EL FIN DE LA PACIENCIA

Tras verificar que el reciente ciclo primavera-verano ha sido el más caluroso desde que se miden científica y sistemáticamente las temperaturas, o que la elevación térmica de las aguas del Mediterráneo es un hecho, o constatar que durante estos meses se han quemado con virulencia y voracidad más bosques en la península ibérica que en toda la historia documentada, cuesta creer que aún haya personas que nieguen el cambio climático. En relación con los incendios, al margen de las confrontaciones partidistas – en algunos casos grotescas- las palabras prevención, anticipación o coordinación institucional han sido las que más consenso han concitado entre las mentes más preclaras de la política y las voces de profesionales y científicos. Es evidente que trabajar sobre las causas de los incendios u otros fenómenos derivados de las alteraciones del clima es mucho más importante que actuar sobre las consecuencias. De hecho, hay cierta unanimidad académica sobre el tiempo perdido y el retraso en la aplicación de las medidas necesarias para desacelerar el cambio climático.

Excepto los negacionistas recalcitrantes, la mayoría apunta que los efectos ambientales de esta modificación del clima son el aumento de la temperatura global, los fenómenos meteorológicos imprevisibles o desmedidos y las alteraciones en los ecosistemas naturales y en la biodiversidad. En El fin de la paciencia. Un ensayo sobre política climática (Anagrama, 2025) Xan López, coeditor de la revista Corriente cálida, señala que el capitalismo -no como abstracción ideológica sino como sistema social y económico en el que todes estamos materialmente subsumidos- se ha mundializado quemando la energía almacenada en nuestro suelo durante millones de años. Pero a su vez, de manera autocrítica, indica que la actual crisis ecológica no es solo consecuencia del capitalismo en general sino de una modalidad específica de crecimiento acelerado, resultado también de las luchas históricas de la izquierda por el progreso y el desarrollo durante los dos últimos siglos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese momento cuando se negoció y pactó con gran consenso el contrato social y el avance de los derechos de la clase trabajadora, lo cual desencadenó también la producción de miles de millones de máquinas utilizadas en esa parte del mundo para generar energía, calentar o enfriar los ambientes, producir comida, desplazarse de un lado a otro y fabricar todo tipo de artículos de consumo. Esta dinámica de crecimiento abrió varias décadas de crecimiento económico sin precedentes en el resto del mundo, incluidas potencias demográficas como China o India que también han desarrollado un aumento exponencial de sus economías respectivas. Esa hegemonía se irradia mundialmente desde sus centros primero en Europa y después en EE. UU., provocando que los demás países intenten emularlo.  Aquí está – dice López- una de las aristas peliagudas de la crisis climática y uno de los mayores retos a la hora de articular políticas ecológicas coherentes: la expansión sin límite de las emisiones no es un producto del capitalismo en abstracto, sino de una especie de acuerdo multilateral mundial por la expansión del crecimiento y el aumento del bienestar de una cantidad creciente de personas a partir de la utilización de combustibles fósiles (tan solo en China, en los últimos cincuenta años, ochocientos millones de personas han abandonado la situación de pobreza y ya forman parte de otro grupo de países con “ingresos medios” como Rusia, Turquía o Brasil)

Sin embargo, sin olvidar la importancia los momentos históricos de la implantación del modelo de bienestar, ni la labor de aquellas fuerzas sindicales y progresistas para conseguir el progreso y la mejora de la vida de las clases trabajadoras, lo que en las actuales circunstancias de emergencia climática no podemos obviar es que ya no tenemos un horizonte ilimitado en el que seguir trabajando por un proyecto emancipador que no tenga en cuenta y contrarreste su potencial autodestructivo. En este sentido, en el reciente ensayo Vida de ricos (Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes, 2025) Emilio Santiago Muiño defiende un ecologismo emancipador que también participe de aquel programa moderno y socialista. No se trataría de descolgarnos de la empresa ilustrada, ni de desmontar la revolución urbana e industrial para volver a una sociedad preindustrial, sino de culminar sus programas con éxito, pero minimizando sus violencias económicas, sociales, culturales y ecológicas y llevando hasta sus últimas consecuencias las ideas de libertad e igualdad.

Por tanto, tampoco podemos olvidar que aquellos gobiernos no incluyeron en ese contrato social a todo el mundo por igual, de modo que persistieron las jerarquías de género y raciales. Además, la expansión de esos beneficios se sostuvo en gran parte gracias a la explotación continuada de los territorios coloniales o subordinados.  El 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero proviene del 10% más rico de la población mundial, porcentaje que -según López- se eleva hasta casi el 70% si se incluye al 20% más rico. El 80% más pobre, la inmensa mayoría, solo es responsable del 30% de las emisiones. Así pues, el capitalismo es una estratificación territorial del planeta, con un pequeño número de países enormemente ricos y una gran mayoría considerablemente más pobres.

En palabras de López: “Desde finales del siglo XIX las sociedades humanas han liberado cantidades crecientes de gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera debido al uso de combustibles fósiles. Estos gases provocan que la Tierra retenga una mayor cantidad de radiación solar, lo que a su vez provoca un incremento medio de las temperaturas. Este proceso no es una novedad en el planeta, el llamado «efecto invernadero» es una de las cosas que lo hace habitable. Lo que sí es una novedad es la velocidad a la que está ocurriendo: la concentración de GEI atmosféricos ha aumentado más en un siglo y medio que en los últimos cinco millones de años”. Por ello, este autor nos reitera en su ensayo que el cambio climático no es un impacto externo a nuestras sociedades sino un efecto sistemático de nuestras formas de producir, acumular y consumir, en definitiva, de nuestras formas de vida actuales, que tendríamos que revisar con urgencia para corregir y suprimir aquellas actuaciones que mayores perjuicios están ocasionando al planeta.

En consecuencia, la necesidad de construir una política específicamente climática se hace más perentoria que nunca. Para evitar los peores escenarios, antes de mediados de siglo, deberíamos reducir a cero esas emisiones; la situación es muy grave, nos dice la ciencia, aunque todavía es posible evitar el destino de la derrota. La política climática debe ser una lucha contra reloj para garantizar la viabilidad de nuestro presente y el de las generaciones venideras. Más allá de idealismos y ortodoxias ideológicas, serían necesarias formas urgentes de la política que consigan cuanto antes la movilización de un gran número de personas y energías sociales, que además incluyan políticas de Estado capaces de sumar también a sectores sensibles de las clases dominantes dispuestas a hacer suyas peticiones históricas de los movimientos ecologistas. Hoy es imprescindible expandir nuestra tolerancia ideológica a nuevas alianzas, tácticas, estrategias y teorías. López apuesta por el Green New Deal, un nuevo pacto verde como el New Deal que en los años treinta del siglo pasado impulsó el presidente Roosevelt en EE. UU., como respuesta a la Gran Depresión. Es decir, una propuesta política posneoliberal progresista, que intente recuperar el papel activista del Estado -aumentando enormemente el gasto en servicios sociales y transición energética, entre otros- gracias a la fuerza de una coalición amplia que incluya a profesionales, sindicalistas y ecologistas. López propone, al mismo tiempo, crear fisuras en el bloque hegemónico de la economía para que se produzca una fractura de intereses, ya que -subraya- existe una facción negacionista muy beligerante que país a país avanza inexorablemente en una nueva internacional del odio. La aspiración de esta facción siempre es la mejora de la posición relativa de los privilegiados en un sistema que no se quiere transformar o que se desea hacerlo, pero en un sentido más reaccionario todavía, hacia una división más explícita entre ganadores y perdedores. De hecho, ese negacionismo ha sustituido la urgencia climática por la inmigración o las políticas de género como focos culturales para desviar el malestar social. Las consecuencias serán irreparables si esa coalición, que rechaza el cambio climático, se expande, ocupa y domina todos los entramados institucionales y económicos.

La mayor amenaza de toda nuestra historia como especie -dice Xan López- ocurre en uno de los momentos de mayor debilidad política, pero la urgencia inédita y la crisis ecológica en la que vivimos nos lleva a asumir, por un lado, el fin de la paciencia – se acaba el tiempo para alcanzar los objetivos de las descarbonización- y, por otro, a aceptar modos de hacer experimentales que no reproduzcan las lógicas convencionales de la política.

Hoy, el objetivo supremo de la política emancipadora no puedo ser otro que garantizar la viabilidad ecológica de la especie humana en la Tierra, donde, como Kistin Ross describe en El lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París (Akal, 2016) cierta contención imprescindible del consumo sea compatible con la expansión de felicidad, nuevas formas de vida colectiva, producción cultural y lujo comunal, es decir, acceso social a los bienes materiales, culturales y espirituales, abundancia frugal para vivir bien con menos.

VINDICACIÓN DE LA VIDA HOLGADA

En el recién publicado El derecho a las cosas bellas. Vindicación de la vida holgada (Ariel, 2025) Juan Evaristo Valls Boix escribe que la pereza es ese amor de verano que nos arranca de la obsesión por el trabajo y nos devuelve la más bella de las libertades, la de no hacer nada.Sin embargo –añade-, paradójicamente, una pasión extraña recorre nuestro cuerpo, la pasión por el trabajo. Unos la aclaman como una virtud, otros encuentran en ella la clave para una vida feliz y plena y algunos nos cuentan que es la receta para salir de todas las crisis, el antídoto para cualquier mal de nuestro tiempo.

Entre otros textos que, de alguna manera, tratan sobre lo que, según el índice del libro, el autor llama derechos perezosos o zanguangos (pereza, huelga, jubilación, ciudad y literatura) Valls relee el célebre El derecho a la pereza. Refutación del derecho al trabajo en el que Paul Lafargue enmendó la plana al no menos citado El capital: crítica de la economía política de su suegro Carlos Marx. Aunque este último dijo que “el reino de la libertad solo empieza allí donde cesa el trabajo impuesto por la necesidad”, se sabe que Marx no dejó nunca de creer que el hombre solo se podía liberar mediante el trabajo. En ese sentido, Valls señala que, si leyésemos con atención la famosa cita, observaríamos que contiene una trampa: “lo que Marx propone no es tanto la liberación del trabajo, sino la liberación para el trabajo”. Al describir el trabajo como una actividad trascendental y natural Marx retoma el pensamiento humanista, cuyo sueño idealista es continuar creciendo y superándonos sin fin. Marx y Hegel llamaron “trabajo” a esta relación jerárquica de dominio y asimilación. En su obra capital, Marx diseñó una ontología ahistórica donde ser equivale a trabajar, y esta operación -dice Valls- es aniquiladora de todo lo no-humano. Hegel y Marx coincidían en que el trabajo es el proceso por el cual el hombre se produce a sí mismo en cuanto hombre: ente autónomo, aislado y completamente separado de todos los otros seres. El sujeto se levanta, se yergue como Hombre, oprimiendo todo lo que no es sujeto: la ergontología, donde ser es trabajar y ser trabajado, constituye la primera definición de nuestra condición vertical. En cierto modo -dice Valls- el mismo espejismo que persigue el capitalismo, el sistema económico y político que gobierna nuestras vidas a través del trabajo ya sea como disciplina, como formas de deseo que concluye en consumo, como excitación social o como agotamiento personal. Uno de los modos en que el fascismo sigue vivo en las democracias de todo el mundo -añade el autor- es a través de la cultura del trabajo y su insidiosa metafísica capitalista, donde solo merecen vivir los que trabajan, donde la dignidad se mide como rendimiento.  

Por el contrario, Valls cita el ensayo Inclinaciones. Crítica de la rectitud (Fragmenta, 2022) de Adriana Cavarero que articula una geometría distinta a la vertical. Si la verticalidad es la postura de la autonomía, el rendimiento y el crecimiento, pero también la forma de un sujeto encerrado en sí mismo, que no sabe relacionarse con los otros más que dominándolos, es entonces una geometría de la inclinación la que nos permite pensar un modo de ser marcado por la relación con otros cuerpos, esto es, por la interdependencia y la reciprocidad. La geometría de la inclinación de Cavarero, que piensa los cuerpos sosteniéndose siempre en otros cuerpos, descentra la masculinidad que articula el discurso y lo rearma con otras figuras: un cuerpo sostiene otro cuerpo, un cuerpo es atravesado por otros cuerpos, vulnerable ante y con otros cuerpos.

En los periodos de vacaciones o cuando tenemos unos días de descanso, o sobre todo cuando nos llega la jubilación, se desvela un aspecto crucial de nuestros modos de vida: a una gran mayoría su trabajo no les apasiona, preferirían tener mucho más tiempo para vivir y compartir. Sin embargo, las vacaciones nunca son suficientes porque precisamente constituyen un correlato del régimen del trabajo, el cuidado mínimo necesario para recuperar nuestra fuerza y volver a la fábrica de la infelicidad. El Estado y el Capital nos cuidan en la medida que producimos y somos efectivos. Ese descanso es tiempo que en realidad no nos pertenece, tan solo es una concesión temporal para garantizar la eficiencia de la productividad y, en la tradición laborista y socialdemócrata, para conseguir el “pleno empleo”. Lafargue nos dice que, precisamente, el amor al trabajo es lo que aniquila nuestro amor por la vida. En cierto modo, reformula lo que hace casi cinco siglos Étienne de La Boétie teorizó en Discurso de la servidumbre voluntaria: el amor al trabajo es pasión por el sometimiento.

Por el contrario, lo que parece imposible, porque supondría una auténtica revolución del sistema social y económico en el que vivimos y de nuestras sensibilidades capturadas, sería alcanzar el pleno desempleo: trabajar lo justo, producir y consumir lo necesario, descansar y holgar el resto del tiempo. Así podríamos vivir sin asimilar la naturaleza a nuestras necesidades, ideas y delirios, vivir sin extraer, sin colonizar, sin someter, porque ningún cuerpo es libre mientras esté sometiendo a otros. Cualquier democracia que sea digna de este nombre -dice Valls- tiene una única premisa: todas las vidas valen lo mismo, la vida de cualquiera tiene valor en tanto existencia mundana y banal, más allá de sus atributos. Los derechos a la pereza reclaman el cuidado de la vida holgada y sin atributos, y por ello la salud de un sistema democrático puede medirse por cómo se hacen valer esos derechos de cualquiera, en su mera condición viviente e inmanente, el cuerpo que late por debajo del sujeto.

Lafargue proponía un máximo de tres horas laborables, como alternativa al tiempo lleno y a la obsesión por darle una función a todas las horas y las cosas, sometiéndolas en lugar de celebrarlas. Ayer como hoy, la propuesta de reducir la jornada laboral es sinónimo de ruina para muchos liberales y economistas cómplices que no cesan de achacar a las nuevas generaciones su vagancia e indisposición al trabajo y, cuando reclaman algunos derechos, son tildados de absurdos (se llevan las manos a la cabeza por la hecatombe que supondría trabajar menos, cuando en realidad la locura es no hacer redundar la economía en la mejora de la vida en común). Al fin y al cabo, ese mantra neoliberal de “aprovechar el tiempo” – dice Valls- no es más que la lógica del incremento indefinido del beneficio que impone un imaginario donde el esfuerzo y el sufrimiento son el único camino a una promesa de felicidad; un escenario moralista que demasiadas tradiciones progresistas también han aceptado como propio.  

Pero La promesa de la felicidad” (Caja Negra, 2019) según nos dice Sara Ahmed en el libro de mismo título, no sería una experiencia íntima, sino una tecnología social, un mandato. La felicidad entonces no es neutra porque distribuye y disciplina, porque las emociones, lejos de ser privadas, son colectivas y adquieren su valor y su agencia a través de los cuerpos y signos del tejido social, de ahí su condición económica. Lo que en Lafargue es una denuncia del deber de trabajar, en Ahmed es un aviso de que la felicidad puede ser una promesa, pero envenenada, ya que tanto el primero como la segunda lo que en realidad garantizan es la reproducción de un orden que subordina y excluye. 

Al final de El derecho a la pereza, Lafargue reconoce que la verdadera transformación social comenzará con una revolución del modo en que deseamos. Este famoso texto, aunque crítico con las posiciones productivista de Marx, es también un manifiesto marxista. En este caso más epicúreo, porque en él no defiende el placer como exceso o lujo burgués, sino como goce sobrio y equilibrado, a la vez que hedonista, pero no consumista e individualista, sino social y político, inseparable de la emancipación y la consecución de unas justas condiciones de vida. Así se adelanta a lo que el anarquista Kropotkin denominará años más tarde, en La conquista del pan, el “derecho al bienestar, ya que cada cual tiene el derecho a vivir, y la sociedad debe distribuir entre todos, sin excepción, los medios de existencia con que cuenta”.  

REPARAR EL DAÑO DEL CERRO DE SAN BARTOLOME

Al parecer las autoridades que gobiernan Donostia/San Sebastián están también empeñadas en que la ciudad se convierta – más si cabe- en otra más de la ya larga lista de destinos turísticos globales para las clases más privilegiadas. Pasar unos días en esa ciudad es definitivamente un lujo, en el sentido más amplio de la palabra, y en su literal significado. 

El mismo día que una amiga me enviaba fotos de las “monstruosas” obras del GOe – sobre gustos no hay nada escrito- el nuevo Basque Culinary Center que se está construyendo con beneplácito institucional y a marchas forzadas en una privatizada zona verde, bien común del barrio de Gros, otro amigo me mandaba una foto de un panel publicitario donde una conocida empresa inmobiliaria se anunciaba con un lema aterrador: “Dormir en Dubái. Desayunar en Mónaco. Pintxopote en Gros”. En la parte baja del cartel una proclama subraya los sesenta años que esa empresa lleva “abriendo puertas” (el entrecomillado es mío) al estilo de vida donostiarra. ¡Ay los estilos de vida, cuánto cuento para tan poco sentido!

Aunque, en una primera impresión, ese anuncio parezca un chiste delirante o una broma de mal gusto, lamentablemente, también refleja el mundo que, en una especie de subconsciencia insensible hacia el resto de la humanidad, algunas personas persiguen en sus sueños. Tener avión privado, numerosas propiedades inmobiliarias y coches de altísima gama, repartidos por el planeta, vivir en una permanente burbuja del lujo, volar hacia las estrellas o acudir a diario a restaurantes que, concedidas por Michelin, se precian de tenerlas, se ha convertido en el paradigma de un modelo de vida que se expande en paralelo al aumento de la aporofobia, neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina para referirse al rechazo, al temor y el odio al pobre. Por supuesto, no quiero negar el placer del gozo gastronómico -pocas satisfacciones me son más gratas- incluso de disfrutarlo en un restaurante laureado -también yo lo he hecho en ocasiones y, a mi pesar, tarde o temprano acabaré pasando por el GOe -, ni pretendo moralizar sobre las costumbres privadas de nadie -cada cual es digno de sí mismo, igual que nadie es mejor ni peor que sus propios actos-  pero me resulta políticamente preocupante que la excepción y el capricho circunstancial puedan ser vividos como norma de vida.  

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REFLEXIONES SOBRE ARQUITECTURA Y URBANISMO: DEL FORMALISMO EXUBERANTE A LA MATERIALIDAD COMUNAL

El próximo día 18 a las 19,30 se presenta Diari Barrial en Traficantes de sueños, en su sede de Duque de Alba. Estáis tods invitads. La publicación, en la que se incluye una parte del texto que os adjunto, es una reflexión compartida de 5 años de trabajo de calle en el barrio de la Soledat en Palma, Mallorca. Este conjunto de actividades fue coordinado por el colectivo Aatomic_Lab a quien agradezco su confianza. Hace casi un año, Paco Espinosa y Carles Gispert me solicitaron que escribiese algunas reflexiones sobre el encuentro de Arquitecturas Colectivas celebrado en Pasaia (Gipuzkoa) en al año 2010, bajo la coordinación M-etxea, Lur Paisajistak, Recetas Urbanas y Straddle3, con la colaboración de Hiria Kolektiboa, Todo por la Praxis, Hackitectura y otros colectivos. En el texto aprovecho paara señalar otras experiencias sobre urbanismo y arquitectura social que desarrollamos en Arteleku o en UNIAartey pensamiento. Señalo las que me han parecido pertinentes en relación al contenido del trabajo desarrollado por Aatomic en el barrio de la Soledat.

En paralelo a la historia reciente de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo, mi subjetividad en relación a las formas arquitectónicas y espaciales -subjetividad vinculada a mis vicisitudes personales o profesionales e inquietudes políticas- ha transitado desde aquellos años juveniles, en los que la pulsión estética me empujaba a ser un admirador acrítico de cualquier nueva proeza arquitectónica, hasta convertirme en un tenaz analista, cada vez más crítico, de los excesos inmobiliarios que proliferan por el mundo. Una expansión que, a pesar de las continuas crisis causadas por sucesivos abusos financiero-inmobiliarios, pandemias y guerras, se sigue desplegando como si en estas últimas décadas nada hubiera ocurrido en relación la habitabilidad del planeta.

Ha pasado tiempo desde que, acompañando a un grupo de alumnes de COU de la Ikastola Laskorain de Tolosa, viajé a París a finales de los años setenta del siglo pasado para contemplar, entre otras visitas, el rutilante y recién inaugurado Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, también conocido como Beaubourg y, en sus aledaños, la nueva zona comercial Les Halles. Entonces, para mi sensibilidad “pueblerina”, aquellos ejercicios de poder monumental representaban formas de ruptura progresista con el pasado conservador. Todavía hoy, en Wikipedia se puede leer que aquellos edificios de París, nuevos paradigmas de la contemporaneidad, se construyeron en “una zona deprimida económica y socialmente”[1]. Un argumento que en la actualidad sigue siendo una de las habituales letanías para señalar y estigmatizar las zonas por donde pronto pasarán las excavadoras, en un nuevo proceso de expulsión, desplazamiento demográfico y destrucción patrimonial, y se alzarán las grúas para iniciar otro ciclo de producción, especulación inmobiliaria y desposesión social. Sin ir más, lejos, recuerdo la visita que hace unos meses al barrio de La Cañada de Madrid ─de la mano de Houda Akrikez, activista y habitante del sector 6, el especialista en urbanismo madrileño Pedro Navarrete y la artista Elena Lavellés─, acompañando a un grupo de investigadoras del proyecto Todas las huellas, la huella. Estéticas energéticas. Este barrio es, probablemente, uno de los paradigmas más relevante de violencia institucional, estigmatización social, segregación racial territorial, con políticas de accesibilidad punitiva, pero también lugar de resistencia comunitaria y activismo reivindicativo. En contraposición a este sur de Madrid, en el norte, con la operación Chamartín, se extiende la ciudad de la acumulación capitalista, la ciudad de los negocios, que quiere parecerse a la “la City ” de Londres, “La Defense» de París “Potsdamer Platz» de Berlín o al 2Distrito 22@2 de Barcelona, por mencionar algunos ejemplos.

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A PROPÓSITO DEL GUGGENHEIM EN URDAIBAI Y EL GUSTO ESTÉTICO DEL LEHENDAKARI PRADALES

Hace unas semanas, el lehendakari Imanol Pradales comentaba que había llegado el momento de pensar en la situación del mundo y dejar atrás políticas estéticas. Cuando escuché esas palabras no supe bien cómo interpretarlas, aunque sí estoy convencido de que no opinamos igual sobre lo que significa “pensar el mundo” o sobre lo que sería social y económicamente más idóneo para su futuro. Tampoco creo que nos refiriésemos a lo mismo al hablar de “estética”, ni siquiera en su sentido más banal, si aludiéramos a algo tan subjetivo como el gusto. Seguro que ambos lo tendremos muy distinto, pero eso no es lo importante, lo fundamental sería entender lo que subyace en el concepto de estética que el lehendakari tiene como para llegar a pensar que es una buena idea construir otro museo Guggenheim en Urdaibai, un territorio considerado reserva de la biosfera por su condición excepcional, estético en sí mismo.   

Es una convención de la historia de la filosofía que la “teoría del gusto” se impone en la modernidad desde que Baumgarten a mediados del siglo XVIII escribiera su Aesthetica para referirse a la teoría de la sensibilidad y, unos años más tarde, Kant, en su Crítica de la razón pura, desarrollara sus teorías sobre la estética trascendental. Una doctrina que la burguesía ilustrada -la nueva clase social emergente- enarbolaría entonces para imponer determinadas maneras de apreciar las formas, despreciando otras, artesanas, populares, proletarias, subalternas, etc. Como señaló Terry Eagleton en La estética como ideología (Trotta, 2011) esa concepción burguesa de la estética no dejaba de ser una forma de poder y de hegemonía política que establecía una jerarquía de valores culturales, con cualidades que incidían en lo subjetivo, lo emocional, lo íntimo, lo privado, lo particular y lo “refinado”. Desde muchos puntos de vista, ese culto a lo estético culminaba la historia de la filosofía idealista y la de una burguesía elitista en su apogeo, pero dejaba de darle importancia a lo común o lo ordinario, es decir, a las formas ordinarias de la cultura que se practican y se habitan cada día, como diría su maestro Raymond Williams.

Más allá de ese idealismo que ha modulado nuestros gustos, la estética siempre está atravesada y determinada por las condiciones materiales de vida, las estructuras de poder o la manera en la que nos relacionamos con el territorio que habitamos. Por ello la estética es siempre política y, en el caso al que me refiero, también ética, social y ecológica. Diría más, si hiciéramos incluso una interpretación kantiana del gusto estético del lehendakari también se podría afirmar que no tiene objetividad posible, puesto que sería únicamente una “facultad personal”, una aspiración de belleza que, según él y su gobierno, tomaría forma a través de un nuevo museo en Urdaibai. Sin embargo, por el contrario, en las aspiraciones -igual de legítimas- de gran parte de los habitantes de esa zona, la belleza ya estaría, en si misma, implícita en el paisaje.

Al pretender llevar adelante ese nuevo museo, aunque Pradales afirme que quiera dejar de hacer políticas estéticas, lo que propone es, precisamente, una operación estética de poder político y económico para instrumentalizar la potencia simbólica del arte y ponerla al servicio de los intereses de determinadas élites y en este caso, paradogicamente, de la mano de una contemporaneidad cultural, totalmente ajena a la sociedad en la que se inscribe.  

Parafraseando a Rosalyn E. Krauss, ese modelo de museo neoliberal deja de ser guardián del patrimonio público –una de las funciones principales de estas instituciones- para convertirse en una entidad corporativa con un inventario comercial y, como se deduce de esta operación, con un deseo de crecimiento orientado a acaparar recursos públicos, mediante la expansión inmobiliaria y territorial, y a captar capital privado para conseguir, a toda costa, un aumento expondencial de actividades turísticas.

Más allá de la legitimidad electoral que sustenta estos criterios económicos, la apuesta por este modelo en Urdaibai también ha despertado mucho malestar social. Hace unas semanas, varios miles de personas se manifestaron en Gernika para mostrar su desacuerdo por lo perjudicial que será para este ecosistema excepcional que, con proyectos tractores de estas características, verá alterado su precario equilibrio ecobiosistémico, ya que implicará un aumento considerable de las desventajas derivadas del crecimiento de la turistificación. Desde mi punto de vista, la materialidad estético-paisajista de Urdaibai no necesita ningún proyecto que lo convierta en un lugar artificialmente monumentalizado y saturado de flujos humanos.

Frente a esa concepción estética de progreso que, en este caso, el Lehendakari sitúa en la construcción de un museo, mi posición contraria, tiene mucho más que ver con una visión ecosófica de la realidad, esa que Felix Guattari enunció en su célebre Las tres ecologías (Pretextos 2000). Es decir, una posición de contención, mejor aún, una articulación ético-política entre los tres registros ecológicos: el medio ambiente -en este caso esa parte concreta de la biosfera y su sentido material- el de las relaciones sociales en las que se inscribe -ese asunto de lo popular- y el de las subjetividades personales. En mi caso, esa subjetividad en «defensa» de un Urdaibai sin museo, no sería una mera opción partidista o romántica, sino una forma de pensamiento sobre los valores culturales, económicos y sociales que afectan a ese territorio y que no estén únicamente fundados en la economía mercantil. Es decir que, en su propia manera de operar, es un pensamiento en sí mismo ecológico.

¿DE VERDAD HACE FALTA OTRO MUSEO GUGGENHEIM EN URDAIBAI?

El domingo pasado me entrevistaron en Radio Euskadi, junto a Eider Gotxi, una de las portavoces de Guggenheim Urdaibai Stop, la plataforma ciudadana que lleva meses movilizándose contra la construcción de un nuevo museo Guggeneheim en Urdaibai, reserva mundial de la biosfera. Ayer me publicaron en Diario.es una columna de opinion que hoy os comparto, algo más elaboradas, con algunas reflexiones que me concita esta -en mi opinión- descabellada operación.

Urdaibai es un territorio de la costa cantábrica en Bizkaia, un ecosistema excepcional de acantilados, montañas, playas, ríos y aguas subterráneas donde la vida animal y la humana conviven en un paisaje especial que, sin duda, con proyectos tractores de estas características vería alterado sustancialmente su precario equilibrio ecobiosistémico.

Parece ser que el proyecto está ya muy avanzado. Por lo poco concreto que hasta ahora se conoce, la operación implica derruir dos edificios en ruinas y, sobre ellas, construir sendos equipamientos. El primero, que ya se ha derribado, era la fábrica Dalia, histórica empresa cubertera de Gernika, y el otro, un antiguo astillero que se ubica en Murueta, en la misma desembocadura de la ría de Gernika, zona especialmente sensible y vulnerable de la reserva. Como entre ambos equipamientos hay seis kilómetros de distancia, para conectarlos, el proyecto conllevaría la creación de varias infraestructuras viarias -a las que denominan “verdes”- una pasarela peatonal, a modo de palafito para que el tránsito de personas no afecte a las dunas, y un tren eléctrico ─¡cómo no sostenible!─, que, junto a los párquines para coches y automóviles, facilitarán la llegada de miles de personas a esta zona protegida.

Los primeros pasos ─algunos acuerdos políticos, provisión de presupuestos (incluidos fondos europeos destinados por el gobierno de España, paradójicamente, para la transición energética), modificaciones de normas urbanísticas, derribos, etc.─ se están llevando a cabo de forma subrepticia y con muy poca información contrastada. De hecho, más allá de algunas generalidades sobre la excelencia de la propuesta liderada por la Fundación Guggenheim Bilbao, no se conocen datos concretos en relación con el programa arquitectónico y de contenidos. Sin embargo, aunque algunos responsables políticos dicen desconocer el alcance real de la operación, el proyecto cuenta con un respaldo institucional casi unánime. Es decir, una confianza plena ─se podría decir también ciega─ en la marca de titularidad privada ( confío en que las dudas sobre el proyecto que mostró hace unos días el Ministro de Cultura, Ernest Urtasun, tengan algún efecto en las decisiones que vaya a tomar el gobierno de España).

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