Tras verificar que el reciente ciclo primavera-verano ha sido el más caluroso desde que se miden científica y sistemáticamente las temperaturas, o que la elevación térmica de las aguas del Mediterráneo es un hecho, o constatar que durante estos meses se han quemado con virulencia y voracidad más bosques en la península ibérica que en toda la historia documentada, cuesta creer que aún haya personas que nieguen el cambio climático. En relación con los incendios, al margen de las confrontaciones partidistas – en algunos casos grotescas- las palabras prevención, anticipación o coordinación institucional han sido las que más consenso han concitado entre las mentes más preclaras de la política y las voces de profesionales y científicos. Es evidente que trabajar sobre las causas de los incendios u otros fenómenos derivados de las alteraciones del clima es mucho más importante que actuar sobre las consecuencias. De hecho, hay cierta unanimidad académica sobre el tiempo perdido y el retraso en la aplicación de las medidas necesarias para desacelerar el cambio climático.
Excepto los negacionistas recalcitrantes, la mayoría apunta que los efectos ambientales de esta modificación del clima son el aumento de la temperatura global, los fenómenos meteorológicos imprevisibles o desmedidos y las alteraciones en los ecosistemas naturales y en la biodiversidad. En El fin de la paciencia. Un ensayo sobre política climática (Anagrama, 2025) Xan López, coeditor de la revista Corriente cálida, señala que el capitalismo -no como abstracción ideológica sino como sistema social y económico en el que todes estamos materialmente subsumidos- se ha mundializado quemando la energía almacenada en nuestro suelo durante millones de años. Pero a su vez, de manera autocrítica, indica que la actual crisis ecológica no es solo consecuencia del capitalismo en general sino de una modalidad específica de crecimiento acelerado, resultado también de las luchas históricas de la izquierda por el progreso y el desarrollo durante los dos últimos siglos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese momento cuando se negoció y pactó con gran consenso el contrato social y el avance de los derechos de la clase trabajadora, lo cual desencadenó también la producción de miles de millones de máquinas utilizadas en esa parte del mundo para generar energía, calentar o enfriar los ambientes, producir comida, desplazarse de un lado a otro y fabricar todo tipo de artículos de consumo. Esta dinámica de crecimiento abrió varias décadas de crecimiento económico sin precedentes en el resto del mundo, incluidas potencias demográficas como China o India que también han desarrollado un aumento exponencial de sus economías respectivas. Esa hegemonía se irradia mundialmente desde sus centros primero en Europa y después en EE. UU., provocando que los demás países intenten emularlo. Aquí está – dice López- una de las aristas peliagudas de la crisis climática y uno de los mayores retos a la hora de articular políticas ecológicas coherentes: la expansión sin límite de las emisiones no es un producto del capitalismo en abstracto, sino de una especie de acuerdo multilateral mundial por la expansión del crecimiento y el aumento del bienestar de una cantidad creciente de personas a partir de la utilización de combustibles fósiles (tan solo en China, en los últimos cincuenta años, ochocientos millones de personas han abandonado la situación de pobreza y ya forman parte de otro grupo de países con “ingresos medios” como Rusia, Turquía o Brasil)


Sin embargo, sin olvidar la importancia los momentos históricos de la implantación del modelo de bienestar, ni la labor de aquellas fuerzas sindicales y progresistas para conseguir el progreso y la mejora de la vida de las clases trabajadoras, lo que en las actuales circunstancias de emergencia climática no podemos obviar es que ya no tenemos un horizonte ilimitado en el que seguir trabajando por un proyecto emancipador que no tenga en cuenta y contrarreste su potencial autodestructivo. En este sentido, en el reciente ensayo Vida de ricos (Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes, 2025) Emilio Santiago Muiño defiende un ecologismo emancipador que también participe de aquel programa moderno y socialista. No se trataría de descolgarnos de la empresa ilustrada, ni de desmontar la revolución urbana e industrial para volver a una sociedad preindustrial, sino de culminar sus programas con éxito, pero minimizando sus violencias económicas, sociales, culturales y ecológicas y llevando hasta sus últimas consecuencias las ideas de libertad e igualdad.
Por tanto, tampoco podemos olvidar que aquellos gobiernos no incluyeron en ese contrato social a todo el mundo por igual, de modo que persistieron las jerarquías de género y raciales. Además, la expansión de esos beneficios se sostuvo en gran parte gracias a la explotación continuada de los territorios coloniales o subordinados. El 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero proviene del 10% más rico de la población mundial, porcentaje que -según López- se eleva hasta casi el 70% si se incluye al 20% más rico. El 80% más pobre, la inmensa mayoría, solo es responsable del 30% de las emisiones. Así pues, el capitalismo es una estratificación territorial del planeta, con un pequeño número de países enormemente ricos y una gran mayoría considerablemente más pobres.
En palabras de López: “Desde finales del siglo XIX las sociedades humanas han liberado cantidades crecientes de gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera debido al uso de combustibles fósiles. Estos gases provocan que la Tierra retenga una mayor cantidad de radiación solar, lo que a su vez provoca un incremento medio de las temperaturas. Este proceso no es una novedad en el planeta, el llamado «efecto invernadero» es una de las cosas que lo hace habitable. Lo que sí es una novedad es la velocidad a la que está ocurriendo: la concentración de GEI atmosféricos ha aumentado más en un siglo y medio que en los últimos cinco millones de años”. Por ello, este autor nos reitera en su ensayo que el cambio climático no es un impacto externo a nuestras sociedades sino un efecto sistemático de nuestras formas de producir, acumular y consumir, en definitiva, de nuestras formas de vida actuales, que tendríamos que revisar con urgencia para corregir y suprimir aquellas actuaciones que mayores perjuicios están ocasionando al planeta.


En consecuencia, la necesidad de construir una política específicamente climática se hace más perentoria que nunca. Para evitar los peores escenarios, antes de mediados de siglo, deberíamos reducir a cero esas emisiones; la situación es muy grave, nos dice la ciencia, aunque todavía es posible evitar el destino de la derrota. La política climática debe ser una lucha contra reloj para garantizar la viabilidad de nuestro presente y el de las generaciones venideras. Más allá de idealismos y ortodoxias ideológicas, serían necesarias formas urgentes de la política que consigan cuanto antes la movilización de un gran número de personas y energías sociales, que además incluyan políticas de Estado capaces de sumar también a sectores sensibles de las clases dominantes dispuestas a hacer suyas peticiones históricas de los movimientos ecologistas. Hoy es imprescindible expandir nuestra tolerancia ideológica a nuevas alianzas, tácticas, estrategias y teorías. López apuesta por el Green New Deal, un nuevo pacto verde como el New Deal que en los años treinta del siglo pasado impulsó el presidente Roosevelt en EE. UU., como respuesta a la Gran Depresión. Es decir, una propuesta política posneoliberal progresista, que intente recuperar el papel activista del Estado -aumentando enormemente el gasto en servicios sociales y transición energética, entre otros- gracias a la fuerza de una coalición amplia que incluya a profesionales, sindicalistas y ecologistas. López propone, al mismo tiempo, crear fisuras en el bloque hegemónico de la economía para que se produzca una fractura de intereses, ya que -subraya- existe una facción negacionista muy beligerante que país a país avanza inexorablemente en una nueva internacional del odio. La aspiración de esta facción siempre es la mejora de la posición relativa de los privilegiados en un sistema que no se quiere transformar o que se desea hacerlo, pero en un sentido más reaccionario todavía, hacia una división más explícita entre ganadores y perdedores. De hecho, ese negacionismo ha sustituido la urgencia climática por la inmigración o las políticas de género como focos culturales para desviar el malestar social. Las consecuencias serán irreparables si esa coalición, que rechaza el cambio climático, se expande, ocupa y domina todos los entramados institucionales y económicos.
La mayor amenaza de toda nuestra historia como especie -dice Xan López- ocurre en uno de los momentos de mayor debilidad política, pero la urgencia inédita y la crisis ecológica en la que vivimos nos lleva a asumir, por un lado, el fin de la paciencia – se acaba el tiempo para alcanzar los objetivos de las descarbonización- y, por otro, a aceptar modos de hacer experimentales que no reproduzcan las lógicas convencionales de la política.
Hoy, el objetivo supremo de la política emancipadora no puedo ser otro que garantizar la viabilidad ecológica de la especie humana en la Tierra, donde, como Kistin Ross describe en El lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París (Akal, 2016) cierta contención imprescindible del consumo sea compatible con la expansión de felicidad, nuevas formas de vida colectiva, producción cultural y lujo comunal, es decir, acceso social a los bienes materiales, culturales y espirituales, abundancia frugal para vivir bien con menos.












