DE VERDADES Y MENTIRAS ELECTORALES

En esta campaña electoral, el (sin) sentido de la verdad y la mentira ha estado en el centro de casi todos los debates políticos. Sin ir más lejos y aunque parezca una ficción, Alberto Feijóo, candidato del Partido Popular en estas elecciones legislativas, en el último mitin de campaña dijo a sus simpatizantes que si alguna vez mentía le echaran del partido y, además, con más contundencia aún, añadió: “Jamás voy a engañar a los españoles. Sea dura la verdad, la contaré. Sea desagradable la situación, la describiré. No vengo aquí a engañar a nadie”.

Si esto fuera cierto, la política partidista y parlamentaria recuperaría gran parte de su sentido. Lamentablemente, muy a menudo, ocurre todo lo contrario, se miente demasiado y gran parte de la desafección de la gente por la clase política está asentada en la escasa credibilidad que proyectan sus previsibles discursos, palabras vacías y promesas.   

En “Verdad y política”, publicado en Verdad y mentira en la política  (Ed. Página Indómita, 2017) Hannah Arendt, que alguna vez se declaró teórica de la política más que filósofa, se pregunta por qué nadie ha dudado jamás con respecto al hecho de que la verdad y la política no se llevan demasiado bien o porqué la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad de los políticos.

La extrema derecha española y, al parecer, como se ha comprobado en esta campaña, cada vez más, la más ponderada parecen seguir a pie juntillas la conocida frase del propagandista nazi Joseph Göbbels: una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. La tesis del responsable del Ministerio de Propaganda del partido nazi alemán era semejante a la de Steve Bannon, uno de los primeros ideólogos del trumpismo y adalid de la expansión del pensamiento reaccionario actual y del crecimiento de los partidos de ultraderecha en gran parte del mundo donde (pre)domine la raza blanca de tradición cristiana. Como dice Alba Sidera en Fascismo persistente (Ctxt, 2023), donde analizando en detalle el auge de la extrema derecha italiana, ya plenamente normalizada en un contexto europeo cada vez más tolerante con las ideas (neo)fascistas, en 2019 el 36% de los italianos creían que en su país había veinte millones de extranjeros. Cuando había cinco millones, poco mas del cinco por ciento de la población. Y aunque el número de delitos en Italia lleva diez años disminuyendo, el 78% del electorado cree que ha aumentado por culpa de los inmigrantes. Así todo, dice.

Es una estrategia perfectamente urdida. Sus bulos y fabulaciones son como letanías de un rosario ideológico muy bien tramado que, tergiversando algunos aspectos concretos de la realidad, convierten en engañosas afirmaciones y lanzan al epicentro de las redes sociales con la colaboración de algunos medios de comunicación muy interesados en amplificar su eco.

No hay más que leer a Andrew Marantz, autor de Antisocial, la extrema derecha y la libertad de expresión en Internet (Capitán Swing, 2021), para entender cómo, con esas maniobras, construyen una realidad adulterada y, además, cómo pretenden hacernos creer que lo hacen en defensa de la libertad, palabra que han vaciado de contenido y convertido en arma de guerra cultural y política. Suelen ser consignas que casi siempre remiten a imaginarios negativos sobre la inmigración, a la que culpan de la mayor parte de los problemas sociales nacionales: la delincuencia, violencia callejera, abuso de prestaciones sociales etc.; sobre los musulmanes, a los que acusan de odiar la cultura occidental cristiana y, por tanto ser potenciales terroristas; recientemente, exacerbando de nuevo -subraya Marantz- el odio también contra los judíos, haciendo resurgir otra vez el antisemitismo; sobre la crisis climática que tildan de ser una burda maniobra de la ideología ecologista; sobre los movimientos políticos progresistas y, en nuestro caso, federalistas e independentistas –casi siempre en el mismo paquete- a los que, enarbolando un nacionalismo patriótico heroico, militarista y autoritario culpan del retorno del ateísmo, el comunismo o el separatismo desintegrador; y, con especial crudeza, sobre el movimiento feminista, homosexual y transfeminista al que responsabilizan de atacar la sagrada unidad familiar, la condición binaria “natural” de hombres y mujeres. 

Ahora que cada vez es mas difícil distinguir entre hechos ciertos y burdas manipulaciones, el derecho a la verdad contrastada se ha convertido en una cuestión imprescindible para entender la actual deriva del mundo y nuestra situación política. El derecho a una información fidedigna, siempre verificada con fuentes fiables, o el fortalecimiento de medidas fehacientes de control democrático sobre las acciones del gobierno y su poder ejecutivo (fuerzas armadas y policía) así como del poder judicial son más necesarias que nunca. Pierre Clastres en su célebre La sociedad contra el Estado (Ed. Virus, 2010) nos alerta sobre las tentaciones totalitarias de cualquier gobierno que, por encima de la verdad y la justicia, impone sus mecanismos coercitivos y, por tanto, convierte el poder en un arma de guerra antidemocrática.

Como dice Arendt al final del texto citado: “la verdad, aunque resulte impotente y siempre salga derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza peculiar: hagan lo que hagan quienes ejercen el poder, son incapaces de descubrir o inventar un sucedáneo viable de ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla”. 

¿SER CONTEMPORÁNEO?

Este texto lo utilicé como introducción en un diálogo con la psicoanalista Vilma Coccoz y el filósofo Javier Echeverria, coordinadores del ciclo Crisis de la contemporaneidad organizado por el centro cultural KM Kulturgunea de Donostia/San Sebastian.

Imagino que me invitaron porque en algún momento de sus conversaciones pensaron que soy un tipo muy contemporáneo o que, debido a mi trayectoria profesional, tengo buenos argumentos para saber qué significa serlo.

Sin embargo, he de confesar que me ocurre algo parecido a lo que San Agustín pensaba cuando en sus Confesiones se interpelaba sobre el sentido del tiempo y se respondía a sí mismo que, si nadie se lo preguntaba, lo sabía, pero si intentaba explicarlo no lo sabía. Salvando las distancias, con uno y con el otro, quizás me ocurra también lo que a Baudelaire que, a pesar de ser considerado el poeta que abre la puerta a la experiencia de la modernidad en el arte, se resistía a la vida moderna pese a estar comprometida con ella.

Por mi parte, aunque me esmero en vivir desde mi condición de sujeto comprometido con su tiempo histórico, he de admitir que desde hace bastantes años también me resisto a muchas de sus inercias. Es una resistencia obstinada. Algunas personas que viven cerca de mí, dicen que, por lo insistente, a veces es cansina. Padezco una forma de “extrañamiento” respecto al devenir del mundo, de mí mismo y de la relación que aun sigo teniendo con lo que se conoce como contemporaneidad, esa especie de fugaz presente que nos obliga a correr contra el tiempo.

Alguien podría decir -ya me lo dicen- que soy otro viejo cascarrabias cansado, dando lecciones desde el agotamiento. Sin embargo, no es del todo así, porque cuantas más dudas tengo sobre lo contemporáneo – o mejor dicho las maneras de abordar el progreso y sus formas materiales y simbólicas- más consciente soy de que tienen que ver con formas de decepción y a la vez con una persistente esperanza que se sitúan mucho más atrás en el tiempo. Pero a pesar de sentir cierta rabia por los desengaños, por el aumento de la desigualdad y el racismo junto a la reacción patriarcal, la violencia machista, los feminicidios, la crisis climática y la guerra y, aunque el hielo se funda, las mareas suban, las temperaturas se alteran como nunca y las bombas, lejos o cerca, no dejan de caer, también me alegro por las potencias que veo desplegarse en muchos movimientos sociales. Sin ir más lejos, las manifestaciones en defensa de la sanidad pública universal o el ecofeminismo transinclusivo y antirracista que estos días hemos vuelto a ver en las calles, a ritmo de rebelión y metamorfosis.

Estas paradojas anímicas, se podrían rastrear en ciertos cambios de estrategia que, coincidiendo con los movimientos antiglobalización del siglo pasado, traté de implementar en el programa de Arteleku y, unos años después, tras la gran crisis financiero inmobiliaria, conocida como “La gran recesión”, que estalló en el 2008/09  coincidiendo poco después con el resurgir en las plazas del 15M en el año 2011, en el proyecto inicial de la candidatura para la Capital Europea de la Cultura 2016 que escribimos a varias manos entre el 2010 y 2011. Proyecto que se inspiró, entre otras aportaciones, en un texto que me encargó el que fuera alcalde de Donostia/San Sebastián, Odón Elorza, antes que me nombraran director del proyecto. No en vano, titulé aquellas reflexiones Se acabó la fiesta. La burbuja cultural: educación, ecología y cultura, un nuevo trinomio social. Este texto también estaba impregnado de cierta irritación, a la vez, que de entusiasmo. De hecho, ganamos aquella absurda competición. No creo que sirviera para gran cosa, así que después del entusiasmo, otra vez la decepción.  

La filósofa Marina Garcés en su reciente Malas compañías (Galaxia Gutenberg, 2022) insiste en que sin la experiencia de la extrañeza no puede haber pensamiento. Ella habla de formas de pensamiento que nos expongan no tanto a lo que está por venir que, en cierto modo, sería el paradigma temporal de lo que venimos entendiendo como contemporaneidad, sino a lo que está por volver a mirar, a pensar o a escuchar. Algo así me ocurrió cuando hace unos días fuimos juntos a ver la exposición de Leonora Carrington, cuya biografía en sí misma es un grito de desesperación; estigmatizada, violada por una manada de requetés franquistas, psiquiatrizada en Santander y a la vez una vida plenamente comprometida con la libertad. Un auténtico redescubrimiento que me permitió leer su obra a la luz de su visión protoecologista e indignada ante la actitud depredadora de la especie humana foto.

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ARTE Y NATURALEZA. CATEDRALES Y GLACIARES.

Cuando tenía doce o trece años, siendo todavía un niño, mi padre me llevó de viaje a Los Alpes franceses y cerca de Chamonix pude visitar el glaciar Mer de Glace. Recuerdo cuando, después de bajar unas escaleras instaladas en su ladera, entramos en su interior. Jamás se me ha olvidado aquella imagen, ni la impresión que me causó la grandeza de aquellos valles y montañas. Tal vez algo parecido me ocurrió, cuando unos años después, siendo ya un joven viajero, entré por primera vez en la catedral de Notre Dame de Paris. Aquellas sensaciones nunca las he olvidado y, de una forma u otra, se encarnaron en mi vida.

Cuando en 2019 la catedral ardió, con sus vigas de madera como motor de combustión, algo en mi interior se rompió. Entonces muy poca gentes se preocupaba de que cerca de allí estaban desapareciendo los glaciares alpinos, entre otros el Mer de Glace. Se llegó a decir que la civilización europea estaba siendo devorada por las llamas. Poca gente se acordaba de que también la selva amazónica de Brasil estaba siendo esquilmada de forma incontrolada por las políticas extractivistas y depredadoras de Bolsonaro, que encabezaba junto a Trump, Putin y otros lideres globales una ciega y furiosa corriente internacional de pensamiento negacionista que rechaza a toda costa los efectos del cambio climático. De igual modo, Isabel Ayuso, la presidente de la Comunidad de Madrid, decía hace unos días que los cambios del clima se han producido a lo largo de toda la vida y que las proclamas ecologistas no son más que trampas ideológicas para implantar el comunismo.

No se había apagado todavía aquel incendio histórico y las autoridades francesas ya habían decretado la reconstrucción de la Catedral, cuya reapertura está prevista para el año 2024. Estos años, el dinero público y privado habrá llegado a raudales para hacerla resurgir de las cenizas, mientras los glaciares se derriten abandonados a su trágico destino. 

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«SIN LÍMITES» O COMO REPETIR LAS NARRATIVAS CONVENCIONALES SOBRE LA PRIMERA VUELTA AL MUNDO

El 6 de septiembre se conmemoró el V centenario de la llegada de la nave Victoria a Sanlúcar de Barrameda, tras dar la primera vuelta al mundo tres años después de su partida desde el mismo puerto. Como suele ser habitual en este tipo de conmemoraciones, durante estos años se han producido todo tipo de actividades culturales para rememorar la travesía.

Si hacemos un ligero recorrido por las páginas web de las instituciones promotoras se comprueba que, en lugar de ahondar en la complejidad histórica de los hechos, casi todas las propuestas se han dedicado a engrandecer más a sus héroes, en especial ―diría más, únicamente― a sus líderes, Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, e insistir en los relatos convencionales que continúan fortaleciendo todo tipo de narraciones heroicas, patrióticas o identitarias. Lamentablemente, esta manera de contar la historia, que se escribe sobre todo a partir de las biografías de reyes y actores individuales, neutraliza la importancia de los hechos sociales y olvida que, más allá de las gestas particulares, había unas condiciones políticas, económicas y materiales que determinaban la existencia de las personas y las razones de su participación en los acontecimientos.

A quién pertenece la tierra. Iconoclasistas (2017-2022) en Giro Gráfico, Museo Reina Sofía, Madrid

Una gran parte de los eventos finales de la conmemoración se han celebrado en Sevilla y la gran mayoría han seguido los cánones habituales de este tipo de celebraciones, incluido –faltaba más- el enésimo espectáculo de la Fura del Baus, que en esta ocasión, con su parafernalia usual, presentaba una gran sirena de 500 kilos, embajadora de la sostenibilidad y del planeta azul (no podía faltar algún gesto a la retórica verde). Además, el ayuntamiento de la ciudad, en un alarde de falta de imaginación política, también denomina “Magallanes” a su nuevo centro cultural, un histórico edificio del S.XVIII con 20.000 metros cuadrados disponibles en la antigua “Fábrica de artillería”, de alto interés arquitectónico y, actualmente, en vías de rehabilitación. Respondiendo a muchos de los objetivos requeridos por las actuales políticas culturales europeas y sus estrategias económicas, el equipamiento se destinará–como no- al “Emprendimiento de las Industrias Culturas y Creativas”.

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LA CORONA BRITÁNICA, LOS MUSEOS Y LA MIRADA COLONIAL

Muchas veces a mi pesar, haber visto estos días atrás los actos funerarios en honor de la reina Isabel II de Inglaterra y los de la coronación de su hijo Carlos III ha sido como pasearse por un museo viviente de antiguas reliquias; como si el tiempo no hubiera pasado por la institución monárquica y toda la parafernalia visual que la rodea se hubiera quedado suspendida en una época atemporal. También se ha puesto en evidencia que todo ese pomposo ceremonial forma parte de la identidad de una institución que, para hacernos creer que está por encima de los avatares de la historia, tiene que subrayar su atemporalidad y su carácter anacrónico. Nada más lejos de la realidad, porque precisamente esa condición extemporánea pone de manifiesto su propia debilidad y cuestiona su legitimidad contemporánea. La institución monárquica, aunque se nos muestre como un museo viviente, nunca puede estar exenta de su responsabilidad con la historia.

En este caso concreto, pensando en museos, al lado de la prepotencia institucional mostrada sin pudor alguno, convendría también recordar el ingente patrimonio acumulado por Gran Bretaña durante el reinado de esta dinastía familiar, los Windsor, que hunde sus raíces, a su vez, en la anterior Casa de Sajonia, periodo histórico que corresponde con el de máximo esplendor del Imperio Británico y su expansión colonial.

  1. Foto 1 Pinturas banderas. 1981 Archivo Memoria Abierta. Elvan y Dark Sarkis en Giro Gráfico Museo Reina Sofía, 2022
  2. Foto 2 La conquista de la tierra 2022 Daniel de la Barra en Processi Academia de España en Roma

El patrimonio de la corona y la de la propia familia real, el British Museum, la National Gallery, el Natural History Museum, el Victoria and Albert Museum o el Imperial War Museums, por citar algunos, son depositarios de obras de arte, objetos de gran relevancia histórica o bienes suntuarios de todo tipo, vinculados de una forma u otra con ese periodo imperial. Al igual ocurre con otros museos europeos, también algunos españoles.

Desde su fundación en 1946, el ICOM, Consejo Internacional de Museos, ha cambiado en diferentes ocasiones la definición de “museo” con el fin de adaptar su contenido al devenir de la historia y ponerlo en conexión con el papel social del patrimonio universal. En el último congreso celebrado el pasado mes de agosto en Praga, tras un intenso debate, se acordó una nueva definición que viene a ampliar algunas cuestiones nominativas tradicionales sobre su misión y objetivos. Además de volver a señalar sus funciones clásicas relacionadas con coleccionar, conservar, interpretar y exhibir el patrimonio, han aparecido conceptos que tienen más que ver con otras preocupaciones institucionales actuales, como la preocupación por la sostenibilidad y, sobre todo, la participación e inclusividad ética, nociones vinculadas con la implicación activa de las comunidades cada vez más diversas en las que se inscriben.

En este sentido, se avanza en una de las cuestiones de fondo que hasta ahora siempre había quedado en suspenso, si los museos deben o no plantear la condición colonial de sus colecciones. En esta ocasión, aunque la cuestión de la decolonización no aparece en la actual definición, lo cierto es que sí está recogida en el nuevo código deontológico. Es un paso importante para replantear críticamente el papel de estas instituciones en relación con su materialidad histórica. En esa misma dirección, la catedrática de Historia del Arte Estrella de Diego, en su reciente El Prado inadvertido (Anagrama, 2022) también reflexiona sobre las transformaciones que, a partir de las relecturas de la historia del feminismo, los estudios de género, la teoría queer o la decolonial, los museos deberían proponer en los modos de presentar y mirar las obras de arte.

Afortunadamente, cada vez hay más instituciones que ponen en cuestión sus propias narraciones museográficas (de hecho quiero destacar el loable ejercicio de autoreflexión que, con escasos medios, lleva a cabo el actual equipo del Museo de Antropología de Madrid). Del mismo modo que los museos han ido aprendiendo que sus categorías podían ser revisadas para que se incluyesen mujeres, también deberían asumir, con más atrevimiento, el reto de replantear sus discursos identitarios nacionales y, de ese modo, revisar la concepción colonial del patrimonio, en ocasiones, resultado de largos procesos de acumulación económica, apropiación indebida, extractivismo material y desmemoria histórica.

Deduzco que no es tarea fácil y, más aún, cuando a veces se escuchan opiniones estentóreas como aquella que Isabel Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, exclamó sin que, mezclando churras con merinas una vez más, se le cayera la cara de vergüenza: “…el indigenismo es el nuevo comunismo”. Más allá de algunos ejercicios puntuales loables, soy consciente de que es una osadía plantear modificaciones “revolucionarias” –ya no hablo de restituir legado, porque sería harto complicado desvelar los “derechos de propiedad” a la luz y a las sombras de la legislación actual sobre propiedad patrimonial-  pero me pregunto si no sería posible llevar a cabo más riesgos renovadores, gestos estético y políticos que, incluso desde el error, se atreviesen a abrir caminos diferentes hacia la posibilidad de contar el mundo desde teorías y prácticas del conocimiento que evidenciaran la substancia colonial de los actuales patrimonios públicos. He aquí otra de las potencias museográficas que se podrían explorar con más osadía para una nueva cartografía del patrimonio mundial.

A IÑIGO SALABERRIA

El viernes pasado me llegó la noticia del fallecimiento de Iñigo Salaberria. Aunque, por la evolución de su enfermedad, ya sabíamos que pronto podría ocurrir, la verdad es que el subconsciente siempre se niega a admitir que, tarde o temprano, inexorablemente la muerte viene a nuestro encuentro.

Cuando una amiga me lo comunicó, le comenté – no estoy seguro de la razón- que últimamente la memoria se empeña en enredarme los recuerdos. Algunos, que en su momento parecieron importantes, se desdibujan junto a las personas con las que los compartí. Otros, sin embargo, preservan su vitalidad y, en algunos casos, adquieren nuevos relieves inéditos. Los recuerdos que tengo de Iñigo, al que hacía mucho tiempo no veía (hace unos meses pudimos intercambiar algúnos mensajes personales amistosos) pertenecen a esta segunda variante. En una extraña geometría de los afectos, la memoria los ha protegido del olvido. De repente, se me hicieron nítidas las imágenes de la laguna de Bláalonid, en las cercanías de Reykjavik que aperecen en su obra Byrta Mirkur o se multiplicaron los paisajes y los colores de Diario Dogon y La noche navegable realizadas en sus viajes a África. Pero también se hizo visible su deambular por los pasillos de Arteleku, donde estuvo varios años compartiendo espacio y conocimientos.

Sus obras iniciales fueron de las primeras en formar parte de aquella pionera “Videoteca” -su nombre aparece en el tercer tomo del catálogo, ordenado en orden alfabético entre Ulrike Rosenbach y John Sanborn; participó activamente en las tres ocasiones que se celebraron los “Encuentros de videocreación”, entre 1987 y 1989, junto a Eugeni Bonet, Eugenia Balcells o Carles Pujol, entre otros; dirigió un taller de video sobre su obra en 1994; colaboró con la revista Zehar, donde escribió en 1996 Pintura en movimiento; y fue el director del segundo video que realizamos ese mismo año para promover la institución; también uno de los primeros responsables de la pionera digitalización de numerosos materiales audiovisuales del Centro de Documentación, por encargo de su responsable Miren Eraso Iturrioz. Fue, en definitiva, uno de los artistas que más y mejor  entendió lo que la institución le ofrecía y, en respuesta, también fue de los que, implicándose personalmente en varios proyectos y comprometiéndose activamente con otras creadoras y compañeros, mejor supo agradecerlo. Además con creces y generosidad, como me lo recordaba el mismo día del fallecimiento Isabel Herguera, otra artista ejemplar de aquella institución con la que colaboró en numerosas ocasiones. Por otro lado, durante bastante años, Salaberria compartió espacio de trabajo con mi hijo Iñigo en Tolosa y nos vimos en alguna ocasión.

Desconozco totalmente la manera en la que la memoria hace sus elecciones y la forma en la que prioriza los recuerdos, pero estos meses, en los que Iñigo ha ido haciendo su transición vital – me cuentan que con una admirable dignidad-  una y otra vez, su vida ha estado presente, bien hablando con amigos que convivimos en Arteleku, comentando su trabajo artístico o recordando su trayectoria personal y profesional.

Cada día que pasa, según voy envejeciendo, me resulta más emotivo pensar en la muerte y, aunque sea una paradoja inexplicable, a la vez más reconfortante. De hecho, lo hago muy a menudo porque empiezan a ser numerosas las vidas cercanas que van abandonando este mundo y, como forma de afecto y a modo de reconocimiento, dedico mucho tiempo a pensar sus vidas o nuestras comunes experiencias personales. Seguramente también porque sus existencia -en este caso la de Iñigo- no desaparecerán del todo si en mi memoria viven sus recuerdos y, además, puedo compartirlos con los que aún seguimos aquí. Es decir, como dice Vinciane Despret, si continuo “conversando” con él, pensando en él, porque los muertos, dice la autora de A la salud de los muertos ( La oveja roja, 2022) solo lo están verdaderamente si dejamos de darles conversación. En cierto modo, conservación. Si no los cuidamos – añade- mueren totalmente. De ahí la importancia de los rituales sagrados o paganos –al fin y al cabo son lo mismo- de los gestos terrenales para resguardarlos del olvido, de preservar algunos objetos personales – a veces un simple reloj o un pañuelo usado- de mantener las vigilias rememorativas, de visitar sus restos o acudir al lugar donde en su día los esparcimos, o pasear por los que compartíamos. De hecho, esos lugares nunca son ya los mismos, están afectados por su presencia ausente.   

Rememorar la vida de los difuntos es permitir que sigan influyendo en el devenir de los vivos. Cuando los evocamos, los convocamos. Al recordar sus biografías o comentar anécdotas cotidianas, tejemos un telar de emociones que compartimos en la comunidad, en la familia, con amigas y compañeros. Esos relatos nos arropan, nos salvan del miedo a nuestro propio final. Los muertos son también nuestras vidas, ocupan un lugar en nuestro espíritu, tienen sentido, en cierto modo, sensibilidad vital, de alguna manera, como Iñigo Salaberria, siguen entre nosotros si seguimos manteniendo algunos vínculos. Que así sea.