que existe, también son relaciones, dice Soto Calderón. Su función operativa no sería tanto dar a ver la realidad que instituyen, sino cómo pensarlas desde otro régimen en el que ellas mismas sean articuladoras de otras formas de vida y no lugar de captura.
En cierto modo, para traer las imágenes que nos ocupan al presente y pensarlas históricamente a la luz y a las sombras, se introducen elementos diferenciales en su análisis para desplazar el foco hacia las condiciones materiales de existencia de las figuras de la subalteridad y del poder – la mujer yaciente y el médico forense- las complejas subjetividades de género, las formas des/naturalizadas de representación, el des/orden académico o la función política de la institución museo.
Lo visible aparece entonces como un lugar de reconfiguración de un régimen de sensibilidad diferente que la abre a una potencia mayor y se muestra como un plano de conexiones, es decir, una forma de tensión de la visibilidad con puntos de cristalización y apertura. Es la abundancia de significación, la multiplicidad de sentido, la que crea la posibilidad de numerosas relaciones.
En sentido parecido, Giorgio Agamben nos dice que las imágenes no vienen a apoyar un enunciado, sino que permiten un acercamiento a capas de formación en movimiento, como si la imagen pudiera “tocar algo que duerme capturado”, que no es una forma hecha sino materiales que pueden crear de otra manera. Como en el inicio de Género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad (Paidos, 2023) Judith Butler otorga una importancia preponderante a las prácticas de presentación, para formular ya no solo una pregunta por cómo se estabiliza el ser a través de prácticas significantes, sino también para interrogarse por las unidades que se generan a través de los aparatos perceptivos. Una interrogación ─dice Soto Calderón─ que implica que los regímenes de percepción necesitan ser alterados. Es en ese momento cuando nos damos cuenta de que lo que consideramos como “real”, lo que invocamos como conocimiento naturalizado es, de hecho, una realidad que puede cambiar y que es posible replantear.
Ya nos lo dijo Raymond Williams en Cultura y materialismo (La marca, 2012) :“[…] las prácticas hegemónicas constituyen la sustancia del sentido común dejando casi sin lugar la emergencia de otras zonas de experiencias”. En parte, la complejidad de las hegemonías se da en que nunca son uniformes y estáticas, sino que están recreándose constantemente. Una práctica hegemónica ─añade Williams─ es “un sistema central de prácticas, significados y valores que podemos llamar propiamente dominantes y efectivos”, pero no se instauran de manera vertical, son sistemas que están organizados y se experimentan de maneras diversas, en donde algunas prácticas son elegidas y se enfatizan mientras que otras son desatendidas o excluidas.
Tal vez por esa misma razón, Soto Calderón se pregunta cómo podrían las imágenes resistir a las circulaciones de lo sensible que ordenan las hegemonías culturales, que además colaboran con las potencias económicas fijando estereotipos, modelos, formas de exclusión, dinámicas afectivas y dispositivos de control social, que explotan y regulan nuestra vida. La inquietud que surge entonces es cómo hacer emerger otras prácticas sociales, culturales y políticas, cómo crear nuevos significados y valores, significantes y experiencias. Algo semejante a lo que nos propone el coro de voces y acciones que Elo Vega ha organizado para volver a interpretar el cuadro de Simonet. Porque todas las imágenes tienen una habilidad particular para tratar con la contingencia de la historia, para producir las condiciones de posibilidad, así como para introducir en el presente lo impensado, un umbral de variación en lo visible, una resistencia poética y desde ahí alterar la realidad, generar otros significados. Imágenes que resisten en este sentido serían las que logran sacar a la mirada de sus vías habituales, que guardan un espacio de crecimiento donde germinan otros relatos inesperados.
BIBLIOGRAFÍA:
Andrea Soto Calderón, Imágenes que resisten. La genealogía como método crítico. Ed. Ayuntament de Barcelona. La Virreina. Centre de la Imatge; Barcelona, 2023
Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral. Alianza Editorial, Madrid, (1887) 2005, p.47
Manuel Ignacio Moyano, Giorgio Agamben. El uso de las imágenes, La Cebra, Buenos Aires, 2019, p.458
Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, Paidos, Buenos Aires, (1990) 2007, p.26
Raymond Williams, Cultura y materialismo, La Marca Editora, Buenos Aires (2005) 2012, p.58
Este texto corresponde a las notas que utilicé en la presentación del libro Hemendik Hurbil / Cercade aquí(Alkibla, 2023) de Clemente Bernard. Tuvo lugar el día 6 de junio del año 2024 en el Museo San Telmo de Donostia/San Sebastián y en la mesa estuvieron también el propio autor y la politóloga Laura Gómez, especialista en temas de igualdad y democratización institucional. El libro contiene 470 imágenes sobre algunos hechos del denominado conflicto vasco, tomadas en directo entre 1987 y 2018. Se edita acompañado de cien breves textos de personas que vivimos, de una manera u otra, aquellas circunstancias históricas.
Estos días, en la «Virreina. Centre de la imatge» de Barcelona, con el mismo título, se ha presentado en formato exposición, comisariada por Carles Guerra. Ambos dispositivos de representación ponen de relieve el carácter fuertemente empírico de un tipo de fotografía que exige estar en el lugar de los hechos, en esos instantes en que―como dice el propio fotógrafo―la violencia adolece de una viscosidad perversa.
La primera vez que tuve ocasión de hablar con Bernard sobre el contenido del libro le comenté que, según pasaba las páginas y leía los textos, me atravesó una especie de temblor indecible. Un silencio ensordecedor de impotencia histórica e indignación política que, por supuesto, tenía que ver con mi propia vida, con el acontecer de aquellos acontecimientos trágicos que muchs compartimos y por las maneras traumáticas con las que tuvimos que hacer frente a aquella realidad, entre gritos de indignación pública y mutismos privados incomprensibles. Por supuesto, la percepción que tuve sobre el libro estuvo determinada por mi propia memoria personal, a su vez, influenciada directamente por los hechos y, sobre todo, por la firme posición enfrentada que, durante aquel largo periodo de la historia, mantuve contra la estrategia militar de ETA y las políticas de la izquierda abertzale. Desde luego, también con mi oposición a las derivas autoritarias, de guerra sucia, que el estado empleó en muchas ocasiones.
En decir, en cierta manera, son producto de mi “imaginación” pero no entendida como fantasía o frivolidad sino, en su sentido constitutivo, en su intrínseca capacidad de potencia realista, materialista y dialéctica o, como dice Jacques Ranciere en El reparto de lo sensible. Estética y política (Prometeo, 2014) como la condición para que lo real pueda ser pensado. Como dice también George Didi-Huberman en Cuando las imágenes tocan lo real,es una enorme equivocación querer hacer de la imaginación una simple facultad de desrealización. La fotografía, sin duda miente porque siempre es parcial y “enfocada” – o si queréis, en cierto modo, intencionadamente des/enfocada, como las de Bernard-, pero también dice la verdad porque, a pesar de todo, permite comprender mejor la complejidad social de los hechos que re/presenta, aunque sea en forma de un simple destello.
El domingo pasado me entrevistaron en Radio Euskadi, junto a Eider Gotxi, una de las portavoces de Guggenheim Urdaibai Stop, la plataforma ciudadana que lleva meses movilizándose contra la construcción de un nuevo museo Guggeneheim en Urdaibai, reserva mundial de la biosfera. Ayer me publicaron en Diario.es una columna de opinion que hoy os comparto, algo más elaboradas, con algunas reflexiones que me concita esta -en mi opinión- descabellada operación.
Urdaibai es un territorio de la costa cantábrica en Bizkaia, un ecosistema excepcional de acantilados, montañas, playas, ríos y aguas subterráneas donde la vida animal y la humana conviven en un paisaje especial que, sin duda, con proyectos tractores de estas características vería alterado sustancialmente su precario equilibrio ecobiosistémico.
Parece ser que el proyecto está ya muy avanzado. Por lo poco concreto que hasta ahora se conoce, la operación implica derruir dos edificios en ruinas y, sobre ellas, construir sendos equipamientos. El primero, que ya se ha derribado, era la fábrica Dalia, histórica empresa cubertera de Gernika, y el otro, un antiguo astillero que se ubica en Murueta, en la misma desembocadura de la ría de Gernika, zona especialmente sensible y vulnerable de la reserva. Como entre ambos equipamientos hay seis kilómetros de distancia, para conectarlos, el proyecto conllevaría la creación de varias infraestructuras viarias -a las que denominan “verdes”- una pasarela peatonal, a modo de palafito para que el tránsito de personas no afecte a las dunas, y un tren eléctrico ─¡cómo no sostenible!─, que, junto a los párquines para coches y automóviles, facilitarán la llegada de miles de personas a esta zona protegida.
Los primeros pasos ─algunos acuerdos políticos, provisión de presupuestos (incluidos fondos europeos destinados por el gobierno de España, paradójicamente, para la transición energética), modificaciones de normas urbanísticas, derribos, etc.─ se están llevando a cabo de forma subrepticia y con muy poca información contrastada. De hecho, más allá de algunas generalidades sobre la excelencia de la propuesta liderada por la Fundación Guggenheim Bilbao, no se conocen datos concretos en relación con el programa arquitectónico y de contenidos. Sin embargo, aunque algunos responsables políticos dicen desconocer el alcance real de la operación, el proyecto cuenta con un respaldo institucional casi unánime. Es decir, una confianza plena ─se podría decir también ciega─ en la marca de titularidad privada ( confío en que las dudas sobre el proyecto que mostró hace unos días el Ministro de Cultura, Ernest Urtasun, tengan algún efecto en las decisiones que vaya a tomar el gobierno de España).