TOMA DE TIERRA

Parece que en esta parte del mundo otro verano está llegando a su fin. En términos generales, es el periodo que los humanos empleamos para disfrutar de las vacaciones. En consecuencia, también la época del año en la que la industria del turismo alcanza las cotas más altas de productividad y, por tanto, movilidad. Desde las grandes ciudades hasta las pequeña aldeas rurales, ya no hay rincón del planeta que no tenga un punto de atracción natural, cultural o algún lugar exótico para explorar. Hace unas semanas nos enteramos del trágico accidente de un grupo de personas que pretendió descender al fondo del mar para conseguir contemplar los restos del Titanic, el famoso trasatlántico que en 1912 se hundió en las gélidas aguas del Atlántico Norte. Incluso, estos últimos meses, hemos visto anunciado que ya existen vuelos turísticos al espacio y que las empresas promotoras tienen largas listas de espera de viajeros dispuestos a pagar cientos de miles de euros para gozar de esa experiencia extraterrenal. Hemos vuelto a ver colas de montañeros intentando alcanzar las cimas más extremas, las ciudades más tópicas del imaginario turístico han vuelto a saturarse y los cruceros han alcanzado las cifras más altas de ocupación.

Según la Organización Mundial del Turismo (OMT), nunca hasta ahora en la historia se había desplazado tanta gente para celebrar sus vacaciones. Sin embargo, teniendo en cuanta que en el planeta vivimos casi 8.000 millones de humanos, los casi 1.500 millones que este año nos hemos desplazado a algún lugar del mundo aún seguimos siendo unos privilegiados. Somos, por tanto, los que alimentamos la industria del turismo y contribuimos más al crecimiento exponencial de los recursos destinados a la movilidad global: organizaciones públicas y privadas, infraestructuras terrestres, aéreas o marítimas, proveedores de energía, redes de aguas y otros servicios públicos, empresas de hostelería y restauración, etc. Por tanto, entre unos y otros también somos responsables, en cierta medida, de las consecuencias del cambio climático.  

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DE VERDADES Y MENTIRAS ELECTORALES

En esta campaña electoral, el (sin) sentido de la verdad y la mentira ha estado en el centro de casi todos los debates políticos. Sin ir más lejos y aunque parezca una ficción, Alberto Feijóo, candidato del Partido Popular en estas elecciones legislativas, en el último mitin de campaña dijo a sus simpatizantes que si alguna vez mentía le echaran del partido y, además, con más contundencia aún, añadió: “Jamás voy a engañar a los españoles. Sea dura la verdad, la contaré. Sea desagradable la situación, la describiré. No vengo aquí a engañar a nadie”.

Si esto fuera cierto, la política partidista y parlamentaria recuperaría gran parte de su sentido. Lamentablemente, muy a menudo, ocurre todo lo contrario, se miente demasiado y gran parte de la desafección de la gente por la clase política está asentada en la escasa credibilidad que proyectan sus previsibles discursos, palabras vacías y promesas.   

En “Verdad y política”, publicado en Verdad y mentira en la política  (Ed. Página Indómita, 2017) Hannah Arendt, que alguna vez se declaró teórica de la política más que filósofa, se pregunta por qué nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien o porqué la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad de los políticos.

La extrema derecha española y, al parecer, como se ha comprobado en esta campaña, cada vez más, la más ponderada parecen seguir a pie juntillas la conocida frase del propagandista nazi Joseph Göbbels: una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. La tesis del responsable del Ministerio de Propaganda del partido nazi alemán era semejante a la de Steve Bannon, uno de los primeros ideólogos del trumpismo y adalid de la expansión del pensamiento reaccionario actual y del crecimiento de los partidos de ultraderecha en gran parte del mundo donde (pre)domine la raza blanca de tradición cristiana. Como dice Alba Sidera en Fascismo persistente (Ctxt, 2023), donde analizando en detalle el auge de la extrema derecha italiana, ya plenamente normalizada en un contexto europeo cada vez más tolerante con las ideas (neo)fascistas, en 2019 el 36% de los italianos creían que en su país había veinte millones de extranjeros. Cuando había cinco millones, poco mas del cinco por ciento de la población. Y aunque el número de delitos en Italia lleva diez años disminuyendo, el 78% del electorado cree que ha aumentado por culpa de los inmigrantes. Así todo, dice.

Es una estrategia perfectamente urdida. Sus bulos y fabulaciones son como letanías de un rosario ideológico muy bien tramado que, tergiversando algunos aspectos concretos de la realidad, convierten en engañosas afirmaciones y lanzan al epicentro de las redes sociales con la colaboración de algunos medios de comunicación muy interesados en amplificar su eco.

No hay más que leer a Andrew Marantz, autor de Antisocial, la extrema derecha y la libertad de expresión en Internet (Capitán Swing, 2021), para entender cómo, con esas maniobras, construyen una realidad adulterada y, además, cómo pretenden hacernos creer que lo hacen en defensa de la libertad, palabra que han vaciado de contenido y convertido en arma de guerra cultural y política. Suelen ser consignas que casi siempre remiten a imaginarios negativos sobre la inmigración, a la que culpan de la mayor parte de los problemas sociales nacionales: la delincuencia, violencia callejera, abuso de prestaciones sociales etc.; sobre los musulmanes, a los que acusan de odiar la cultura occidental cristiana y, por tanto ser potenciales terroristas; recientemente, exacerbando de nuevo -subraya Marantz- el odio también contra los judíos, haciendo resurgir otra vez el antisemitismo; sobre la crisis climática que tildan de ser una burda maniobra de la ideología ecologista; sobre los movimientos políticos progresistas y, en nuestro caso, federalistas e independentistas –casi siempre en el mismo paquete- a los que, enarbolando un nacionalismo patriótico heroico, militarista y autoritario culpan del retorno del ateísmo, el comunismo o el separatismo desintegrador; y, con especial crudeza, sobre el movimiento feminista, homosexual y transfeminista al que responsabilizan de atacar la sagrada unidad familiar, la condición binaria “natural” de hombres y mujeres. 

Ahora que cada vez es mas difícil distinguir entre hechos ciertos y burdas manipulaciones, el derecho a la verdad contrastada se ha convertido en una cuestión imprescindible para entender la actual deriva del mundo y nuestra situación política. El derecho a una información fidedigna, siempre verificada con fuentes fiables, o el fortalecimiento de medidas fehacientes de control democrático sobre las acciones del gobierno y su poder ejecutivo (fuerzas armadas y policía) así como del poder judicial son más necesarias que nunca. Pierre Clastres en su célebre La sociedad contra el Estado (Ed. Virus, 2010) nos alerta sobre las tentaciones totalitarias de cualquier gobierno que, por encima de la verdad y la justicia, impone sus mecanismos coercitivos y, por tanto, convierte el poder en un arma de guerra antidemocrática.

Como dice Arendt al final del texto citado: “la verdad, aunque resulte impotente y siempre salga derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza peculiar: hagan lo que hagan quienes ejercen el poder, son incapaces de descubrir o inventar un sucedáneo viable de ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla”. 

 ¿REBELIÓN CIENTÍFICA EN EL BANQUILLO DE ACUSADOS?  

Parece mentira, pero dos días después de que la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE.UU. advirtiera de que, desde que hay registros oficiales, la temperatura media de los mares y océanos ha batido en este mes de abril su récord, un grupo de quince personas activistas y científicas ecologistas de Rebelión Científica declaraban en un juzgado de Madrid, acusadas de desórdenes públicos contra las altas instituciones del Estado, alteración del funcionamiento del Congreso de los Diputados y daños contra el patrimonio.  

La acción pacífica de la que se les acusa, llevada a cabo unas semanas antes, tenía como objetivo denunciar la pasividad de los gobiernos, empresas e instituciones ante la crisis climática y se inscribía en el marco de otras movilizaciones internacionales. Estos llamamientos se hicieron unos días antes de que el IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático), organización dependiente de la ONU, publicara su demoledor último informe, redactado por destacados especialistas. Entre muchas constataciones –casi todas muy preocupantes-, y como botón de muestra, el documento nos alerta de que en ningún momento de los últimos dos millones de años las concentraciones de CO2 en la atmósfera terrestre han sido tan elevadas como en la actualidad (este aumento de dióxido carbono es una de las principales causas del calentamiento global que estamos padeciendo). Hace unos días se publicó un nuevo informe de la OMM (Organización Meteorológica Mundial) también con datos espeluznantes sobre olas de calor y sequías, aumento del nivel de mar, destrucción del hielo y otros indicadores muy preocupantes.    

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¿SER CONTEMPORÁNEO?

Este texto lo utilicé como introducción en un diálogo con la psicoanalista Vilma Coccoz y el filósofo Javier Echeverria, coordinadores del ciclo Crisis de la contemporaneidad organizado por el centro cultural KM Kulturgunea de Donostia/San Sebastian.

Imagino que me invitaron porque en algún momento de sus conversaciones pensaron que soy un tipo muy contemporáneo o que, debido a mi trayectoria profesional, tengo buenos argumentos para saber qué significa serlo.

Sin embargo, he de confesar que me ocurre algo parecido a lo que San Agustín pensaba cuando en sus Confesiones se interpelaba sobre el sentido del tiempo y se respondía a sí mismo que, si nadie se lo preguntaba, lo sabía, pero si intentaba explicarlo no lo sabía. Salvando las distancias, con uno y con el otro, quizás me ocurra también lo que a Baudelaire que, a pesar de ser considerado el poeta que abre la puerta a la experiencia de la modernidad en el arte, se resistía a la vida moderna pese a estar comprometida con ella.

Por mi parte, aunque me esmero en vivir desde mi condición de sujeto comprometido con su tiempo histórico, he de admitir que desde hace bastantes años también me resisto a muchas de sus inercias. Es una resistencia obstinada. Algunas personas que viven cerca de mí, dicen que, por lo insistente, a veces es cansina. Padezco una forma de “extrañamiento” respecto al devenir del mundo, de mí mismo y de la relación que aun sigo teniendo con lo que se conoce como contemporaneidad, esa especie de fugaz presente que nos obliga a correr contra el tiempo.

Alguien podría decir -ya me lo dicen- que soy otro viejo cascarrabias cansado, dando lecciones desde el agotamiento. Sin embargo, no es del todo así, porque cuantas más dudas tengo sobre lo contemporáneo – o mejor dicho las maneras de abordar el progreso y sus formas materiales y simbólicas- más consciente soy de que tienen que ver con formas de decepción y a la vez con una persistente esperanza que se sitúan mucho más atrás en el tiempo. Pero a pesar de sentir cierta rabia por los desengaños, por el aumento de la desigualdad y el racismo junto a la reacción patriarcal, la violencia machista, los feminicidios, la crisis climática y la guerra y, aunque el hielo se funda, las mareas suban, las temperaturas se alteran como nunca y las bombas, lejos o cerca, no dejan de caer, también me alegro por las potencias que veo desplegarse en muchos movimientos sociales. Sin ir más lejos, las manifestaciones en defensa de la sanidad pública universal o el ecofeminismo transinclusivo y antirracista que estos días hemos vuelto a ver en las calles, a ritmo de rebelión y metamorfosis.

Estas paradojas anímicas, se podrían rastrear en ciertos cambios de estrategia que, coincidiendo con los movimientos antiglobalización del siglo pasado, traté de implementar en el programa de Arteleku y, unos años después, tras la gran crisis financiero inmobiliaria, conocida como “La gran recesión”, que estalló en el 2008/09  coincidiendo poco después con el resurgir en las plazas del 15M en el año 2011, en el proyecto inicial de la candidatura para la Capital Europea de la Cultura 2016 que escribimos a varias manos entre el 2010 y 2011. Proyecto que se inspiró, entre otras aportaciones, en un texto que me encargó el que fuera alcalde de Donostia/San Sebastián, Odón Elorza, antes que me nombraran director del proyecto. No en vano, titulé aquellas reflexiones Se acabó la fiesta. La burbuja cultural: educación, ecología y cultura, un nuevo trinomio social. Este texto también estaba impregnado de cierta irritación, a la vez, que de entusiasmo. De hecho, ganamos aquella absurda competición. No creo que sirviera para gran cosa, así que después del entusiasmo, otra vez la decepción.  

La filósofa Marina Garcés en su reciente Malas compañías (Galaxia Gutenberg, 2022) insiste en que sin la experiencia de la extrañeza no puede haber pensamiento. Ella habla de formas de pensamiento que nos expongan no tanto a lo que está por venir que, en cierto modo, sería el paradigma temporal de lo que venimos entendiendo como contemporaneidad, sino a lo que está por volver a mirar, a pensar o a escuchar. Algo así me ocurrió cuando hace unos días fuimos juntos a ver la exposición de Leonora Carrington, cuya biografía en sí misma es un grito de desesperación; estigmatizada, violada por una manada de requetés franquistas, psiquiatrizada en Santander y a la vez una vida plenamente comprometida con la libertad. Un auténtico redescubrimiento que me permitió leer su obra a la luz de su visión protoecologista e indignada ante la actitud depredadora de la especie humana foto.

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ENTRE COMETAS Y MOTOS DE AGUA. BIOECONOMÍA PARA EL SIGLO XXI.  

Mi acercamiento a la economía siempre ha tenido que ver con el interés por su historia y por la relación que necesariamente establece con otros conocimientos, como la sociología, la antropología, la filosofía, la cultura y el arte. Así que comienzo este texto, publicado recientemente en la revista «Galde«, asumiendo las limitaciones analíticas de mis opiniones y, como es habitual de mis  escritos, casi siempre “recitados”. Por tanto, dejándome llevar por la erudición de otros especialistas.

Hace unos meses terminé de leer Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen (Catarata y FUHEM ecosocial, 2022) una excelente recopilación de textos de este autor, editados por Luis Arenas, José Manuel Naredo y Jorge Riechmann. Este heterodoxo matemático, estadístico y también economista publicó en 1971 La ley de la entropía y el proceso económico, probablemente su obra más conocida que, pasados los años, ha sido reconocida como uno de los estudios más importantes de la ciencia de los últimas décadas. Como señalan los editores, aquella publicación ponía las bases de una revolución en la teoría económica moderna y, según ellos, debería haber marcado un punto de inflexión en el análisis de los fenómenos económicos.

El autor, nacido en 1906 en Rumanía y exiliado a EE.UU donde murió en 1994, en su empeño por corregir la desconexión que los saberes contemporáneos establecen entre disciplinas científicas, naturales, sociales o humanistas, llamó “bioeconomía” a la forma de abordar sus estudios, que luego se han conocido como “economía ecológica”. Parafraseando a Luis Arenas, se oponía a la lógica de la exclusiva especialización de los saberes que domina la ciencia contemporánea y dejaba a la vista las implicaciones económicas que también tienen otros campos del conocimiento como la demografía, la política, la ética y la ecología.

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ARTE Y NATURALEZA. CATEDRALES Y GLACIARES.

Cuando tenía doce o trece años, siendo todavía un niño, mi padre me llevó de viaje a Los Alpes franceses y cerca de Chamonix pude visitar el glaciar Mer de Glace. Recuerdo cuando, después de bajar unas escaleras instaladas en su ladera, entramos en su interior. Jamás se me ha olvidado aquella imagen, ni la impresión que me causó la grandeza de aquellos valles y montañas. Tal vez algo parecido me ocurrió, cuando unos años después, siendo ya un joven viajero, entré por primera vez en la catedral de Notre Dame de Paris. Aquellas sensaciones nunca las he olvidado y, de una forma u otra, se encarnaron en mi vida.

Cuando en 2019 la catedral ardió, con sus vigas de madera como motor de combustión, algo en mi interior se rompió. Entonces muy poca gentes se preocupaba de que cerca de allí estaban desapareciendo los glaciares alpinos, entre otros el Mer de Glace. Se llegó a decir que la civilización europea estaba siendo devorada por las llamas. Poca gente se acordaba de que también la selva amazónica de Brasil estaba siendo esquilmada de forma incontrolada por las políticas extractivistas y depredadoras de Bolsonaro, que encabezaba junto a Trump, Putin y otros lideres globales una ciega y furiosa corriente internacional de pensamiento negacionista que rechaza a toda costa los efectos del cambio climático. De igual modo, Isabel Ayuso, la presidente de la Comunidad de Madrid, decía hace unos días que los cambios del clima se han producido a lo largo de toda la vida y que las proclamas ecologistas no son más que trampas ideológicas para implantar el comunismo.

No se había apagado todavía aquel incendio histórico y las autoridades francesas ya habían decretado la reconstrucción de la Catedral, cuya reapertura está prevista para el año 2024. Estos años, el dinero público y privado habrá llegado a raudales para hacerla resurgir de las cenizas, mientras los glaciares se derriten abandonados a su trágico destino. 

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